EL SOCORRISTA (Cuento de verano)
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 21/08/21
Se podría decir que a mí me tocó el carnet de socorrista en una tómbola. Es decir, tenerlo, lo tengo, y sin falsificar ni nada parecido, pero lo saqué hace siglos, a los dieciséis años (ahora voy a cumplir cincuenta) y desde entonces no he vuelto a meterme en una piscina. Ni siquiera lo he hecho todavía en esta en la que trabajo.
Conseguí el curro por medio de un amigo, que es jardinero en La Zarzaleja. “Tú tranquilo, que allí casi nunca hay nadie”, me dijo. Y es verdad. Esta es una urbanización de pijos, de esos con pulseras rojigualdas. Al principio me sorprendió que me contrataran, con mis pintas, y que no me hicieran demasiadas preguntas. Pero ahora comprendo que aquí están acostumbrados a los másteres de pega y también a pagar en sobres en B a peña que luego coge la pasta y calla como un perro. Supongo que eso es lo que esperan de mí. Que sea su perro.
La cuestión es que mi amigo tenía razón: este es un trabajo tranquilo. Excepto el día de los cayetanos, cuando los jóvenes de la urbanización organizaron una barbacoa, se pusieron hasta el flequillo de Jäggermeister con Red Bull y algunos de ellos acabaron defecando en la piscina (yo entonces les llamé la atención y ellos me dijeron que a ver quién me creía para decirles lo que podían hacer en SU piscina —y eso fue exactamente lo que, con otras palabras, vino a corroborar el administrador que me contrató; creo que fue entonces cuando decidí que por mí como si seguían bebiendo hasta reventar, hasta apurar las heces, nunca mejor dicho—); excepto aquella tarde, decía, las jornadas en La Zarzaleja transcurren tranquilas, sin sobresaltos.
Hay veces que incluso, quitando al diputado, no aparece nadie en todo el día. “Supongo que para todos estos pijos venir a la piscina común es como admitir que eres pijo pero no lo suficientemente pijo y que en tu chalet no tienes piscina propia”, me digo. Y así mato el tiempo, dándole vueltas al coco, pensando este tipo de chorradas, u otras, preguntándome, por ejemplo, qué podría aportar yo a la humanidad si me metieran en una máquina del tiempo y retrocediera cien, doscientos años, si sería capaz de explicar cómo funciona un avión, la tele…
Hasta que aparece él. El diputado. Suele venir todos los días a media tarde. Se tumba un rato, atiende algunas llamadas (“Sí, sí, adelante con la querella, por feminazi”), nada un poco, se tumba otro rato (“¿Qué ha dicho el Sherpa ese, que hay que bombardear pateras? Ja, ja, qué crack, mandadle un mensaje de apoyo”) y se va sin saludar, sin mirarme siquiera. Al principio, a mí me revolvía el estómago, pero ya he dejado de hacerle caso. Menos cuando entra a la piscina y nada, a lo perro, dejando la cabeza fuera, sofocado perdido. “¿Qué haría ahora si se ahoga, conseguiría sacarlo?”, me pregunto entonces.
Esta tarde ha pasado algo extraño. El diputado ha alterado sus rutinas. Después del chapuzón se ha tumbado en la toalla y entonces yo he aprovechado para ir al baño. Y cuando he regresado él ya no se encontraba allí. Solo su toalla. Tampoco estaba nadando, aunque en el agua se dibujaban varias ondas, como si alguien se acabara de zambullir. Pero pasaban los segundos y del fondo no emergía nadie. “¿Qué hago?”, me he preguntado, con el corazón en un puño. Supongo que un socorrista como dios manda, un socorrista de verdad, debería haberse acercado al borde de la piscina. Pero yo me he sentado en mi silla, desorientado, como un perro sin amo, y, para distraerme, he seguido pensando en mis cosas, en cómo funciona la cabeza de un pijo de La Zarzaleja, o si en uno de mis viajes en el tiempo sería capaz de componer “Imagine”, de patentar el chupachús, de matar a Hitler… Ese tipo de chorradas.