Felicitación navideña con animalitos
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para On, magazine de los periódicos de Grupo Noticias (02/01/2016)
El primer animal que tuvimos en casa fue la polla. Una gallina, vamos. Uno de aquellos pollitos pintados de colores que vendían en las fiestas de los pueblos mientras la gente tiraba el jersey a lo alto al compás de “Voló, voló” y a los que al cabo de unos días el culo comenzaba a pelárseles y se morían pero que a nosotros nos aguantó y se hizo grande y por eso y porque era chica la llamamos la polla. La polla olía fatal y tuvimos que fabricarle con cartones una especie de gallinero en el balcón. A veces le concedíamos el tercer grado y la metíamos en casa. En el pasillo levantábamos barricadas, como en las calles, solo que nosotros con Exin Castillos, y la polla saltaba por encima de ellos, y en el aire quedaban flotando algunas plumas, y nosotros nos reíamos mucho y estornudábamos, todo eso sin saber que lo que estábamos haciendo era entrenar a la polla para la gran evasión.
La polla intentó fugarse un día de reyes, saltando desde nuestro quinto piso, de balcón en balcón. La descubrimos cuando estaba en el tercero, yo creo que ya arrepentida, temblando sobre la barandilla. Conseguimos que volviera a casa tirándole a dar curruscos de pan duro que guardábamos en un saco para los perros de la huerta del abuelo. Y una vez que la hubimos rescatado mi madre dijo “La polla o yo”. Elegimos a mi madre y a la polla la llevamos a un gallinero que tenían mis tíos en el pueblo y en que los primeros once días la polla estuvo poniendo huevos como una campeona y al siguiente se la comió un perro (o eso nos contaron).
Luego vinieron aquellos ratones de ojos rojos. Nosotros queríamos un hámster, ya teníamos incluso preparada la jaula, con su ruedita y todo, pero mis tías dijeron que sus vecinos criaban “bichos de esos” y que si queríamos algunos y nosotros dijimos que sí y cuando fuimos a recogerlos los bichos de esos eran ratones de laboratorio, blancos y flacuchos y con los ojos rojos, y a pesar de todo nos los llevamos a casa, y en casa, claro, los ratones se escaparon de la jaula porque para ellos aquello no era una jaula sino una plaza con porches. Nunca supimos qué fue de aquellos ratones. Al principio, de vez en cuando, alguno aparecía desde detrás del armario, cuando estábamos viendo la tele, se ponía de pie, se frotaba las patitas y volvía corriendo a esconderse. Aquellos ratones o tenían muy mala leche o estaban locos, porque para mí que vivían dentro del televisor, y por eso este a veces se estropeaba, y para que volviera a funcionar había que levantarse y darle un zurriagazo y después olía a pelo quemado y así, electrocutados o escuchando los debates de La Clave, yo creo que fueron muriéndose todos aquellos ratones de ojos rojos.
Y después vinieron muchos más, el gato Pelusa (hasta que mi madre dijo “El gato o yo”, y como durante un rato estuvimos dudando mi madre tuvo que bajarlo en el bolso de la compra al barranco, al final del descampado que había debajo de casa), y la cotorra Tibisai (a la que resucité, tras recogerla de la basura cuando todos la daban ya por muerta, haciéndole el boca a boca una mañana que volvía de gaupasa—la pobre, claro, quedó con secuelas graves—), y cardelinas, periquitos, tamagochis, pero de ellos ya hablaré otro día, porque ahora se me acaba la página y solo me queda espacio para desearle a todos ustedes que tengan un feliz año. Un año que sea la polla.