JACUZZI INCLUIDO
Lo peor no era que me había quitado el bañador y lo había arrojado pizpiretamente a tres metros, lo peor era que me había dejado puesto el gorro del nadador, con la cabezahuevo que me hacía (en consonancia, por otra parte, con una situación tan chusca como aquella). Alrededor del jacuzzi, con los dedos de los pies aferrados como garras prensiles al borde del mismo, se había apostado un grupo de jubilados. Los turnos los daban en la recepción del hotel para cada media hora y ellos y ellas habían llegado cuando todavía faltaban veinte minutos.
—Estos chicos ya van a ir saliendo. Que les queda solo un ratico, ¿verdad, majos?
—¿Ya? Pero si parece que acabamos de entrar… —dije yo, que era la primera vez que sentía el gustirrinín de una fila de burbujas masajeándome el perineo, hasta hacerme perder la noción del tiempo.
—Es que ACABAMOS de entrar —aclaró mi hijo, mirando su reloj, que le habíamos comprado el día anterior en los puestos de los jipis del paseo marítimo.
—¿A que al final no es water resistant? —dijo mi mujer, saliendo del agua grácilmente, como una lamia, con sus pies de pato y todo, y acercándose en aquaplaning hasta la silla en que había dejado el móvil—. Ah, pues sí, aún nos queda más de un cuarto de hora —dijo bien alto, cuando comprobó la hora, y después volvió a entrar al jacuzzi, encontrando un mínimo resquicio entre la muralla de carne humana que los jubilados habían levantado alrededor de él.
—Mierda —musité yo, pensando que había perdido una oportunidad de oro para recuperar mi bañador.
Los jubilados por su parte, torcieron el morro y volvieron a la carga apenas un minuto después.
—¿Cuánto queda? —simulaban hablar entre ellos, aunque en realidad se dirigieran a nosotros.
—Nada, chica, nada, que ya nos toca, además parece que la niña se ha quedado dormidica—señalaron a mi hija, quien en realidad había cerrado los ojos aterrorizada, recordando la okupación violenta, la noche anterior, por parte de aquel grupo de la minidiscoteca, al compás de Coyote Dax.
Yo también estaba algo asustado, sentía la presión de sus miradas haciéndonos aguadillas y la de las burbujas en el escroto, que comenzaba a ser algo ya molesta, además de preguntarme cómo demonios iba a salir del jacuzzi. Aquello, en definitiva, distaba mucho de ser un videoclip de rap, como yo me lo había imaginado.
—Igual vamos saliendo —propuse.
—Hasta en punto aquí clavados como estacas —ordenó mi mujer, con su voz de sirena.
—¿Estos señores y señoras también son jubilatas, como los que se cuelan en el bufet? —preguntó el niño, emergiendo entre la espuma cuando ya le faltaba el aire, es decir a pleno pulmón.
Y así, prietas las filas y los morros, aguantamos tanto unos como otros, hasta la hora convenida. Bueno, yo todavía permanecí un minuto más, cuando, tras un despiste mientras me desencasquetaba el gorro, me di cuenta de que mis hijos y mi mujer caminaban ya en dirección al vestuario.
—Que sea lo que dios quiera — me dije, y con la entrepierna cubierta con las manos y el culo escurrido y peludo al aire, salí del jacuzzi.
—Bueno, igual mejor vamos a la clase esa de zumba ¿no? —fue lo último que oí a mis espaldas, antes de agacharme, con los huevos colganderos, a recoger el bañador.
Colaboración para «Rubio de bote», en el suplemento semanal ON de lo diarios del Grupo Noticias.