Veranos azules
La digestión era sagrada. Cuestión de vida o muerte. De tres a cinco de la tarde la piscina era un cristal limpio y transparente y si alguien osaba zambullirse en ella lo rompía con estrépito en mil pedazos, como quien quebraba una norma no escrita, o ensuciaba un mandamiento.
Había que “hacer la digestión”. Durante las dos horas en las que, para desesperación de nuestros padres, el estómago nos dictaba cada cinco minutos un “¿Cuánto falta?”, corríamos peligro de muerte, si nos acercábamos al agua. El agua en realidad no era agua, sino una balsa de aceite hirviendo. Y del cielo caía también fuego. La vida transcurría detenida a la sombra de los árboles o de las sombrillas, entre cabezadas y bostezos. Había que aburrirse. Aburrirse era obligatorio, para inventar, para después volver a jugar, para dejar de aburrirse. Los niños de hoy, por el contrario, creo que no se aburren, no saben o no los dejamos aburrirse, siempre tienen una tablet a mano, una consola, una extraescolar, un campamento… A los niños de hoy les falta tiempo para digerir tanto estímulo.
A nosotros, mientras nos aburríamos, las hormigas que se subían a nuestra toalla o al Don Miki se nos convertían en animales fantásticos, o en bombarderos las moscas que zumbaban en nuestras orejas, mientras tratábamos de echar una siesta que no necesitábamos. ¿Cuánto falta? A veces, abandonábamos las sombras y dejábamos que el sol nos escribiera sobre la piel a tiras lunares y melanomas en diferido. Nos sentábamos en el borde de la piscina y mirábamos nostálgicos su fondo, como el horizonte de un país lejano o de una época perdida. El fondo de la piscina olímpica era un mosaico romano, una Atlántida en la que se posaban monedas de duro o fichas del guardarropa. Otras veces, íbamos al baño y después nos duchábamos para disimular la última gota delatora en el bañador, que se expandía como un estigma.
—Aitor Menta, acuda por favor al teléfono —rompía la calma chicha por megafonía el portero, a quien se la habían vuelto a colar, y todos los niños aburridos estallábamos en una carcajada a coro.
Junto al río había una vieja cama elástica y yo recuerdo que algunas tardes me sentaba en una esquina de la lona, esperando mi turno, y que cuando llegaba lo dejaba pasar, porque en el bañador speedo se me había desperezado una erección confusa, mientras veía saltar a la niña que me gustaba y miraba, como quien miraba a un ángel bajando del cielo, sus pezones incipientes, como pequeños ratones que me roían el corazón.
Eran aquellos veranos interminables que se pasaban en un suspiro. Veranos en los que moríamos con el sol ensangrentado todas las noches y cada mañana un sol con forma de galleta María y una piscina de colacao nos devolvían a la vida. Si la patria del hombre, como dijo el poeta, es su infancia, el verano debe de ser su capital. Eran aquellos veranos azules. Bicicletas BH. Barbos y madrillas pescadas con aparejo. Chipi-chapas. Frigodedos y Dráculas. Capitán Cola y El Gran Héroe Americano. Verdad o atrevimiento. Aceite y vinagre juntos pero no revueltos en un táper. La vida convertida en una digestión lenta y nutritiva. ¿Cuánto falta?
Colaboración para el suplemento semanal ON de los diarios de Grupo Noticias