CONTRA EL RELOJ (Rubio de Bote)
Me estoy quitando, pero todavía me lo pongo de vez en cuando. Desde hace diez años, la edad de mi hijo mayor, soy un hombre enganchado a un bolso. Dentro de él se pueden encontrar toallitas, tiritas, corazones envueltos en papel de plata, bolsas de gusanitos a medias o algún libro con el que resucitar los ratos muertos entre clases de judo y de euskal dantza. Depende del grosor del libro y de la climatología el hombro se resiente, el músculo grita, se rebela contra la niebla y contra Miguel Sánchez-Ostiz. Me estoy haciendo mayor, se aproxima el fatídico día de la rendición en que me pondré a hacer deporte o a comer sano. Pero de momento, voy retrasándolo con recursos tramposos, como dejar en casa el bolso. Los niños, entonces, no me suelen reconocer o justo ese día se abren la cabeza o han tenido algún taller de manualidades y no sé donde dejar los dibujos hechos con pennes (con macarrones de tubo, quiero decir, lo mismo que antes me refería a los corazones de las manzanas, no sean malpensados).
Me estoy haciendo mayor yo y se están haciendo mayores mis hijos. Me aterra pensar que de repente llegará algún día en que mi hijo no estará tirado en el suelo, con sus muñequitos estratégicamente desparramados por todo el cuarto de estar (“Es que es un juego de muchos días”, dice él cuando toca recogerlos), haciendo voces, convirtiendo un rugido en su garganta en el de toda una multitud que lo aclama, a él o a sus superhéroes, después de salvar el mundo. Me encanta verlo así. Me recuerda a mí mismo, de pequeño, antes de que el mundo fuera un lugar insalvable en el que en todo momento hay algo más importante que hacer que jugar, un lugar en el que siempre hay que ir con carnet de identidad y con bolsos y con relojes y con mallas para correr contra los relojes…
Y me acuerdo que yo también solía jugar con muñequitos, con madelmanes (tenía el policía montado de Canadá, por el que hoy los coleccionistas pagan un dineral) o Big-Jims (había uno al que cuando levantaba el brazo derecho la cabeza le giraba y el rostro se le tornaba verde, iracundo, pleno de odio). Otras veces, colocaba en sentido horizontal una percha de la ropa entre las juntas de los armarios y con una pelota de tenis jugaba a baloncesto. Yo era el mejor base del mundo, daba asistencias inverosímiles a mis compañeros invisibles. Estaba Mon-Man, el hombre montaña, un chino de dos metros cincuenta que machacaba sin saltar; o Felipe Formosa, un alero dominicano bailarín y tirador, que siempre colocaba los pies apuntando a la canasta y no fallaba nunca los lanzamientos, pero al que no le gustaba defender. Ganábamos siempre. Después del partido, le pintaba con boli una cara a la pelota, la colaba delante de mí y daba unas ruedas de prensa delirantes. “¡Ehhhh!”, rugía la multitud dentro de mi garganta. Yo solo tenía que abrir la boca y respirar fuerte.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ha llovido mucho y Miguel Sánchez-Ostiz ha publicado, afortunadamente, muchos libros. Yo ahora soy un hombre con carnet de identidad y con bolso. A veces, sin embargo, meto la mano dentro de él y todavía me encuentro algún Pokemon decapitado, algún muñequito con la pintura descascarillada, pero con los superpoderes para salvar el mundo intactos. Quizás deba seguir enganchado a mi bolso tanto tiempo como pueda.
Patxi Irurzun
Publicado en el magazine ON de los diarios de Grupo Noticias (17-01.2015)
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