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“La extrema derecha supo reciclarse e introducirse en los aparatos del Estado”

May 1, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Jacobo Rivero (@JkbRivero) / Twitter

Jacobo Rivero, autor de “Dicen que ha muerto Garibaldi”

El escritor, periodista y documentalista madrileño denuncia en su primera novela alguno de los tentáculos de la extrema derecha, en una obra a caballo entre la ficción y el documentalismo. En ella narra el asesinato de un aficionado de la Demencia, la hinchada de Estudiantes, a través de una investigación que nos lleva desde finales de los 70 a la actualidad. Dicen que ha muerto Garibaldi se presenta el jueves 4 de mayo en Donostia (restaurante Garraxi, Egia, 19:00h) y el 6 de mayo en Agurain (Zabalarte Etxea, 12:30h)

Patxi Irurzun. GARA/NAIZ

¿Se puede decir que en esta novela ha fusionado sus dos grandes pasiones: el baloncesto y el activismo social?

En cierta manera sí, es un libro muy autobiográfico porque la acción discurre alrededor del asesinato de un ex alumno del Ramiro de Maeztu que es aficionado del Estudiantes. Cuenta un periodo de tiempo que compartí. Y también tiene una parte importante de denuncia política, así que sí, he fusionado, como dices, dos de mis pasiones.

¿De dónde parte la idea de “Dicen que ha muerto Garibaldi”, se le ocurre a partir de esos nuevos “Episodios nacionales” que está publicando la editorial Lengua de trapo o ya la tenía en mente?

Tenía la idea desde un viaje que hice en 2012 a Estambul. Allí se me encendió la lucecita. Luego pensé que el formato “episodios nacionales” era una buena forma de contar los últimos cuarenta años, desde la Transición hasta ahora, alrededor de una trama criminal. También tenía algunas entrevistas y fue después de terminar Bulbancha, mi anterior libro sobre la música de Nueva Orleans, que me pareció que había llegado el momento de pasar a la novela.

Por contextualizar un poco la trama de la novela, ¿dónde se sitúa, con qué acontecimientos históricos se relaciona?

Está situada en Madrid. Tiene que ver con los atentados de la extrema derecha a finales de la década de 1970, la evolución de esa gente en tramas posteriores de corrupción urbanística –como el incendio del Palacio de Deportes en 2001− y su vinculación también con redes internacionales dedicadas a la extorsión y la violencia contra activistas sociales.

Dicen que ha muerto Garibaldi” es una obra de ficción, pero también se cruzan personajes y acontecimientos reales, podría ser en ese sentido una novela histórica, a la vez es una novela negra… ¿Cómo ha mezclado ese cóctel?

Hay mucho trabajo de documentación. Muchos de los acontecimientos que se cuentan son reales, también todo lo que tiene que ver con la información de archivos que se incorpora a la investigación. Mezclarlo con una trama de ficción ha sido un reto.

Efectivamente la novela da la impresión de estar exhaustivamente documentada, incluso el tono a veces parece remitir a eso, una especie de dossier o de informe periodístico o policial aunque a la vez mantiene un ritmo narrativo muy ágil- . ¿Cómo ha sido ese trabajo de investigación?

Ha sido fascinante, por un lado desde una mirada periodística pero también con un trabajo de encaje muy artesanal. Trabajé con diferentes carpetas de información que quería unir y que resultasen coherentes y entretenidas para el lector. Por eso digo que es una novela policíaca y a la vez un libro documental. He tirado mucho de archivo propio, de búsqueda en hemerotecas, y de entrevistas con personajes reales. Algunos aparecen con su verdadero nombre y otros no.

Uno de los personajes principales del libro es colectivo, la Demencia, la afición de Estudiantes, que usted conoce bien. Llama la atención cómo dentro de la misma hay diferentes ideologías políticas. Es casi un reflejo de la sociedad o de aquella época, la transición…

Es más de aquella época, actualmente la Demencia tiene un cuerpo y una idiosincrasia más claramente de izquierdas que en aquellos tiempos. En el momento que se cuenta aquello era un batiburrillo bastante curioso, aunque siempre prevaleció un espíritu muy ácrata. El libro también quiere hablar de un Madrid donde ocurrían muchas movidas, no solo lo que se ha llamado la “Movida oficial”, sino otras que pasaban a pie de calle o instituto.

¿En qué ha quedado todo aquel carácter transgresor de la Demencia?

Creo que sigue siendo una hinchada bastante ocurrente y que pone más en valor la diversión que el resultado. Creo que la Demencia ha envejecido bien.

No hemos hablado todavía de uno de los temas de fondo de la novela, la permanencia o la infiltración del franquismo en muchos sectores de la sociedad. ¿Su intención era denunciar o alertar sobre todos esos tentáculos de la ultraderecha?

Totalmente. La extrema derecha supo reciclarse e introducirse en los aparatos del Estado. Ese ocultismo de años ahora ha salido a flote en los últimos tiempos y hay ejemplos a diario. Denunciarlo me parece casi una obligación como periodista y escritor.

¿Cómo se ha sentido en este formato, a caballo entre la ficción y lo documental?¿Le interesa o le ve posibilidades para seguir indagando o desvelando algunas miserias de la historia reciente del estado español?

Mi idea es seguir rascando en este formato. No a corto plazo porque ando con dos proyectos muy diferentes pero sí a medio. Me he sentido muy cómodo y me he divertido mucho escribiendo este libro. Quiero reivindicar muchas historias olvidadas y complejas a través de la ficción y la novela. Este es el primer paso, pero habrá más.

El futuro ya está aquí

May 1, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments


Publicado en magazine ON, suplemento semanal de diarios Grupo Noticias (15/04/23)

En el año 2000, cuando fuéramos viejos de treinta años, iríamos a trabajar en coches voladores y comeríamos ajoarriero en pilulas y el milenio traería, como advertían Miguel Ríos y Aldous Huxley, “un mundo feliz, un lugar de terror, simplemente no habrá vida en el planeta”.

Era, y es, una de las profecías clásicas de la ciencia ficción: el apocalipsis, un fin del mundo agónico e inevitable provocado por un chispazo nuclear o por un exterminio de la raza del mono a manos de androides o de inteligencias artificiales que superan las de sus creadores y se rebelan ante ellos.

Pues bien, para algunos el futuro ya está aquí y, aunque de momento esas inteligencias artificiales solo hacen cosas inofensivas e incluso divertidas, como convertir al papa en una estrella del trap maqueándolo con un plumas blanco, en breve veremos cómo son capaces también de recrear nuestras voces, nuestros físicos, nuestros gestos y movimientos, de fabricar replicantes que pueden acabar actuando al margen de nuestra voluntad y en contra de nuestros principios y los de la civilización, de alterar, en fin, el curso de los acontecimientos o de hacer indistinguible lo virtual de lo real −a veces parece, incluso, que ya estamos en esa pantalla, y que sujetos como Josep Borrell, Vladimir Putin o los presentadores de Masterchef solo pueden ser avatares de un videojuego en el que quien disputa la partida es un chimpancé−.

En el mundo del arte y la cultura existe una especial inquietud ante esta revuelta de las máquinas. ¿Cómo seremos capaces de distinguir un cuadro hiperrealista de Antonio López de otro creado por una IA, una inteligencia artificial? ¿Cuánto tardaremos en leer la primera novela escrita por un robot? ¿Hay ya una factoría que crea músicos en serie y que se llaman todos Pablo?…

Personalmente me pongo en modo pitosino y vaticino que, por el contrario, las inteligencias artificiales pueden suponer un acicate para los creadores y una nueva edad de oro de la cultura, obligada por una parte a poner esas herramientas a su servicio (el abrigo del papa, después de todo, no lo creó una máquina, sino alguien que le pidió a esa máquina que lo creara) y por otra a competir con esas IA. Es decir, los artistas tendrán que esforzarse más para conseguir obras en las que su voz propia sea singular y reconocible, obras originales, inimitables, incluso con imperfecciones que las hagan humanas, irreplicables por un patrón o un algoritmo. En realidad, ya existen cientos de películas, canciones, libros creados industrialmente, a partir de fórmulas mágicas, que acaban convirtiéndose en productos destalentados y previsibles cuya única función parece ser la de favorecer la siesta de quien las consume. Por ejemplo, los telefilms de sobremesa de domingo. ¿Existe algo peor que comenzar a ver una película y saber desde el principio qué va a pasar −chico conoce a chica, pertenecen a mundos distintos, se repelen, es decir, acabarán juntos−?

Un artista con talento y con un mundo y una voz propios no tiene por qué temer, pues, a la máquina, del mismo modo que a un maestro por vocación no debería preocuparle que sus alumnos hagan trabajos con ChatGPT, pues conoce las capacidades de cada uno de ellos y puede distinguir quién ha copiado y quién no o en qué ha beneficiado o ha perjudicado a cada cual hacerlo.

Todo ello expresado desde mi absoluto desconocimiento de la tecnología y sus límites, pues igual resulta que me equivoco y la inteligencia artificial también es capaz de sustituirme a mí y este artículo que ustedes están leyendo también podría haberlo escrito un androide.

EL ANTIBAR

May 1, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en magazine ON, suplemento semanal de diarios Grupo Noticias (01/04/23)

Hace unos días estuve en el antibar. A la puerta del mismo había un gorila, lo cual ya daba alguna pista, pero como en vez de repartir soplamocos iba entregando a cada persona que entraba unos auriculares, nos pudo la curiosidad. Una vez dentro del garito, observamos que los auriculares desprendían luces de diferentes colores −amarillo, verde y azul− y no tardamos en caer en la cuenta de que cada una de estas dependía de la música que escuchabas a través de esos auriculares, la cual tú mismo podías seleccionar manipulando un botón. En el amarillo, rock, en el azul, electrónica, y en el verde, reguetón.

En principio, parecía una buena idea, así cada cual podía escuchar su música preferida o incluso enviar señales a los demás sobre sus gustos, si lo que pretendía era hacer amigos o incluso follamigos. También resultaba bastante divertido ver a los diferentes grupos y descubrir la heterogeneidad de los mismos, pues en la misma cuadrilla podías encontrarte con alguien rascando en el aire una guitarra imaginaria junto a otro que perreaba y al lado de los anteriores a uno más haciendo el robocito.

El problema era cuando querías decirle algo a alguno de tus acompañantes, porque tenías que quitarte los auriculares, y entonces descubrías varias cosas: que la mayoría de la gente canta fatal; que el rock es imbatible frente a otros estilos cuando se trata de corear las canciones; y, lo más inquietante de todo, que en realidad ¡nadie hablaba con los demás! (más allá de un “Ahora vuelvo, que me estoy meando viva”).

De acuerdo, todos hemos estado en bares en los que la música estaba alta o a los que hemos entrado precisamente por la música, a escucharla o bailarla, en lugar de a hablar de Dostoievski, pero también es cierto que a la mañana siguiente nos hemos levantado afónicos porque hemos tenido que gritar, sobreponer nuestra voz a la de King África o la de Evaristo, incapaces de refrenar la necesidad de comunicarnos; o que incluso cuando solo hemos bailado, la música era una comunión, algo que compartías con el resto, te gustara más o menos, creyeras más o menos en ella, te sintieras excomulgado si lo que sonaba te horripilaba, porque también podías mostrar tu disconformidad, tu falta de fe, boicoteando la canción, apoyándote en la barra o convirtiendo tu manera de mover el esqueleto en una chirigota, en una danza de la muerte que ridiculizaba esa música. Lo importante, en realidad, lo que había que respetar, no era la música, sino el bar, el bar como institución social, como espacio de encuentro, incluso como patria o ideología común…

En el antibar, por el contrario, la música, los auriculares, se convertían en la negación de buena parte de todo eso, en otro tentáculo más de la hidra del individualismo propio de esta sociedad tecnológica en la que vivimos y en la que las redes solo sirven para atraparnos y aislarnos del resto, no vaya a ser que nos juntemos y se nos ocurra algo. ¡Hala, cómo se pone! Bueno, sí, en realidad supongo que quien entra a ese local lo hace, como lo hicimos nosotros, de manera puntual, por curiosidad o como experiencia zoológica; o que, en realidad, los dueños del local ofrecen ese servicio para reducir decibelios o sortear alguna normativa municipal.

En realidad, si cuento todo esto es porque el otro día escuché en la radio que el año que viene el bono cultural para jóvenes incluirá también los espectáculos taurinos. Es decir, la tortura animal convertida en cultura y como incentivo para despertar entre la chavalería los aspectos más creativos y sensibles de su personalidad. ¡Toma antibar! Va más allá, de hecho, que el antibar: es como si en este añadieran otro color a los auriculares −rojo sangre, por ejemplo− e incluyeran un canal en el que se pudieran escuchar canciones de José Manuel Soto. ¡La anticultura!

El mundo, en fin, se va a la mierda.

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