CEBOS
“Las aguas procelosas de ese oceáno infinito que es internet están sembradas de cebos para pececitos de colores”. Esa era la frase, algo pomposa, a la que iba dando vueltas para abrir este artículo, cuando me he cruzado con una vecina. Nos hemos saludado al mismo tiempo. Pero ella ha dicho “Hola” y yo he contestado “Hasta luego”. Y lo que pretendía ser una muestra de cordialidad se ha convertido en algo incómodo.
Navegando por la red a menudo sucede algo parecido, uno no sabe si está yendo o está viniendo, si la deriva que toma le conducirá hasta una isla del tesoro o caerá en las profundidades abisales, en esa deep web poblada por torturadores de gatitos, clubs de fans de Hitler o de Díaz Ayuso o sicarios con ofertas de lo más tentadoras para romperles las piernas a todos los anteriores y a otros monstruos marinos. Pilotar por internet, en definitiva, se ha convertido en una actividad de alto riesgo. Detrás de cada ventana emergente, de cada decisión para gestionar las cookies, acecha un navajero cibernético.
Afortunadamente, en la mayoría de los casos los monstruos marinos suelen ser fosforescentes y su comportamiento y sus intenciones resultan tan previsibles y tan torpes que inspiran una mezcla de comicidad y ternura. Es lo que me sucede con esas noticias con titulares a medio camino entre el morbo y el misterio, las cuales suelen venir acompañadas de una foto sobre la que se arroja una sospecha. Por ejemplo: “No sabía que estaba durmiendo con su enemigo hasta que vio esta foto”, y la foto en cuestión suele ser un retrato familiar cuyo significado o amenaza no acabas de comprender o te hace pensar que sufres algún déficit visual o cognitivo. Es el cebo, claro. Tu curiosidad se despereza y empiezas a leer: “Lola Flowers nació en un pequeño pueblo de Wisconsin”. Y a continuación te cuentan cómo era ese pueblo, qué marca de potitos tomaba Lola cuando era pequeña, qué asesinos en serie famosos nacieron en los alrededores. Esto último es importante, los detalles pueden ser soporíferos, pero siempre hay que deslizar entre ellos algo inquietante que te obligue a pulsar en la casilla que te llevará a la siguiente pantalla. Y es entonces cuando la cosa se complica, y a la vez cobra sentido, porque para avanzar hay diferentes iconos y es fácil equivocarse e ir a parar al que no corresponde, de modo que, en lugar de en el segundo capítulo de las peripecias de Lola Flowers, desembocas en una página que publicita un método infalible para hacerse millonario (pese a lo cual quienes te lo venden siguen trabajando). La historia se repite en las doscientas cincuenta y seis páginas siguientes, en las que la historia de Lola discurre a velocidad de tortuga, mientras tú te sientes como el malo de las pelis cuando telefonea a la comisaría y los polis intentan retenerlo con preguntas bobas para localizar su llamada.
Es, en fin, todo mi cutre, pero al menos hay que reconocer el talento de la persona que escribe esos hilos interminables y aburridísimos, por ejemplo cuando al final de la historia, consciente de que solo algunos frikis como yo llegamos hasta ese punto, se permite cerrarla con un punto de humor o de incoherencia, revelando que si Lola se acostaba con su enemigo era solo porque su marido sufría de aerofagia (y por eso se apretaba la tripa en la foto). Y ya está. O no, tal vez a esta historia le falte un cierre más contundente. No lo sé. Soy un mar de dudas. “Hola”, he saludado, de hecho, a la vecina cuando me la he vuelto a encontrar. Y ella me ha contestado: “Hasta luego”.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para Magazine On (diarios Grupo Noticias), 26/11/22