PUBLICADO EN MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 06/08/22
No sé si el nombre artístico de Rigoberta Bandini, la vencedora moral de la preselección para
Eurovisión, debe algo al alter ego del escritor estadounidense John Fante, autor de la memorable saga
protagonizada por Arturo Bandini y
compuesta por las novelas Espera a la
primavera, Bandini (1938), Pregúntale al polvo (1939), Sueños de Bunker
Hill (1982) y Camino de Los Ángeles
(1985), y a la que podría sumarse La
hermandad de la uva (1977) si el escritor no hubiera cambiado el nombre a
sus protagonistas, aunque estos podrían ser perfectamente Arturo y su padre,
Svevo Bandini.
Imagino que sí, que lo de Rigoberta es un homenaje, puesto
que este escritor que en ocasiones ha sido calificado, no sé si con mucho tino,
como padre o abuelo del realismo sucio, tiene una cofradía de rendidos
admiradores que lo convierten en eso que se llama un escritor de culto (un
término confuso, porque hay cultos casi
secretos y otros que tienen millones de fieles). No es, en todo caso, la
cantante catalana la única artista que rinde tributo con su alias a los libros
de Fante, algo más cerca tenemos también a Xabi
Bandini, del grupo navarro de rock Kerobia.
¿Brillan
las estrellas bajo tierra? Aunque
el primer fan y quien consiguió rescatar del olvido a Fante, tal y como
señalábamos en la pasada entrega de este club de lectura, fue Charles Bukowski, que prologó la
reedición en 1980 de una de sus dos mejores novelas —junto a esta que
comentamos hoy—: Pregúntale al polvo. Bukowski
se había convertido por entonces en una rutilante estrella de la literatura underground (si es que eso es posible: ¿brillan las
estrellas bajo tierra?) y todo cuanto tocaban sus dedos, ya fuera poesía,
relatos o prólogos se transformaba en mandanga de la buena.
Esto es lo que escribe el viejo Buk sobre John Fante: “Las
líneas se encadenaban con soltura a lo
largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia
(…). La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se
había esculpido algo. He ahí, por fin, un hombre que no se asustaba de los
sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez
soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como
imprevisto”.
Una historia de macarronis Esas palabras pueden aplicarse de la misma manera a la novela inmediatamente anterior de Fante, Espera a la primavera, Bandini. En ella se nos narran las vicisitudes de una humilde familia italo-norteamericana (macarronis, como se refiere a ellos el autor, que puede hacerlo porque él también es de origen italiano) durante los años de la depresión y en el espacio temporal concreto de un invierno de nieves perpetuas en Colorado, que impiden a Svevo, el padre, trabajar como albañil. A lo largo de las deliciosas —que no ñoñas, están en realidad muy lejos de ser ñoñas— páginas de la novela seguiremos los pasos a los diferentes miembros de la familia, en particular a Svevo y a Arturo, su hijo mayor, un muchacho preadolescente fantasioso y enamoradizo, atormentado unas veces por la religión católica y otras consciente de lo ridículo de algunos aspectos de la misma (cada vez que se confiesa Arturo se quita de encima setenta u ochenta pecados mortales: blasfema constantemente, tiene pensamientos sucios con las chicas, se pelea con sus hermanos, deshonra a menudo a sus padres, a los que odia y culpa por su pobreza e incluso por su origen… Y todo ello porque puede hacerlo, porque puede conmutar esas penas de muerte por dos padrenuestros y un avemaría una vez que el cura borre con su absolución el historial delictivo, como si fuera un palimpsesto).
Svevo, por su parte, el padre, es un albañil borrachín y
jugador, asustado por sus responsabilidades familiares y por sus propios
sentimientos, los cuales como buen macho italiano debe reprimir (a pesar de lo
cual en la novela, tal y como señala Kiko
Amat en el prólogo para la compilación de la saga que editó en 2016 Anagrama,
los personajes masculinos de Fante lloran mucho, de manera inusual para la
época). Un hombre, Svevo, derrotado por la vida que se ve repentinamente
deslumbrado por las atenciones de todo tipo que le dedica una viuda ricachona,
a cuya mansión él acude a repararle la chimenea.
Dinero
quemado Pero
están también los hermanos de Arturo, el pequeño Federico y el santurrón
August. Y, por supuesto, María, la madre de la familia, la mujer sufriente y
rota que sin embargo es la que saca fuerzas de flaqueza para plantarse en la
tienda en la que los Bandini acumulan deudas desde hace tiempo o para arañar
los ojos a su marido cuando este le es infiel con la viuda Hildegarde, en una
traición que no solo lo es a su matrimonio sino también a su propia dignidad y a
su clase social (María reaccionará arrojando los billetes que Svevo lleva a casa
al fogón de la cocina).
Espera a la primavera, Bandini utiliza un narrador en tercera persona, pero en las otras novelas de la saga será el pequeño Arturo quien alce el vuelo y narre sus andanzas y sueños de convertirse en escritor en la soleada California, mientras malvive en pensiones de mala muerte, algo que nos recuerda inevitablemente el universo bukowskiano y por lo que se le ha comparado a menudo con él o se le ha colgado esa etiqueta de abuelo o padre del realismo sucio. Bukowski es desde luego deudor de Fante, pero este último arma a sus personajes con una compasión de la que carece el primero. Fante, además, no necesita recurrir a la fanfarronería, a la sobreactuación (con Bukowski el lector debe asumir que el alter ego del autor, Henry Chinaski, es un personaje, casi una caricatura, mientras que Fante consigue que veamos a los suyos como personas de carne y hueso), por no hablar del estilo del escritor macarroni, en el que incluso las palabras malsonantes y las blasfemias están escritas con elegancia, se emplean cuando corresponden, no buscan epatar, o en el que el humor, la ternura y la poesía laten siempre como un corazón bajo la tinta.
De
estas otras novelas de la saga es sin duda Pregúntale
al polvo la que habría que leer obligatoriamente. Sueños de Bunker Hill, por su parte,fue dictada por un Fante ya octogenario y ciego a su mujer; Camino de Los Ángeles se publicó de
manera póstuma; y ambas, en realidad, están algo alejadas de la brillantez de los
otras dos obras protagonizadas por Arturo Bandini que hemos comentado aquí. Fante, de hecho, no conoció en vida el éxito
como novelista (al contrario que su hijo, Dan Fante, tras una azarosa vida, eso sí),
aunque sí fue un reconocido y bien pagado guionista de Hollywood, donde trabajó
en películas como La gata
negra (Walk on the wild side), la adaptación de
la novela de Nelson
Algren.
Fante y
Tarzán Por
lo demás, Pregúntale al polvo fue
llevada al cine en una película de 2006 titulada Pregúntale al viento (el inexplicable cambio en el título ya
vaticinaba que se trataba de una adaptación fallida), con Salma Hayek y Colin Farrell
como protagonistas; y Espera a la
primavera, Bandini, tuvo también su versión cinematográfica en un film de
1989 en el que Ornella Muti se pone
en la piel de María, Joe Mantegna en
la de Svevo y Faye Dunaway en la de
la viuda Hildegarde.
John Fante moriría en 1983, tras agonizar en un hospital de California al que Bukowski acudió en alguna ocasión a visitarle y rendirle tributo y en cuyos pasillos se escuchaban los alaridos que el actor y campeón olímpico de natación Johnny Weissmüller, ya moribundo, profería creyéndose Tarzán, a quien tantas veces había interpretado en el cine. Una mezcla de realidad y ficción, de confusión entre el personaje y la realidad, que podría haber sido perfectamente un relato de Bukowski o de su maestro John Fante.
La primera edición de Panza
de burro se acabó de imprimir a finales de marzo de 2020, en pleno
confinamiento, jucujucu, y desde entonces he leído ya tres veces la historia de
estas dos niñas canarias, Isora y shit, que, como un virus, como una pandemia,
como una tos de perro persistente, jucujucuju, no puedo parar de intentar contagiar
a otros lectores.
Andrea Abreu, su autora, nació en 1995 y Panza de burro es su primera novela. Se trata del libro de la autora o autor más joven y más cercano en el tiempo que hemos recomendado desde este club de lectura (de hecho, creo que es el único libro escrito por alguien vivo que hayamos recomendado hasta el momento*), pero estoy convencido de que acabará convirtiéndose en una obra de referencia dentro de los manuales de literatura española (lo que no sé es bajo qué epígrafe: ¿literatura millennial?).
Literatura millennial canaria Así es al menos como la califica la propia editora de la obra, Sabina Urraca, en el prólogo a la misma, aunque ella añade ese otro adjetivo, canaria, que es algo más que un sello de procedencia. El éxito de Panza de burro tiene doble mérito si a la juventud de su autora sumamos que es una obra escrita desde y sobre la periferia —Canarias, en este caso— en un sistema literario que acostumbra a mirar por encima del hombro y despreciar como local —o de provincias, como se decía antes— todo cuanto no esté escrito o publicado desde o sobre o con la mirada de Madrid o Barcelona. Una novela que transcurra en Cuenca, en Abadiño (a no ser que sea una réplica de Patria), o en Pontevedra será una novela local, mientras que si la misma historia se ubica en aquellos ombligos literarios será una novela que se eleva desde lo local a lo universal.
En el caso de Panza de
burro, además,estamos hablando
de la periferia de la periferia, o mejor dicho, de la periferia de la periferia
de la periferia, puesto que el escenario de la obra son los barrios altos, que
en este caso son los barrios bajos, de Canarias, aquellos desde donde quienes
los habitan solo descienden a las islas soleadas y afortunadas para limpiar los
hoteles y los pisos turísticos, y en donde la playa y el mar son paraísos
inaccesibles a los que para llegar hay que superar varias pantallas de la “guenboi”
en las que se emboscan perros callejeros y volcanes como gigantes dormidos,
todo ello bajo un cielo que aplasta las cabezas y los corazones.
El título de la novela, Panza
de burro, se refiere precisamente a ese cielo gris y plomizo que cada día pueden
rascar con sus dedos las dos preadolescentes, Isora y shit, que protagonizan la
novela y que viven allí, en lo alto de la isla, bajo la presencia dominante del
“vulcán”, criadas por las abuelas, o por su propia cuenta, en calles asalvajadas
y empinadas como la vida misma.
Novela
de iniciación Panza de
burro es una novela de iniciación, en la que ambas protagonistas olisquean
con curiosidad la roña que deja entre las uñas de esos dedos los
descubrimientos más tempranos de la amistad, el sexo o, en última instancia, la
muerte. Las dos niñas viven una relación de dependencia, de dominación (shit,
con minúsculas, es como Isora llama en todo momento a su amiga), en ese límite,
ese agujero negro, esa transición entre la niñez y la vida adulta en donde
ellas juegan con las muñecas barbies a criticar a las vecinas o a frotarse los “pepes”
—así, pepe, es como se nombra al órgano
sexual— o se topan con fotopollas en el “mesenyer” durante las clases de
informática.
“Estregarse” el pepe, la escatología, hurgar en los agujeros prohibidos… son referencias recurrentes en la novela, que se hacen sin pudor, de manera natural, porque eso, descubrir el propio cuerpo, sus olores, sus latidos, sus cambios, es lo normal cuando se tienen once años, algo que, sin embargo, parece desterrado a menudo de las novelas protagonizadas por personajes de esa edad, sobre todo femeninos, y no digamos ya de la literatura juvenil y ultrapolíticamente correcta.
Sin pudor también se utiliza el léxico propio de Canarias. Sin pudor y sin glosario, como la editora Sabina Urraca aclara en el prólogo. Decisión que, a la postre, resulta un acierto, pues del mismo modo que cuando conversamos con alguien que maneja otro acento, otro vocabulario, no lo interrumpimos para buscar en un diccionario todo aquello que desconocemos, sino que lo asimilamos y nos acostumbramos poco a poco a su habla (o como sucede en una novela como La naranja mecánica, de Anthony Burgess, en la que acabamos haciendo propia la jerga de los “drugos” que la protagonizan), del mismo modo acabamos aprendiendo en Panza de burro un “fisquito” del habla canaria, o en realidad del habla propia de los barrios bajos-altos de las islas o en realidad del habla o idiolecto de Isora y shit.
Editora por un libro El proceso de edición de esta obra, al que Urraca alude en el susodicho prólogo, es también reseñable y determinante en el éxito de esta novela. Panza de burro se publicó en la editorial Barrett dentro del proyecto “Editor/a por un libro”, en el que los editores ceden a escritores a los que admiran (hasta ahora han sido Patricio Pron, Sara Mesa y Sabina Urraca) la facultad de elegir una obra original e inédita y de ejercer ellos mismos como editores de la misma. No es la única editorial que ha llevado a cabo una iniciativa de este tipo, Caballo de Troya ha tenido también editores invitados (Mercedes Cebrián, Elvira Navarro, Alberto Olmos, Luna Miguel, Lara Moreno…), en su caso durante todo un año, cuya misión ha sido descubrir nuevos valores literarios. Un proceso de ese tipo implica necesariamente —sobre todo en el caso de Sabina Urraca, que no tenía que dirigir un catálogo de varios autores, sino una sola novela— un mimo y una dedicación especiales con la obra elegida, una mirada diferente, que no se enturbie con las necesidades comerciales, las modas literarias o la falta de perspectiva de editores que ni en un acceso de locura transitoria publicarían historias “locales” en las que los personajes hablan raro o guardan su propia mierda en tápers. Urraca, por el contrario, pudo dejarse enloquecer libremente por Panza de burro. Lo afirma, de hecho, en esas páginas introductorias a la novela, en las que confiesa que se enamoró del manuscrito hasta el enloquecimiento y que no lograba hablar del mismo sin emocionarse; o que no podría definir esta obra sin echarse a llorar y que si tuviera que hacerlo diría que es una novela febril, que contamina, algo con lo que, jucujucu, en este club de lectura estamos totalmente de acuerdo.
*No lo es, la semana pasada comentamos «Una cuestión personal», de Kenzaburo Oé, y el autor japonés sigue felizmente vivo
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 23/07/22
Iba
a comenzar este artículo diciendo que el agostazo de este año (ya saben, los
agostazos, esas decisiones políticas que se toman cuando todo el personal está
anestesiado por el tinto de verano) se vaticina de campeonato, pero me doy
cuenta de que en realidad el cambio climático y la era de la sobreinformación
han propiciado que tengamos agostazos en junio, octubre, abril, de tal modo que
nuestras tragaderas sean ya enormes bocas de alcantarilla por las que entra
cualquier cosa.
Durante
estas últimas semanas, sin ir más lejos, hemos oído al ministro de la guerra
decir que doblar el gasto militar es una inversión social; a un banquero que en
esta crisis vamos a empobrecernos todos, incluidos ellos (¡pobrecicos!,
¡apadrina un banquero!); a la Comisión Europea calificar la energía nuclear
como energía verde; o al presidente del país afirmar que los infames sucesos en
la frontera de Melilla en los que murieron decenas de personas estuvieron “bien
resueltos” por los cuerpos de seguridad.
Todo
nos lo tragamos y lo digerimos, al tiempo, además, que los surtidores de las
gasolineras despachan oro líquido o las sandías se han convertido en artículos de lujo. Cuando a uno lo atracan
todos los días se acostumbra, ya ni reacciona, levanta las manos en un acto
reflejo y deja que le vacíen la cartera mientras habla del tiempo o del fútbol
con su asaltante.
Hace
algunos años existía un recurso periodístico estival llamado serpiente de
verano: avistamientos de ligres, reses cimarronas fugadas de algún festejo taurino,
posados en bikini de folklóricas recauchutadas… Noticias chuscas o
insustanciales que se estiraban durante días e incluso semanas para llenar
páginas de periódicos en época de sequía informativa y que a menudo servían
también como cortinas de humo entre las que deslizar subidas del pan. Hoy no
hace falta porque ese tipo de reptiles culebrean a sus anchas por las redes
sociales y se engordan a menudo con una credulidad pavorosa.
En un vistazo rápido a Twiter me encuentro, por ejemplo, con alguien que afirma con rotundidad científica que a partir de los cuarenta años los testículos se descuelgan a un ritmo de un centímetro por año (y aunque hay quien razona diciendo que de ser así los jubilados irían dejando surco en las playas, muchos otros dan por bueno el dato). Es, claro, una enormidad, seleccionada para abrir paréntesis y echarnos unas risas, pero, del mismo modo, durante los incendios que asolaron Navarra a finales de junio pudimos encontrarnos con tuits que aseguraban que en el parque Senda Viva habían muerto abrasados todos los animales y con otros bulos que corrieron como el fuego en la rastrojera. Me pregunto quién inventa ese tipo de mentiras. Y por qué lo hace. Claro que tampoco es de extrañar si tenemos en cuenta que hay periodistas profesionales que se dedican a poner todo al rojo vivo difundiendo igualmente noticias falsas. Cloacas informativas, campañas de difamación y acoso, fábricas de mentiras democráticas… Nada nuevo que no supiéramos o no hubiéramos visto antes, aunque algunos parezcan ahora haberse caído de un guindo. Lo de Ferreras (que informó en su programa sobre una cuenta bancaria de Pablo Iglesias, sabiendo que esta no existía, tal y como han desvelado los audios del siniestro comisario Villarejo) es grave, pero es también otro agostazo, otro culebrón estival que, fuera de la burbuja de las redes sociales y mientras quede tinto de verano en la nevera, me temo que a muy poca gente le importa y que no tendrá mayor recorrido. Como mucho, diría yo, hasta agosto.
“Siempre hemos hecho lo que nos ha pedido el cuerpo, la piel y el corazón”
Publicado en GARA/NAIZ (18/07/22) / Patxi Irurzun
El histórico grupo de Barakaldo vuelve tras casi veinticinco años sin grabar disco de estudio con un trabajo, El grito del hambre, de canciones contagiosas que, dicen, se debían a sí mismos, a su público y a su recordado guitarrista, Juan Carlos Lera.
Nunca se fueron y prometen que volverán, que no dejarán pasar otro cuarto de siglo para publicar nuevo trabajo. Entretanto afilan ya los instrumentos para la gira de presentación de El grito del hambre, que salió a la venta el 17 de junio y del que ya habían adelantado dos atinados disparos, Arráncame el bozal y Demonios en el jardín, acompañados de sus correspondientes e impactantes vídeos. Dos trallazos que nos traen a la memoria himnos como La locura o La vela se apaga. Parabellum mantiene su rock desgarrado, de melodías y coros pegadizos, y en las letras su imaginario de canciones de amor y rabia contadas desde abajo. Publicado por el sello navarro El Dromedario y producido por Iñaki Uoho (a quien se suma en la nueva formación otro exExtremoduro, Iñaki Setién), El grito del hambre se escucharán en breve en una gira que devuelve a los escenarios a uno de los clásicos del rock vasco. Hablamos con Josu Korkostegi, batería y voz de la banda y fundador de la misma.
En la nota de prensa de “El grito del hambre” se dice que tras la siembra viene la cosecha. ¿Cómo ha sido el proceso de gestación de este disco, tras casi un cuarto de siglo sin publicar disco de estudio?
Ha sido bastante complicado, llevábamos muchísimo tiempo sin grabar algo nuevo, y eso no es normal. Pero hemos tenido bastantes obstáculos de todo tipo, de salud, sobre todo. En realidad, hacía muchísimo que teníamos las ideas, las ganas… pero siempre sucedía algo. Llegó el problema de corazón de Juan Carlos Lera y lo que hicimos fue amoldar el trabajo y el grupo a su salud. No queríamos seguir sin él. Lógicamente no podíamos dar todos los conciertos que nos habría gustado, no siempre se daban las condiciones, y es normal que la gente pensara que nos habíamos separado. Pero nada de eso. Así estuvimos, hasta que llegó el fatídico día, la hermana de Juan Carlos me llamó y me avisó de su muerte. Tardamos mucho en reaccionar, fue muy duro, no nos atrevíamos ni a ir al local, el primer día que volvimos y vimos su hueco ni siquiera pudimos acabar de ensayar. Hasta que, por fin, hicimos un par de conciertos, hablamos con Iñaki Setién, entró de guitarrista, fichamos con El Dromedario y decidimos que esta vez iba todo para adelante, ya sin parar. Lo que siempre tuvimos claro era que nos debíamos un disco, a nosotros mismos, a Juan Carlos, y a la gente.
Un disco con canciones nuevas, lo cual se agradece, dentro de esta especie de revival del Rock Radikal Vasco. ¿Hacia dónde mira más Parabellum, hacia atrás o hacia adelante?
Como te digo, la idea era desde el inicio sacar temas nuevos. De hecho, antes de la pandemia hicimos un DVD en directo, que pretendía mostrar, junto con nuestras canciones de siempre, lo que estábamos haciendo. Hicimos un final de gira en Colombia y justo al volver llegó la pandemia, eso nos retrasó mucho, hasta que retomamos los ensayos, volvimos a componer… Yo creo que no puedes quedarte en el pasado, siempre hay que hacer cosas nuevas, sobre todo después de tanto tiempo si sacar nada. Nosotros tenemos presente quiénes somos, de dónde venimos, pero a la vez nunca hemos tenido miedo a hacer cosas nuevas, siempre nos hemos tirado al barro sin pensar en lo que otros puedan decir, siempre hemos hecho lo que nos ha pedido el cuerpo, la piel y el corazón. Se nota que había hambre, ¿tiene algo que ver con ello el título del disco? El título es una frase de una canción: “El grito del hambre no conoce la ley”, que creo que lo resume bien. Con eso queríamos expresar en forma de canciones diferentes gritos frente a la realidad que nos rodea. El grito es la manera de expresar emociones, estados de ánimo intensos, miedo, hambre, dolor, placer… Y en este disco hay gritos de ausencia, de rabia, de locura… A veces son gritos sordos, que no oímos ya porque estamos tan acostumbrados a ellos que no les damos importancia, ni a las personas que los dan.
Eso se refleja en las letras, en las que además se mantiene el tono, la marca de la casa, ese toque a veces algo sórdido, oscuro, con referencias a la locura, la muerte…
Nosotros siempre hemos dado importancia a las letras. Y siempre hemos creído que a la gente no hay que darle todo mascado, hay veces que sí, se pueden decir las cosas de manera directa, tal como son, pero otras tienes que dejar que la gente piense o saque sus propias conclusiones. A veces cuando haces una letra ves que hay quienes dan sus opiniones, y que unas no tienen nada que ver con otras o con lo que tú has querido expresar, eso me parece un acierto, si han estado dos o cinco minutos pensando en qué queremos decir, es un avance, significa que todavía la gente piensa por sí misma, no se limita a dar por bueno lo que otros piensan. Respecto a las letras sórdidas, en realidad la mayoría de las letras de Parabellum son temas de amor, pero expresado de manera diferente, a veces desde la visión de protagonistas oscuros, perdedores, desde el suelo, pero no hay que olvidar que el sentimiento de amor, de cariño, o de desamor, de rabia, tiene tanto valor si viene de unos personajes que lo tienen todo, viven en mundo donde todo es maravilloso, o si viene de gente que vive en la calle y lo único que tienen igual es precisamente ese sentimiento. La mayoría de las veces asociamos esos sentimientos de amor o de deseo a personas con éxito, o guapas, pero yo creo en el fracaso adquieren una dimensión más pura, más real, esa es mi manera de entender la rabia, la muerte o el deseo…
¿Respecto a la música la intención era conservar el sonido Parabellum o vamos a encontrar también nuevas aportaciones?
En el aspecto musical Parabellum creo que hemos conseguido un estilo propio, tanto en la música como en los coros. Pero nos sale así, sin pensar. En este disco hay canciones que siguen esa impronta, pero también hay otras algo diferentes, porque, como he dicho antes, nunca hemos tenido miedo a investigar, a crecer, a probar cosas nuevas. Si te lo pide el cuerpo y estamos todos de acuerdo, va para adelante.
Han contado en la producción con Iñaki Uoho, todo un lujo. ¿Cómo ha sido trabajar con él?
Ha sido una maravilla trabajar con él, en su casa, ha sido como si estuviéramos en nuestro local: su punto de vista, sus aportaciones, su visión…Nosotros siempre le hemos dejado hacer y él siempre nos ha pedido nuestra opinión, ha habido en cosas que hemos peleado un poco, pero hablando y dando nuestros puntos de vista hemos llegado a acuerdos. En realidad con Iñaki es muy fácil trabajar, te lo pone todo muy fácil, es un musicazo increíble, que además se implica como si fuera su propio trabajo.
En breve saldrán a la carretera ¿Cuál es la formación actual del grupo?
En la formación de ahora seguimos del principio Lino Prieto y yo, y además están también Pedro de la Osa (bueno, él lleva ya 18 años, que parece que no, pero son ya muchos), e Iñaki Setién “Milindris”, la última incorporación, que ha estado en grupos como Zer Bizio, Neurosis, Extremoduro… Los dos como músicos son una pasada, somos muy afortunados de tener a dos guitarristas como ellos, cada uno con una visión tan personal… Desde el principio se involucraron y tuvieron esa visión del grupo, de Parabellum, como si hubieran estado con nosotros siempre. Y en este disco han hecho crecer las canciones. Pero es que además como personas son extraordinarios. Además, por supuesto, otro miembro del grupo que siempre va a estar presente es Juan Carlos Lera, en los ensayos, en los directos, siempre está con nosotros. En Parabellum la suerte que hemos tenido o lo que hemos buscado ha sido que los que estamos en el grupo y quienes trabajan con nosotros seamos como una familia de amigos. Y seguiremos siéndolo también cuando el grupo se acabe, estoy seguro.
Hay un pasaje de Una cuestión personal, la novela que hoy traemos a este club de
lectura, en el que Bird, el protagonista, se describe a sí mismo como alguien
con las orejas pequeñas y demasiado pegadas al cráneo, algo que resultará
chocante a los lectores que tengan por costumbre leer las solapas de los
libros, pues en la dedicada a la biografía del autor se habrán encontrado con
una fotografía del mismo en la que resulta inevitable fijarse en sus llamativas
orejas de soplillo. Más todavía cuando, en esa misma solapa, descubra que la
dramática historia que narra la novela —el nacimiento de un niño aparentemente
monstruoso, sin apenas esperanza de sobrevivir o al que aguardan unas
condiciones de vida muy limitadas— está basada en la experiencia propia de Kenzaburo Oé, padre de un bebé
hidrocéfalo.
Es como si el escritor japonés nos
estuviera advirtiendo: “¡Ojo, Bird soy
yo, pero no soy yo, esto es literatura!”; o tal vez como si estableciera a
través de esa pequeña broma de las orejas un pacto con el lector, gracias al
cual este acepta que Oé podrá expresar a través de la ficción algunos
sentimientos e impulsos —por ejemplo, el terrible debate moral sobre el que
pivota la obra: salvar al niño o dejarlo morir— que resultarían insoportables en
la realidad o en una obra confesional o abiertamente autobiográfica.
Un
final feliz A todo eso ahora lo
llaman autoficción, un recurso literario de toda la vida —ficcionar, novelar vivencias
personales— que se puso de moda hace unos años, del mismo modo que ahora se ha
puesto de moda denostar la autoficción, supongo que con la intención de desplazarla
para traer al centro del tablero literario la novela distópica o el gótico-rosa
o la novela policiaca protagonizada por chimpancés (esto pretendía ser una
broma, pero conforme lo voy escribiendo me doy cuenta de que en realidad ya lo
hizo Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue. ¡Todo
está inventado!).
Una
cuestión personal se
publicó en el año 1964, solo un año después de que Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, naciera con una serie de
discapacidades físicas y mentales, algo que determinaría no solo la vida sino también
la carrera literaria del autor japonés, quien además de en Una cuestión personal ha escrito sobre su hijo en varias novelas
más, como Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, El grito silencioso o ¡Despertad,
oh jóvenes de la nueva era!
No destriparemos aquí el desenlace de la novela, pero sí podemos contar que en el caso de Hikari Oé —es decir, en la realidad—, hay un final feliz, en el que aquel niño hidrocéfalo y autista acaba convirtiéndose en un reputado compositor musical del que su padre afirma con sorna y orgullo que vende más discos que él libros, y eso que Oé es todo un Premio Nobel; y, por cierto, uno de los pocos que no se han dormido en los laureles y que después de obtener el galardón han seguido escribiendo obras de fuste.
Los
mapas sin usar En la novela que nos
ocupa el alter ego del autor, apodado Bird (es decir, pájaro), es un profesor
de inglés atormentado por su vida mediocre, de la que solo puede evadirse
planificando un viaje a África que se verá frustrado por el nacimiento de un
bebé con una hernia cerebral, la cual le da la apariencia monstruosa de tener
dos cabezas. De hecho, así —el monstruo, la cosa, etc.— es como se refieren a
él con una frialdad y una deshumanización brutal los doctores, quienes también
son los que sugieren la posibilidad de no alimentar al niño para dejarlo morir.
Es decir, el dilema de Bird no tiene tanto que ver con la vida o la muerte que aguarda a su hijo discapacitado sino con el hecho de que la irrupción de este en su vida amputa de cuajo sus alas, enjaula sus sueños de juventud. En los días posteriores al parto asistimos a un descenso a los infiernos, un viaje al fin de la noche del protagonista, que buscará refugio en el alcohol, la violencia o el sexo, el cual comparte de una manera desapasionada, fisiológica —como quien siente deseos de defecar o escupir— con una antigua compañera de universidad en la que no obstante encuentra un alma gemela, el reflejo en un espejo que nos devuelve tras su imagen la de una sociedad como la japonesa de costumbres y moral rígidas, en la que la familia, el trabajo, la reputación, son pilares inamovibles cuyo peso insoportable ahoga a quienes quieren alzar el vuelo. Bird e Himiko, así se llama ella, son inadaptados, perros verdes, espíritus insatisfechos, que luchan por acallar sus anhelos, o mantenerlos vivos en secreto, bebiendo a escondidas en pequeños apartamentos, trazando viajes imaginarios en mapas que nunca se desplegarán en los territorios que esos mapas representan.
Hay, por ejemplo, un pasaje en el que
Bird acude con resaca a impartir su clase y acaba vomitando sobre la tarima, un
sacrilegio, un pecado imperdonable, que lo convierte a los ojos de sus alumnos
y compañeros en un monstruo, en lugar de mostrarlo más humano, más
vulnerable.
Por
puro amor No es difícil imaginar,
pues, cómo impactaría una novela como Una
cuestión personal en una cultura tan contenida y tan estricta como la
nipona. La literatura descarnada, su sinceridad radical, la exposición de las
dudas y los abismos personales más profundos… todo ello está en esta obra en la
que, más allá de la peripecia que se nos relata, sobresale —y eso y no otra
cosa, a fin de cuentas, es lo que convierte siempre un montón de páginas
numeradas y encuadernadas en una obra literaria— el estilo contundente y crudo del
autor, en el que no faltan, sin embargo, luminosas imágenes poéticas y una
carga de profundidad que lo ha llevado a ser comparado con autores como Dostoievski, Sartre, Faulkner, y por
supuesto aupado a los altares de la literatura existencialista.
Una cuestión personal es, en definitiva, una novela que nos agarra por las solapas y nos obliga a posicionarnos, a reflexionar sobre temas como las responsabilidades, la madurez de nuestros actos (la madurez es siempre un tema delicado, pues como dice otro magnífico escritor existencialista, Kutxi Romero, a veces estar maduro es el paso previo a estar podrido), la conciliación entre nuestros sueños y la realidad o nuestra contribución a ese proyecto común que es la humanidad. Una obra, por tanto, de raíz radicalmente humanista que, como el propio Kenzaburo Oé ha confesado en alguna ocasión, escribió no solo para espantar sus propios demonios, sino sobre todo para convertirse en la voz de su hijo. Es decir, por puro amor.