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Archive from marzo, 2022

ADIÓS A LAS ARMAS

Mar 20, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 19/02/22

Hace unas semanas, cuando un adolescente mató a su padre, su madre y su hermano pequeño disparándoles con una escopeta, algunos medios de comunicación trataron de ver una justificación o un móvil para el crimen en el hecho de que hubiera leído determinado libro o jugara de manera habitual con ciertos videojuegos, en lugar de reparar en que el muchacho tenía a mano el arma de fuego y que sin duda ese detalle había tenido algo que ver con el fatal desenlace.

He dudado mucho antes de escribir este artículo —sobre la guerra en Ucrania— por varios motivos: en primer lugar porque, como tantos otros, me siento aturdido, impotente y confuso; también porque ¿qué importancia puede tener lo que yo opine?, ¿qué puedo aportar que no sea más humo, más ruido, más desasosiego?; y sobre todo porque estos artículos se envían con unos días de antelación, con lo cual cuando ustedes lo lean ¿quién sabe en qué punto estará el conflicto? Quizás Putin se haya convertido, cianuro o polonio mediante, en Rasputin; quizás se hayan puesto concertinas en los Pirineos para detener a los welcome refugiados; o quizás seamos ya todos solo insignificantes gnomos bajo la sombra siniestra de un gigantesco hongo nuclear…

Pero hay algo que, a día de hoy, me pasma y es el hecho de que quienes expresan opiniones antimilitaristas frente al sinsentido en que se convierten siempre las guerras, estén siendo menospreciados, tratados de ingenuos, buenistas, jipis trasnochados, utopistas objeto de mofa y descrédito, cuando no acusados de contribuir a esas guerras, de no hacer nada por detenerlas.

Es el mundo al revés.

Al igual que el adolescente parricida asesinó a su familia porque empuñó un arma, no un libro o un videojuego, los conflictos bélicos no son sino la consecuencia natural de un mundo militarizado hasta las cachas en el que los presupuestos de defensa doblan, triplican o quintuplican los de educación, sanidad o cultura, y en el que la industria armamentística es uno de los mayores negocios (España ocupa el séptimo lugar en el ranking de países exportadores de armas). ¿Se imaginan ustedes una fábrica de camisetas que las produjera masivamente con el único objeto de almacenarlas? Claro que no, lo que quiere el fabricante es que todos nos vistamos con sus camisetas, del mismo modo que hay que sacar de vez en cuando a pasear los bombarderos para que esa industria de la muerte se revitalice.

Releo lo que llevo escrito y, sí, parece de una simpleza elemental. Pero las cosas son a menudo así: simples. Quienes las complican son quienes tienen mucho que ganar o temen perder algo—y a quienes no les importa que para que eso no suceda los demás pierdan todo—. Existen guerras porque existen armas y ejércitos. Los grandes hombres que hablan en las tribunas de paz y democracia, los que nos dicen qué debemos pensar o cuál es la postura correcta para detener los huracanes de destrucción y barbarie, son los que los avivan constantemente, los que firman con la sangre de otros esos contratos armamentísticos, los que estrechan cuando les conviene las mismas manos que pulsan los botones rojos, los que provocan las guerras y pretenden después que se sientan culpables quienes claman contra ellas, quienes defienden una cultura de paz y democracia auténticas. ¿Están, por ejemplo, los ciudadanos rusos a favor de la guerra? ¿Ha tenido acaso Putin en cuenta su opinión? Ahora mismo creo que si hay algo que de verdad podría parar la invasión es un gran “No a la guerra” de la sociedad rusa (lo cual es fácil pedirlo desde aquí, claro). Y nosotros, ¿estamos a favor de que nuestro gobierno venda armas a otros países? ¿Estamos realmente contra las guerras o somos parte de ellas?

Los malos tiempos para el antimilitarismo son precisamente aquellos en que tiene más sentido.

MEMORIA

Mar 7, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (suplemento de diarios Grupo Noticias), 05/03/22

Cada mañana, cuando entro a Facebook, la máquina implacable del tiempo me trae al frente del muro, que a veces es un paredón, los recuerdos de hace seis, cinco, doce años, no sé muy bien cuáles son los caprichos del algoritmo, pero en todo caso siempre soy más joven. Hoy, sin ir más lejos, ha aparecido la foto de los superhéroes de barrio, cuando en otros carnavales nos pusimos los leggins con brilli-brilli de los chinos, el calzoncillo por fuera, los guantes de fregar y la capa del capitán Calzoncillos de nuestros hijos, que todavía no se avergonzaban de nosotros.

El metaverso, en su afán totalizador de reducirnos a un holograma, a un simulacro, a una proyección de nosotros mismos, pretende apropiarse también de nuestra memoria, porque sin memoria no somos nada, pero en realidad esa función de Facebook no se diferencia demasiado de aquellas cajas metálicas con dibujos de geishas en las que se guardaban las fotos viejas y las cartas amarillas. Podíamos pasarnos tardes enteras revolviendo en ellas: bebés boomer en blanco y negro, nuestros padres empuñando una carabina en el tirapichón, nosotros, adolescentes ochenteros, disfrazados durante una Nochevieja de monjas embarazadas, retales de mi vida, fotos a contraluz…

Pero ni el Facebook ni las fotos reveladas en Foto Mena son capaces de retener otros momentos que se fijan en nuestra memoria con firmeza, a pesar —o precisamente por ello— de que son recuerdos desdibujados, evocados en medio de una niebla espesa y extraña en los que distinguimos solo una luz, un halo difuso, desasosegante, porque solo es un espectro de nosotros mismos. Yo, por ejemplo, no recuerdo pero tampoco puedo olvidar una imagen del día que murió mi padre, cuando tenía tres años. Me veo a mí mismo, junto a mis hermanos, en el cuarto de estar, los cuatro cabeza abajo en un sofá azul mirando hacia la puerta con cristal esmerilado de la cocina, en donde un trasiego de tíos, abuelas, amigos de la familia, consolaban a mi madre, aunque entonces nosotros no sabíamos todavía por qué, no acabábamos de entender que ciertamente el mundo se nos había vuelto de repente del revés.

Tampoco recuerdo con precisión cuándo fue la primera vez que besé a una chica. Tal vez fue una tarde en casa de unos primos, en un cumpleaños. Ellos eran más pequeños que yo, pero en la fiesta había invitada una vecina de mi edad, ocho o nueve años, con la que jugamos a papás y mamás. Nosotros, los mayores, hacíamos ese papel y mis primos eran los niños. Hubo un momento en que nuestros “hijos” desaparecieron y aquella chica y yo nos tumbamos uno junto al otro, nos acariciamos, ¿nos besamos? Lo he olvidado, fue una cosa inocente, solo continuábamos el juego, pero sí recuerdo vagamente aquel estremecimiento de las pieles, el despertar de la sexualidad como una flor brotando en el vientre.

No todos los recuerdos confusos, puede incluso que reconstruidos, pertenecen a esa primera memoria. ¿Cuándo dio sus primeros pasos mi hijo? ¿Cuál fue la primera palabra que pronunció mi hija? ¿Cuándo y por qué escribí la primera línea de mi última novela?… No lo recuerdo a ciencia cierta, pero todo está dentro de mí, y es en realidad ese vapor de la memoria, esa imprecisión, ese terreno de bruma y misterio lo que me conforma, lo que me define con más exactitud, me distingue de un holograma, de un recuerdo seleccionado al azar por Facebook, y lo que nunca podrá hacer suyo el metaverso; o eso quiero pensar.

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