Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine On (diarios de Grupo Noticias) 22/01/22
Una vez al año solíamos ir a robar a Francia. Eran viajes en autobús organizados por el instituto. Es decir, el instituto no organizaba los viajes para robar, sino para ver catedrales, practicar el francés —el idioma— o simplemente cambiar de aires, de aquellos aires viciados, densos, como de habitación cerrada, o asfixiantes, como botes de humo, que respirábamos los adolescentes de barrio en los ochenta.
Pero en realidad a los que nos dedicábamos nosotros era a saquear el Carrefour, esa era nuestra patética manera de sentirnos libres, del mismo modo que nuestros padres hacían años atrás el mismo viaje para ver en los cines “El último tango en París”.
Por entonces no había todavía grandes centros comerciales por aquí y el Carrefour de Baiona nos deslumbraba, con sus escaleras mecánicas, sus tres o cuatro plantas y su hueco en el centro, desde el que subía como una enredadera el olor de los perfumes que se probaban abajo las hormigas… Aquel era nuestro palacio de invierno y entrabamos en él al asalto, como un ejército de descamisados, como perros hambrientos, aterrorizando a las dependientas rubias y blancuchas, francesas, arrasando las estanterías llenas de artículos que no necesitábamos pero que nos hacían falta porque no los habíamos visto nunca.
Entrábamos a los probadores y nos vestíamos con tres capas de ropa, dejábamos en ellos nuestras viejas playeras y nos calzábamos como los deportistas de la tele, batíamos récords del mundo corriendo hasta la salida, saltándonos las cajas con aquellas Adidas o Nike resplandecientes…
En realidad tampoco era así.
Hablo en plural porque aquello era lo que se suponía que debíamos hacer; porque el que volvía a casa con las manos vacías era un panoli y había hecho el viaje para nada. A mí, en realidad, robar me aterrorizaba, me parecía algo horrible, triste, vergonzoso. Solo lo hice una vez. Yo era pobre pero honrado. Un panoli. Así que en una de aquellas excursiones alargué la mano hasta una de las estanterías del Carrefour y me llevé al bolsillo una pelotita de goma, azul, blandita… Todavía siento su tacto culpable en la palma de mi mano. No sé por qué elegí esa pelotita. En realidad no la quería, no la necesitaba. Supongo que, simplemente, me hacía falta para mostrar después orgulloso en el autobús mi botín y sentirme parte de la tribu, de la banda, de la manada… No me mereció, sin embargo, la pena. No me rentó. El corazón se me puso a mil, el sudor cubrió mi cuerpo como escarcha, mis piernas temblaron con un San Vito delator (y todo ello a pesar de que, según supe después, la pelotita que había robado era antiestrés). No entiendo cómo, por suerte, no me descubrieron. Igual les di pena.
La cuestión es que desde entonces solo he vuelto a robar dos veces en mi vida, pero ha sido sin querer: una en una librería, en la que me coloqué una novela bajo el brazo para echarle un vistazo más tarde y luego olvidé que la llevaba allí —me di cuenta cuando ya había salido de la librería, pero me dio vergüenza regresar a dar explicaciones—; y otra en la que al pasar con el carro de la compra por la caja tampoco me di cuenta de que mi hijo pequeño llevaba un salchichón en la mano —después, cada vez que iba con él al súper, mientras esperábamos para pagar, él solía preguntarme en voz alta “¿Qué, aita, robamos el salchichón otra vez?”—.
Por lo demás, también desde entonces, desde aquel saqueo del Carrefour de Baiona, odio las bandas, las tribus, las manadas, esa masa anónima y engorilada en la que se diluye la culpa y la inteligencia. A menudo, de hecho, me siento más libre yendo, precisamente, por libre, o sea, de panoli.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 08/01/22
No sé si a alguien más le pasa, pero algunas mañanas al
levantarme me froto los ojos y hacen un ruidito, ñiki-ñiki, dentro de las
cuencas, como si fueran los de un muñeco de plástico. “¡Ay, deja de hacer el
Chucky!”, me riñe entonces mi mujer, porque la verdad es que da un poco de
grima. Pero yo no puedo resistirme, e insisto, ñiki-ñiki, un poco por
fastidiar, pero sobre todo por ver si todo vuelve a su ser, y puedo sentir, de
nuevo, mi naturaleza humana, mi libre albedrío, mis legañas…
Algunas veces, en esas ocasiones, se me pasa por la cabeza —y
creo que a mi mujer todavía con más fuerza—
la idea de que quizás yo sea solo una entelequia o un ser de ficción (fikzioa da egia bakarra, la ficción es
la única verdad, canta, de hecho, Joseba Irazoki en su último disco). Y me
pregunto si no me habré convertido en el protagonista de una película de
terror, el juguete en manos de un dios todavía niño y caprichoso, el muñeco de
ese ventrílocuo loco que es el destino…
Pero, tranquilos, la filosofía y la poesía baratas se me
pasan pronto y pronto vuelve la tontuna de mi mente especulativa, es decir,
humana (una muñeca Nancy, me digo, no haría este tipo de reflexiones). Pienso,
por ejemplo, en qué artefacto tan perfecto es nuestro cuerpo. Seguramente ese
ñiki-ñiki tiene alguna función, alguna alerta, alguna puesta a punto
desconocida para mí pero vital para mi organismo. Nuestro cuerpo es tan
complejo, su funcionamiento tan minucioso, que en realidad su diseño parece
fruto de una mente enferma. ¿Cómo se le ocurrió, si no, a ese creador que
tuviéramos que defecar? Detrás de ello hay una idea perversa, porque para defecar hay
que comer y para comer hay que trabajar…
—Con lo fácil que habría sido fabricarnos muñecos— digo, y
me doy cuenta de que he vuelto a la filosofía de mercadillo y que además estoy hablando
a gritos (¡tempus fugit baratitos,
dos por uno en ubi sunt!).
—Tan perfectos, tan
perfectos no somos —me corta mi mujer—.Yo nos habría puesto otro ojo en la
parte de atrás de la cabeza —dice, y a continuación nos enzarzamos en una serie
de hipótesis absurdas, como si entonces deberíamos cortarnos el pelo también
por detrás o qué gracia tendría poner cuernos en las fotos de grupo…
Se nos va, en fin, la pinza, como a mí en esta columna en la
que en realidad a lo que quería llegar es a la pequeñez de nuestra condición
humana y mortal, a la fragilidad como especie en que nos ha colocado desde hace
dos años la pandemia (fragilidad que a veces nos convierte no en mejores
personas, como nos cansamos de augurar al principio, sino en esquirlas de
cristal que hieren con saña; ahí están, sin ir más lejos, esos aplausos a las
ocho de la tarde que algunos han tornado en amenazas e insultos miserables a
las puertas de los ambulatorios). Tal vez ya nunca volvamos a comenzar el año con aquella alegría e ímpetu
de antes, aquellas matrículas en los gimnasios, aquellos paquetes de
cigarrillos arrojados al cubo de la basura, sino con la incertidumbre y el
acogotamiento de no saber qué nos deparará el futuro más inmediato: virus,
catástrofes naturales, ultraderecha… Pero —por trasmitir a pesar de todo un mensaje
positivo— igual esa insignificancia y vulnerabilidad son las que nos pueden hacer
fuertes y engrandecernos, las que permiten que no nos hayamos convertido
todavía en muñecos de plástico. Tiene que ser muy aburrido ser un muñeco de
plástico. Los muñecos de plástico no defecan, de acuerdo, pero, como los
ángeles, tampoco suelen tener nada entre las piernas. Y al final, además, ese ñiki-ñiki (al de los
ojos me refiero) siempre deja de escucharse y podemos limpiarnos sin miedo las
legañas. Nuestras legañas de simples y enrevesados humanos.