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CHUCHERÍAS HERODES

Nov 30, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Chicle Cheiw de fresa ácida ¡el mejor! por 5 pesetas! ¿Por qué le  llamábamos "CHEIN"? ¿dónde está la N?? | Fresas, Chicle, Algo para recordar

Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 28/11/2020

A menudo a quienes llevaban las tiendas de chuches no parecían gustarles mucho los niños. Uno no sabía si eran ya así antes de dedicarse a ello, lo cual parecía una contradicción,  o si había sido el transcurso de los años lo que los había convertido en personas desconfiadas e impacientes, después de ver a legiones de niños y niñas ejerciendo sus primeras prácticas de economía doméstica y recorriendo vacilantes y nerviositos perdidos el mostrador de una esquina a otra: “Uno de estos… otro de aquellos…”. A algunos de aquellos tenderos la amargura hasta les había esculpido el rictus y eran conocidos entre la chavalería con apodos como la Bulldog o el Herodes.

En un escalón superior estaban ya los encargados de las salas de juegos, a los cuales la aspereza del carácter se les presuponía ya asociada al cargo (yo, de todos modos, no frecuenté mucho aquellas salas, que las recuerdo algo sórdidas, tal vez porque la única a la que fui alguna vez era una catacumba a la que se accedía por unas escaleras estrechas, al final de las cuales te esperaba un mundo nuevo y peligroso: chicos con cara de malotes y ademanes machirulos jugando al billar o al futbolín; humo de cigarrillos Fortuna —cuál si no— flotando en el ambiente; marcianitos que hacían bip-bip y se multiplicaban exponencialmente; duros que las ranuras de las máquinas de petaco se tragaban insaciables mientras sonreían como hienas, enseñando sus dientes de neón; y, por supuesto, aquellos encargados que parecían más bien boquis, funcionarios de prisiones de alta seguridad y que detrás del mostrador guardaban siempre una barra de hierro).

Y estaban también, en el mismo gremio, los vigilantes de jardines, a los que llamábamos los japis, otra contradicción, porque sus días eran de lo más infelices, los pasaban persiguiendo a los chavales que tirábamos bolas de nieve a los autobuses desde las murallas o nos arrojábamos de cabeza sobre los túmulos de hojas muertas que los barrenderos amontonaban en otoño, desarbolándolas.  “¡Qué viene el japi!”, gritábamos cuando los veíamos llegar con la vara en alto. Con el tiempo los japis y sus boinas verdes, como de guardia civil para niños, desaparecieron, seguramente porque alguien se dio cuenta de que si no había japis a los niños ya no nos hacía gracia romper las farolas a pilongazos.

Pero también había vendedores de chucherías joviales, dicharacheros, vocacionales, como el Mesié, que tenía su tiendita en el mismísimo patio del colegio, en un agujero que se abría milagrosamente en la pared de un frontón y desde el que canturreaba canciones francesas mientras despachaba chicles Cosmos (los que sabían a regaliz negro, al menos durante los primeros diez segundos) o Cheiw (“¿Tiene chicles?” “¿Cheiw?”, “No, deme chinco”), plutones (aquellos sobre sorpresa, una especie de lotería infantil, de iniciación en la ludopatía) o pastas de canela y azúcar glass (que a mí me parecían deliciosas hasta que alguien me dijo que los tenderos meaban en una botella por no salir de sus kioskos, y entonces yo cada vez que cogían una de aquellas pastas me imaginaba que segundos antes habían sostenido su pajarito, el canario al que acababan de cambiar de agua, con los mismos dedos).

O como El Moreno, que desde su kiosko junto a la Plaza de Toros tiraba al arrebuche cada viernes caramelos u organiza carreras y premiaba a quienes las ganaba con alguna bolsa de pipas. El Moreno era un adelantado, un intuitivo y potencial experto en marketing. Y, tal vez sin pretenderlo, ayudaba con sus métodos a subsistir a la competencia, porque también había chavales que nunca ganaban las carreras o que preferían, antes que revolcarse por el suelo mojado y pelear con los demás para llevarse gratis al bolsillo un caramelo, pagarlo en la Bulldog o en Chucherías Herodes.

Las tiendas de chuches eran, en fin, un mundo, o el mundo mismo, el mundo que nos aguardaba.  

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