PIZPIRETOS
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON 03/19/20 (diarios Grupo Noticias)
Ahora ya no les hago ninguna gracia, ni me prestan atención alguna, incluso se avergüenzan de mí, pero cuando mis hijos eran más pequeños podía contarles cualquier trola maravillosa y ellos —qué majicos eran— me creían. Solía, por ejemplo, comprar natillas de esas que vienen con una galleta María flotando en el centro, y cada vez que le quitaba la tapa a una de ellas hacía el mismo paripé:
—Chicos, chicos, a ver si tiene premio —les decía.
Y mis hijos revoloteaban entusiasmados a mi alrededor, y cuando yo abría la natilla, de un tirón, después de una teatral pausa, siempre tocaba, y los tres entonces comenzábamos a saltar y a abrazarnos. No se podían creer que su padre fuera tan sortudo. Bueno, sí, se lo creían, se lo creían a pies juntillas: mis hijos pensaban que el premio era la galleta y que había desafortunados compradores de natillas, la mayoría en realidad, que tenían que comerse sus natillas a palo seco y sintiéndose unos calimeros.
Como teníamos tanta potra, una mañana, en la calle, mi hijo mayor me pidió que le comprara un cupón a un vendedor de la ONCE.
—Anda, toma, cómpralo tú —le alargué un billete, orgulloso y aliviado.
Porque, al contrario que yo, mi hijo, que había salido a su madre, no era tímido ni vergonzoso (a mí todavía hoy me sigue dando lacha dirigirme a alguien en las tiendas o los bares; a veces, voy hacia la barra ensayando para mí mismo cómo pedir: “Hola, un café y una cocacola. No, mejor: Cuando puedas ¿me pones un café y una cocacola?”; hubo, incluso, una temporada durante mi juventud en la que era incapaz de decir cocacola sin trabarme, y recuerdo que los camareros se me quedaban mirando con cara de logopedas, o compadecidos, como si fuera un ababol o tuviera algún defecto en el habla).
El caso es que, aquella mañana, mi hijo se dirigió todo pizpireto hacia el vendedor de la ONCE y le pidió con tal fe y alborozo el cupón que a este le hizo gracia y además del boleto le regaló un caramelo. Entonces mi hijo comenzó a saltar, agitando y mostrándonos el caramelo, mientras gritaba: —¡Me ha tocado, me ha tocado!
Qué majicos eran.
Otra vez les hice creer sin demasiado esfuerzo que su madre y yo de jóvenes habíamos sido piratas (ella respondía al nombre de la Capitana Culodiez y yo al de El Corsario Esmirriado). Por sus cabecitas ni por asomo se les pasaba preguntarse qué había ocurrido para que dos terribles perros del mar como nosotros hubieran acabado frente al televisor viendo Pasapalabra, o que mi cicatriz en la tripa en lugar de la esquirla de un cañonazo la hubiera producido una vulgar apendicitis.
Todo eso fue hace muchos años. Antes de que la vida y la adolescencia comenzaran a decepcionarles con sus frustrantes revelaciones, sus espinillas y sus padres ridículos que aún los trataban como si fueran niños pequeños.
Hace unos días, en un cumpleaños nos regalaron un globo de helio y yo pensé que todavía quedaba una esperanza. Cogí una pajita, la introduje por la válvula e inspiré. Luego me dirigí al cuarto de estar y les dije: —Chicos, a comer—, con la voz apitufada por el gas. Ellos me miraron, se levantaron sin inmutarse y se dirigieron a la cocina.
Si eso ya no funciona yo ya no sé qué más puedo hacer. Supongo que asumir que soy un viejales. Pero tampoco me preocupa tanto. En el fondo sé que todos seguimos creyendo todavía, en lo más secreto de nuestro interior, que bajo las playas de Isla Tortuga hay un tesoro, con una enorme galleta María en el centro del cofre, y que tarde o temprano lo desenterraremos. Me gusta pensar que esa ilusión es la que sigue abriéndonos, con sus andares pizpiretos, el camino, por muy cuesta arriba, muy negro o muy calimero que este se nos ponga.