Tras obtener con “Nuestra historia” el prestigioso
Premio Setenil, Pedro Ugarte regresa al
género del cuento con “Antes del Paraíso”, una colección de relatos protagonizados
por Jorges (sus protagonistas tienen siempre ese nombre) y en los que laten el
drama, el humor y la ternura.
Los cuentos de Pedro Ugarte, uno de los más
destacados autores del género, se mueven a ras de tierra, en ellos nadie mata
dragones. Sus historias trancurren siempre en el marco de escenarios cotidianos
y reconocibles: el trabajo, las relaciones sentimentales o de amistad y en el
caso de “Antes del Paraíso” -su última
colección de relatos, publicada por Páginas de espuma- en especial
la familia, ese pequeño escenario, a menudo invisible u oculto, al que
el escritor bilbaino rompe la cuarta pared para mostrarnos domésticas tragedias
y alegrías, invisibles gestos de generosidad o egoísmo, que desde su
aparente pequeñez adquieren una
dimensión universal, puesto que son historias que podrían ocurrirnos a todos.
Todos somos, por ejemplo, ese padre o esa madre que madruga a regañadientes
cada sábado para acompañar a sus hijos al partido de baloncesto y que contiene
a menudo las ganas de abofetear a otro padre del equipo un poco
gilipollas. Todos somos Jorge.
Supongo que hay en realidad un solapamiento entre la escritura de los
cuentos y la concesión del premio, pero ¿qué siente al publicar una nueva
colección de relatos tras el Setenil, hay responsabilidad, una exigencia mayor?
El ritmo editorial no se compadece con el ritmo
creativo. No me suele ocurrir con las novelas, en cuya escritura me demoro
mucho, pero cuando publico un libro de cuentos prácticamente tengo escrito ya
el siguiente. Quiero decir que un reconocimiento tan importante como el Premio
Setenil para “Nuestra historia” no determinó la creación de los cuentos de
“Antes del Paraíso” porque ya estaban escritos. Pero tienes razón en que,
después de un premio importante, siempre hay un siguiente texto que escribir, y
puedo decir que, por fortuna, esas cosas nunca me han bloqueado: he seguido
escribiendo, mejor o peor, pero escribiendo.
Los relatos de “Antes del Paraíso” vuelven a estar protagonizado por ese
Jorge que siempre es el mismo y en realidad no, o no lo puede ser, no sé si
detrás de esa elección hay una declaración de intenciones, es decir, una
pretensión de que cualquiera nos podamos ver reflejados en él, en el hombre
común…
Sí, esa es la intención. Desde un punto de vista
técnico, que mis cuentos los protagonice siempre el mismo personaje, Jorge,
tiene muchas ventajas: no tengo que presentarlo, por ejemplo, ni siquiera
idearle un nombre. Pero es mucho más importante lo que tú comentas: Jorge
quiere indicar, sutilmente, una identificación del lector con su mirada, con su
modo de hacer y ver las cosas.
Sus cuentos, en ese sentido, tienen cierto toque costumbrista o de
crónica de lo doméstico, de lo común, ¿lo ve así?
El término “costumbrismo” siempre ha tenido mala
prensa. Y el término “realismo”, en literatura (y fuera de ella) empieza a
tenerlo también. Prefiero acogerme a una respuesta que dio el gran poeta
inglés, Phillip Larkin, cuando le reprocharon que sus poemas eran realistas,
vulgares, y que se movían a ras de tierra. Él contesto: “me gustaría saber cómo
pasa el tiempo la gente que dice esas cosas: ¿matando dragones?”.
La familia es un ámbito recurrente en sus relatos y en este libro está
de nuevo muy presente. ¿Qué encuentra en ello, el escenario perfecto para poner
sobre la mesa nuestras pequeñas alegrías, nuestras frustraciones, el lugar en
el que se ve nuestra verdadera cara?
Me gusta hacer cirugía sobre la institución de la
familia, también me gusta hacerlo sobre la amistad, los trabajos, las
relaciones sentimentales… Pero en “Antes del Paraíso” la familia es mucho más
importante que el resto de esos temas. Yo creo que la familia es el espacio
humano donde se producen las mayores muestras de generosidad, de grandeza
personal, pero también el lugar donde la traición, el egoísmo, el daño, duelen
más. Dramáticamente, teatralmente, es un lugar muy interesante.
Muchos de los relatos me parece que tienen ese trasfondo amargo de las
derrotas o los pequeños dramas personales, pero también me parece que flota a
veces un tono socarrón o humorístico…
He procurado utilizar simultáneamente registros
distintos. Mucha gente ha prestado atención a la dimensión trágica de estas
historias, pero creo que en varias de ellas el humor, como apuntas, tiene un
lugar muy importante. Y junto a lo dramático y lo humorístico también he
querido introducir la ternura en los relatos. Muchos personajes atraviesan
situaciones de más o menos crueldad, pero la mirada del escritor sobre ellos es
de ternura y piedad.
Igual es una apreciación personal, pero me da la impresión de que
algunos de los relatos están muy próximos a la novela corta, o que han ganado
en extensión respecto a colecciones anteriores…
Puede que en algún caso concreto sea así, pero no
es algo premeditado. Lo que sí tengo muy claro es que un cuento, un relato, es
una narración, y que una narración exige el desarrollo de una historia. Esta
podrá ser más larga o más corta, más sencilla o más ambiciosa, pero no creo en
la posibilidad de escribir cuentos sin poner sobre la mesa, ante el lector, una
verdadera narración.
Una pregunta recurrente entre cuentistas: ¿cómo escribe relatos habitualmente, cada uno de manera autónoma, tiene en cuenta que después formarán parte de un libro? ¿Cómo se agrupan esos cuentos o cuándo decide que tiene un libro?
Creo que en los libros de cuentos, como en la
poesía, la ejecución precede a la concepción de un libro. En la novela, sin
embargo, ocurre al revés: no creo que ningún novelista emprenda un viaje de 500
páginas sin un mínimo conocimiento de a dónde quiere ir. Pero con los cuentos
es distinto. Yo voy escribiendo piezas (tampoco muchas, entre una y cinco cada
año, con algún que otro año vacío) y cuando tengo alrededor de una decena me
pregunto si puede haber un libro. Tampoco creo que en los libros de cuentos
deba prevalecer una temática espacial o argumental: es el estilo del escritor,
su visión del mundo, lo que le puede dar sentido.
Y, para acabar, otra pregunta tópica: ¿Después de “Antes del paraíso”
qué, está trabajando en algo, volverá a la novela, por ejemplo?
El ordenador de un escritor (al menos de un escritor como yo) se parece al estudio de un artista plástico: está todo lleno de obras empezadas, con algunas a punto de terminar, otras de inicio muy reciente. Es un estudio donde se confunden las pinturas y las esculturas, los óleos y las acuarelas… Hay muchas cosas en el taller de mi ordenador y confío en que alguna tome la delantera a las demás y me obligue a centrarme en ella.
España en guerra es la segunda novela de este músico con el culo lleno de hormigas. Una
comedia bélica y bestia cuyo punto de partida es una declaración de
independencia de Catalunya. De ella y de otros proyectos como sus
miniconciertos privados por whatsapp habló Albert Pla con el escritor Patxi
Irurzun en una accidentada videollamada.
Para entrevistar a Albert Pla me he preparado cuarenta o cincuenta preguntas, eso es lo que me han recomendado algunos compañeros que ya han lidiado con él y sus respuestas escuetas e inquietantes silencios. Estoy nervioso, por eso y porque soy fan. Muy fan. Como se dice ahora canciones como “Sufre como yo” o “Lola la loca” me volaron la cabeza, me llevaron consigo a la luna. He aullado a en el coche, a coro con mis hijos, “Somatruites” cientos de veces. Y el concierto en el que más me he reído en mi vida ha sido uno suyo en Zentral de Iruña (a donde, pandemia mediante, volverá Albert Pla el día 21 de noviembre—el día anterior, 20 de noviembre, estará en Jimmy Jazz, en Gasteiz—). Me reí tanto en aquel concierto que me dolía la cabeza, es una cosa un poco triste que me pasa.
La cuestión es que en la entrevista, que acordamos hacer por
videollamada, me da miedo decepcionarle con mis preguntas o que él me
decepcione a mí y tenga que buscar nuevos ídolos o, no sé, hacerme runner
o un tatuaje.
Para preparar la entrevista he husmeado en otras anteriores, en las que el polifacético artista catalán dice que a menudo suele mentir o inventarse cosas o que los titulares terroristas que le atribuyen a veces y que desatan tormentas (“Me da asco ser español”, por ejemplo) en realidad a él le importan un pito.
Todo lo cual me tranquiliza un montón.
Vamos a hablar, Albert y yo, de su nueva novela, “España en guerra”, la segunda tras “España de mierda”. En ella, Albert Pla imagina una invasión del estado español por parte del ejército estadounidense, después de que Catalunya proclame su independencia y España declare la guerra a la nueva república. (“Yo estoy convencido de que lo harían, de que España entraría en guerra con Catalunya o el País Vasco si estos declararan su independencia”, afirma Albert Pla). En su libro, los americanos, con una unidad de élite llamada el Batallón de los locos a la vanguardia, llegan a la península ibérica a restablecer el orden, y su labor pacificadora trae consigo, como cabe esperar, todo tipo de catástrofes y escabechinas: El Pilar y la Sagrada Familia vuelan por los aires, banqueros, jueces supremos, diputados, presidentes… son torturados y ejecutados… En el libro aparece, por si eso fuera poco, un rey que se autoexilia, un incidente con las fuerzas de ocupación en un bar de Altsasu, numerosos casos de corrupción, pederastia, tráfico de armas… “En realidad, me he quedado corto”, me parece recordar que contesta Albert Pla cuando le pregunto si se ha inspirado en la realidad.
No estoy muy seguro, porque con los nervios, no he conseguido grabar la videollamada. La idea era registrar la voz con otro móvil mientras hablaba con Albert y le hacía capturas de pantalla para fardar después y enseñarlas a mis amigos y mis seguidores de Facebook, pero como el móvil era uno viejo que he encontrado por ahí, cuando apenas llevábamos cinco minutos de conversación a la batería le ha dado un infarto y no me he atrevido a decirle a mi ídolo que me disculpara un momento mientras buscaba otra grabadora.
Así que aquí estoy ahora tirando de mis apuntes y mi mala memoria e
intentando completar como buenamente puedo los caracteres que tengo asignados
para esta entrevista. Por suerte me he leído el libro, algo que, según confiesa
el cantante de Sabadell, muchos periodistas no hacen. Me lo he leído y me he
divertido, que es de lo que se trata, pues este es, así lo ha calificado el
autor, una comedia bélica.
“¿Te lo pasas bien escribiendo, te resulta fácil?”, creo recordar que le he preguntado, y que él me ha contestado “Claro, si no, no lo haría” y que entonces yo he pensado “Es verdad, que pregunta más boba”. También me parece que le he preguntado a continuación a ver si siente un intruso como novelista y que él me ha contestado: “Claro, como novelista, como cantautor, como rockero, como flamenco… Desde que escribí mi primera canción estoy disimulando. Soy un disimulador profesional”. Lo cual me trae a la mente la imagen de alguien que coge la manzana de abajo en una de esas pilas de los supermercados y la pila se derrumba y después el patoso se aleja silbando… Lo que pasa con Albert Pla es que lo que silba suena muy bien y que detrás le siguen, como a un flautista de Hamelín, un montón de personas cantando y bailando y mordiendo manzanas. Por otra parte, ¿si Albert Pla es un intruso y un disimulador profesional, entonces es también un intruso en el mundo de los disimuladores?
Yo qué sé.
Recuerdo más cosas que Albert Pla me ha contado sobre la novela. Por
ejemplo, que esta hizo un viaje a contra corriente, es decir, él la escribió en
castellano pero como nadie quiso publicársela fue traducida por Martí Sales al
catalán, donde vio por primera vez la luz. Ahora es la editorial vallecana
Desacorde, a la que Pla llegó por medio de Fermin Muguruza (y en la que han
publicado otros músicos vascos como El Drogas, Evaristo o Miren Lacalle) quien
por fin edita en castellano “España en guerra”; o, por ejemplo, que las magníficas y explícitas ilustraciones
(alguien que recuerda mucho a Puigdemont descerrajado de un disparo en la boca,
los miembros del Tribunal Constitucional metiéndose un tiro de farlopa en el
baño…) son de César Sebastián Diez.
Recuerdo también que, aparte de la novela, le he preguntado a Albert Pla por algunas de sus últimas andanzas. Una de ellas es “Albert te canta”, una propuesta de conciertos privados en los que el músico interpreta para sus seguidores a través de una videollamada de whatsapp dos canciones por 70 euros. “Si por ejemplo yo, que trabajo en una pequeña biblioteca rural, te pagara esos 70 euros ¿lo podríamos ver en una pantalla unos cuantos?”, le propongo, porque es verdad, tengo que completar mis pingües ingresos como periodista con otros trabajos —cosa normal, por otra parte, menudo periodista de mierda que no consigue ni grabar sus entrevistas—. Voy de listo, pero Albert me contesta muy educadamente que la idea está concebida para que las canciones las escuchen dos o tres personas, a las que él pueda ver en el móvil, y que cuando la música se escucha a través de unos altavoces, o en una pantalla grande, pierde gracia, porque se trata más bien de susurrar esas canciones, es decir, de algo íntimo, chulo, privado…
He hablado también con Albert Pla de “España de Borbón”, una serie de videos que está colgando en youtube en los que cuenta de manera tan alegre y pedagógica como rigurosa algunas curiosidades y hazañas de la dinastía borbónica, que es pródiga en inmensidades. “Fernando VII tenía una polla enorme”, evoca, por ejemplo, Pla a Joaquín el Necio.
De todo lo demás, ya no me acuerdo muy bien. Tampoco han sido al final cuarenta o cincuenta preguntas, y con lo que he conseguido retener parece que al final he llegado a completar este reportaje. Claro que, ahora que me doy cuenta, está el tema de las fotografías. Albert me ha parecido un tipo majo, así que voy a preguntarle si me manda alguna o me deja usar las capturas de pantalla. Espero que sí. Si no ya me veo tatuándome la cara de Mariano Haro o de Fermín Cacho en el culo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para semanario ON (diarios Grupo Noticias)
Nadie es perfecto. Que lance el primer estornudo quien no haya olvidado alguna vez la mascarilla al salir de casa o del coche o al levantarse de una terraza. Yo, lo confieso, una vez me estuve paseando por un supermercado a boca descubierta durante casi veinte minutos. Nadie me dijo nada. Por encontrarle el lado positivo a mi despiste, me agradó darme cuenta de que en realidad no hay tantos policías de balcón —o de pasillo de supermercado— como parecía durante el confinamiento. Los policías de balcón eran en realidad los notas de siempre, la excepción, malasombras que, puesto que días antes habían acaparado el papel higiénico, necesitaban después cagarse todo el rato en alguien.
No me
enorgullezco de todos modos de esos veinte minutos de libertad o de
inconsciencia. En cuanto me di cuenta,
tuve tal sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que estuve media
hora más de la necesaria paseándome por los pasillos del súper, ya
protocolariamente enmascarado, como si de ese modo pudiera hacer entender a
quienes me habían visto antes que yo no era un negacionista, un
supercontagiador o un novio de la muerte
—o de que no tenía un póster de Bolsonaro,
de Rocío de Mer o de Hitler en mi cuarto—. Todo eso con la mejor de mis sonrisas, es
decir, achinando los ojos para que se noten bien las patas de gallo. La
mascarilla ha impuesto nuevos lenguajes gestuales. Con sus inconvenientes y sus
desventajas. A los gafosos, por ejemplo, nos cuesta más disimular los bostezos,
porque se nos empañan delatoras las gafas. Si además de gafosos somos feos, eso
sí, salimos en parte —nunca mejor dicho— beneficiados, porque ahora solo somos
mediofeos. Las barberías me imagino que estarán perdiendo clientes. Y también
los fabricantes de enjuagues bucales. El mundo y las costumbres, en fin están,
cambiando. Una película de hace un año, con gente abrazándose, nos parece una película de época; las
comedias románticas y sus inocentes besos, porno duro; un concierto con el
público desparramando sudor y felipones, el ritual de un suicidio colectivo.
A la vez, no
terminamos de adaptarnos a los nuevos tiempos y delante de una mampara de
protección siempre buscaremos el lateral o el hueco que queda libre para hablar
a quien nos atiende desde el otro lado. Preferimos, en lugar de creer que todo
esto quizás se prolongue pero algún día volveremos a nuestra vida anterior,
apreciar señales de apocalipsis en las ciclogénesis explosivas, los enjambres
sísmicos o en ese anuncio en el que Bisbal hace gorgoritos para anunciar
yatekomos.
“¡Vamos a morir todos!”, gritan algunos (bueno eso ya lo sabíamos, lo correcto sería decir “¡Vamos a morir todos en muy poco tiempo!”, pero esto último solo lo saben los de H&M, a juzgar por una foto que rula por los grupos de whatsapp en la que se ve una colección de ropa que parecen trajes fúnebres para un funeral cuáquero). “¡Es el fin del mundo!”, hacen el eco otros, y a mí, no sé por qué, supongo que porque lo asocio con esa idea de fragilidad de nuestro planeta o, mejor dicho, de nuestra especie, me viene a la cabeza aquello que se decía hace unos años: si los mil millones de chinos saltaran todos a la vez alterarían el eje de rotación de la tierra. Lo cual en realidad no sé muy bien qué tipo de consecuencias catastróficas tendría: ¿las agujas de los relojes saltarían a nuestras yugulares convertidas en espadas asesinas?, ¿el mundo se convertiría en un gran Delorean?, ¿impactaríamos contra un planeta desconocido con el rostro de Trump o de José María Aznar esculpido en su corteza? Sería, esta última, una muerte horrible. Por suerte, inmediatamente después pienso que siempre habrá algún chino descordinado que pierda el paso de sus compatriotas y salte un poquito antes o un poquito después que todos los demás, fastidiando el experimento, un chino patoso que salve de ese modo a la humanidad. Nadie, por suerte, es perfecto.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON 03/19/20 (diarios Grupo Noticias)
Ahora ya no les hago
ninguna gracia, ni me prestan atención alguna, incluso se avergüenzan de mí,
pero cuando mis hijos eran más pequeños podía contarles cualquier trola
maravillosa y ellos —qué majicos eran— me creían. Solía, por ejemplo, comprar
natillas de esas que vienen con una galleta María flotando en el centro, y cada
vez que le quitaba la tapa a una de ellas hacía el mismo paripé:
—Chicos, chicos, a ver
si tiene premio —les decía.
Y mis hijos revoloteaban
entusiasmados a mi alrededor, y cuando yo abría la natilla, de un tirón,
después de una teatral pausa, siempre tocaba, y los tres entonces comenzábamos
a saltar y a abrazarnos. No se podían
creer que su padre fuera tan sortudo. Bueno, sí, se lo creían, se lo creían a
pies juntillas: mis hijos pensaban que el premio era la galleta y que había
desafortunados compradores de natillas, la mayoría en realidad, que tenían que comerse sus natillas a palo
seco y sintiéndose unos calimeros.
Como teníamos tanta
potra, una mañana, en la calle, mi hijo mayor me pidió que le comprara un cupón
a un vendedor de la ONCE.
—Anda, toma, cómpralo tú
—le alargué un billete, orgulloso y aliviado.
Porque, al contrario que
yo, mi hijo, que había salido a su madre, no era tímido ni vergonzoso (a mí todavía
hoy me sigue dando lacha dirigirme a alguien en las tiendas o los bares; a
veces, voy hacia la barra ensayando para mí mismo cómo pedir: “Hola, un café y
una cocacola. No, mejor: Cuando puedas ¿me pones un café y una cocacola?”;
hubo, incluso, una temporada durante mi juventud en la que era incapaz de decir
cocacola sin trabarme, y recuerdo que los camareros se me quedaban mirando con
cara de logopedas, o compadecidos, como si fuera un ababol o tuviera algún
defecto en el habla).
El caso es que, aquella
mañana, mi hijo se dirigió todo
pizpireto hacia el vendedor de la ONCE y le pidió con tal fe y alborozo el
cupón que a este le hizo gracia y además del boleto le regaló un caramelo.
Entonces mi hijo comenzó a saltar,
agitando y mostrándonos el caramelo, mientras gritaba: —¡Me ha tocado, me ha
tocado!
Qué majicos eran.
Otra vez les hice creer
sin demasiado esfuerzo que su madre y yo de jóvenes habíamos sido piratas (ella
respondía al nombre de la Capitana Culodiez y yo al de El Corsario Esmirriado).
Por sus cabecitas ni por asomo se les pasaba preguntarse qué había ocurrido
para que dos terribles perros del mar como nosotros hubieran acabado frente al
televisor viendo Pasapalabra, o que mi cicatriz en la tripa en lugar de la
esquirla de un cañonazo la hubiera producido una vulgar apendicitis.
Todo eso fue hace muchos
años. Antes de que la vida y la adolescencia comenzaran a decepcionarles con
sus frustrantes revelaciones, sus espinillas y sus padres ridículos que aún los
trataban como si fueran niños pequeños.
Hace unos días, en un
cumpleaños nos regalaron un globo de helio y yo pensé que todavía quedaba una
esperanza. Cogí una pajita, la introduje por la válvula e inspiré. Luego me
dirigí al cuarto de estar y les dije: —Chicos, a comer—, con la voz apitufada
por el gas. Ellos me miraron, se levantaron sin inmutarse y se dirigieron a la
cocina.
Si eso ya no funciona yo ya no sé qué más puedo hacer. Supongo que asumir que soy un viejales. Pero tampoco me preocupa tanto. En el fondo sé que todos seguimos creyendo todavía, en lo más secreto de nuestro interior, que bajo las playas de Isla Tortuga hay un tesoro, con una enorme galleta María en el centro del cofre, y que tarde o temprano lo desenterraremos. Me gusta pensar que esa ilusión es la que sigue abriéndonos, con sus andares pizpiretos, el camino, por muy cuesta arriba, muy negro o muy calimero que este se nos ponga.