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De qué hablamos cuando hablamos de amor / Principiantes (Raymond Carver)

Ago 23, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Club de lectura de verano

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Raymond Carver y Gordon Lish

Es curioso, Raymond Carver está considerado uno de los maestros del género del cuento o el relato corto y entre sus virtudes se destaca siempre su minimalismo, la austeridad, la económica precisión de sus narraciones, en las que elude las descripciones innecesarias, los adornos y fuegos de artificio, hasta conseguir esos cuentos fibrosos y desapasionados, como una cuchillada limpia y certera, en la que la sangre brota una vez acabada la lectura; y, sin embargo, todo ello no se lo debemos a él, si no a Gordon Lish, el editor de sus primeros libros de relatos, como De qué hablamos cuando hablamos de amor, quien, corrigió, cambió los finales con frases propias y podó los relatos de Carver hasta eliminar en ocasiones el setenta u ochenta por ciento de lo que el escritor de Oregón le había entregado.

Los relatos originales de De qué hablamos cuando hablamos de amor fueron publicados (en España por Anagrama) tiempo después bajo el título igualmente original de Principiantes (esto también es curioso, que el barroco Carver eligiera un título corto y el podador Lish uno tan largo), de modo que quien sienta curiosidad por la vivisección puede comparar los respectivos trabajos y juzgar.

Dos versiones del mismo cuento

Veamos, por ejemplo, uno de los relatos más famosos de Raymond Carver, El baño (o Parece una tontería en la versión original). En él, una madre encarga para el cumpleaños de su hijo un pastel, pero el chico es atropellado por un coche y la fiesta debe ser suspendida, pese a lo cual, mientras el niño permanece en coma en el hospital, el pastelero, que desconoce esa circunstancia, reclama insistentemente por teléfono a la familia que pasen a recoger su pastel. El relato de Carver-Lish (¡atención, spoiler! — aunque, de todos modos, los suyos no son cuentos cerrados, que se resuelven con un giro sorprendente, sino más bien escenas cotidianas bajo las cuales se adivina una grieta, un latido del horror; en el caso de El baño, por ejemplo, ese teléfono terrorífico repiqueteando—),el relato de Carver-Lish, decíamos, finaliza precisamente con una de esas llamadas, en la que no sabemos muy bien si quien llama (“Se trata de Scotty”, dice) lo hace desde la pastelería o desde el hospital. En el cuento de Carver-Carver, por el contrario, esta escena final se alarga de tal modo que sabemos que Scotty, el niño,  finalmente morirá e incluso vemos más tarde al pastelero reuniéndose con la familia.

De qué hablamos cuando hablamos de amor - Carver, Raymond - 978-84 ...
De qué hablamos cuando hablamos de amor - Carver, Raymond - 978-84 ...

Es evidente que Gordon Lish talla el diamante en bruto hasta convertirlo en una piedra preciosa lo cual no quiere decir que Carver carezca de talento. Gordon Lish descubre con su poda una voz, un estilo propio. Sin su trabajo de edición probablemente Carver nunca habría sido Carver, pero también es cierto que cuando este, frustrado, se rebeló contra su editor y decidió plantarse, obligarle a respetar su trabajo, dio a la imprenta trabajos notables como Catedral.

El cuento y sus decálogos

Carver, además, teorizó a menudo sobre el género del cuento, demostrando que conocía perfectamente sus mecanismos y secretos (la importancia de un inicio y un final contundentes, la necesidad de mantener la intensidad, el ritmo y la unidad…).

Son muchos los autores de relatos, además de Carver, que han reflexionado sobre un género cuya mejor definición quizás sería que un buen cuento es aquel que se escabulle de todas las definiciones (algo que, por lo demás, se puede aplicar a la novela, la música, la pintura…). Cortázar, por ejemplo, decía en un decálogo sobre el género que “no existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista”. Y fue Cortázar también quien, en las Clases de literatura que impartió a regañadientes en la Universidad de Berkeley dijo que, extrapolándolo al lenguaje del cine,  si una novela era la película, un cuento era la fotografía (o, llevándolo al mundo del boxeo, que “la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por K.O.”).

Los decálogos sobre el cuento son un subgénero por sí mismos, que han cultivado autores como García Márquez (“Cuenta un cuento que te gustaría leer”), Julio Ramón Ribeyro (“El cuento debe solo mostrar, no enseñar”) u Horacio Quiroga (“No adjetives sin necesidad”)… A este último, por cierto, la escritora argentina Silvina Bullrich contestó con una refutación en la que, por ejemplo, detecta dos adjetivos prescindibles en una frase de un cuento del escritor uruguayo.

Por el rabillo del ojo

Otra escritora, autora de grandes cuentos, Flannery O’Connor, reflexiona sobre el género en un texto titulado El arte del cuento en el que señala que este es “una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana”. Y, si lo pensamos bien, estamos constantemente contando cuentos. Un chiste es un pequeño cuento. Cada vez que le explicamos a alguien por qué hemos llegado tarde a una cita, con quién nos hemos encontrado en la calle, qué hicimos el fin de semana, estamos contando un cuento y utilizando inconscientemente los recursos y estructuras del género: un inicio que atrape su atención, un discurso que mantenga la tensión, un final que resulte revelador, sorprendente o cómico o que deje en el tejado de nuestro interlocutor la pelota…  

Film probes O'Connor, her place in "Christ-haunted South"
Flannery O’Connor

Joseba Sarrionandia, por su parte, escribió un cuento reivindicándolos en el que decía que son cuentos lo que los niños piden a sus padres cuando van a dormir, no novelas. Lo cual, nos lleva a aclarar algo que a los cuentistas nos preguntan a menudo —incluso en entrevistas— y que encajamos con una sonrisa glacial: “¿Pero lo que usted escribe, son cuentos para niños?”. Esperamos que a estas alturas del artículo todos quienes los estén leyendo comprendan que no, o que igual también sí, pero que eso es otra cosa, y estamos hablando de relatos, historias cortas, de un género literario (o un subgénero, si nos ponemos quisquillosos), porque si no, corremos el riesgo de que alguien vaya a la librería y se lleve para su hijo de seis años un libro de Bukowski.

Volviendo, para acabar, a Raymond Carver, en su artículo Escribir un cuento señala: “La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo” otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado”.

Algo que nos sirve para concluir con una definición, de nuestra propia cosecha,  que puede servir para aproximarse a este género tan escurridizo y que tanto nos apasiona y que vendría a decir, en fin,  que el cuento es como encender una cerilla en un cuarto a oscuras: todo aquello que se ve mientras permanece encendida la llama.

PATXI IRURZUN
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 22/08/2020

“Yo no sé si lo que he hecho es ilegal, pero es muy bonito” El tenista de Krakovia.

Ago 23, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Si lo llega a hacer Banksy sale hasta en la sopa. Pero lo hizo “El tenista de Krakovia”, un anónimo artista urbano de Iruña quien se coló en una casa preparada para ser derribada y pintó un mural que ha permanecido oculto  durante cuatro años y solo ha visto la luz cuando han entrado las máquinas de demolición. Jugada maestra.

Patxi Irurzun / Gara 23/08/2020

La cita con el tenista es en la escena del crimen, un solar en obras en el barrio de Buztintxuri de Iruñea, al inicio de la calle Ferrocarril.  Hemos tomado precauciones y acordado que el periodista espere leyendo un periódico con agujeros para los ojos, pero finalmente desechamos la idea porque eso, en realidad, levantaría más sospechas (lo de leer un periódico, queremos decir).

Pero ¿quién es el tenista de Krakovia? —intentamos desenmascarar con nuestra primera pregunta al autor de esta singular intervención—. “Todo empezó hace doce años”, comienza a contarnos una historia en la que se entremezclan redes sociales para ligar, vagabundos polacos y protohipsters. “Un grupo de amigos solíamos juntarnos a jugar al frontenis en un frontón que había por donde el Edificio Singular. En aquella época, cuando todavía no había hipsters ni barberías en cada esquina, a mí me había dado por no cortarme el pelo ni la barba durante casi un año. Haciendo el chorra me las despeiné y un amigo me sacó una foto. “¡El tenista de Krakovia!”, dijo alguien, no sé muy bien por qué, supongo que por la raqueta y porque le recordé a un chaval polaco que por entonces andaba pidiendo en la puerta de un Eroski cercano. Así es como surgió el personaje”.  

Primeras jugadas
A partir de ahí nuestro protagonista decide subir a una incipiente red social de contactos algunos fotomontajes del tenista junto a varios famosos, pero su belleza asalvajada y sus amistades no parecen excitar a nadie, de modo que recurre al arte como terapia y consuelo, realizando nuevos fotomontajes, que comienza a publicar en Facebook (el tenista abriéndose una gabardina delante del rey, el tenista exhibiendo musculatura ante un Santiago Abascal orinado por un perro, el tenista vestido de cuero en un campeonato de curling…) y varias plantillas que disemina por diferentes muros de la ciudad (todas ellas relacionadas con el cine, como la del tenista haciendo un cameo en Ghost, junto a Patrick Swayze, que todavía permanece en una belena, un callejón de la Plaza del Castillo).

Son los inicios del tenista, que desembocan en esa jugada maestra que es el mural de la calle Ferrocarril, algo que, que tengamos constancia, no ha hecho nunca nadie en el mundo, una intervención única en el arte urbano. La idea de pintarlo surge cuando llega a oídos del tenista que el edificio va a ser derruido. Tras los primeros desalojos de vecinos, consigue colarse en el portal y acceder a los pisos superiores. “Entraba como Chiquito de la Calzada, de puntillas, porque todavía quedaba alguna familia viviendo”, dice. “Y para pintar en una de las habitaciones usaba una luz frontal, porque habían tapiado las ventanas. En otras, por el contrario, las ventanas habían sido desmontadas, y habían entrado un montón de palomas. Encontraron hasta alguna especie protegida, rara, salió en los periódicos”. (Consultamos la hemeroteca y, en efecto, se trata de varios nidos de avión común, lo cual no deja de tener su gracia, como veremos en el siguiente párrafo)

La tensa espera
El tenista no recuerda muy bien durante cuánto tiempo estuvo pintando el mural, “tal vez dos semanas”. Sí los preliminares: que se retrató a sí mismo desnudo en casa hasta conseguir la foto correcta (“Una en la que no se me vieran los huevicos”, aclara), que midió paredes, tiró de Photoshop, preparó bocetos…  Y que su idea original, la réplica de King-Kong, quedó inconclusa, porque pretendía pintar también un avión al que él derribaba de un raquetazo, pero entonces tapiaron el portal (a pesar de lo cual, como hemos visto en el párrafo anterior, en esta historia sí hay aviones —comunes—).

Después, llegó la espera. Según sus previsiones, el edificio debía de ser demolido en un año, pero finalmente tardó cuatro años en caer. “A veces me despertaba por las noches, pensando que sería ese día; o me preguntaba si cuando derribaran la casa también tirarían esas paredes”. Finalmente, a finales de julio de este año las máquinas de demolición se pusieron en marcha y… ¡oh, sorpresa!, allí apareció, triunfal  el tenista de Krakovia. “Durante los primeros días pasaba mucha gente por allí a verlo, es además una zona de mucho tráfico. Y había muchos comentarios, mucho runrún en el barrio, ¿quién habrá hecho algo así?, decían algunos, otros que  podían haber sido los propios vecinos desalojados…”.

El espíritu del tenista
Aunque el tenista de Krakovia no es Banksy, lo cierto es que su intervención está teniendo eco: ha aparecido en diferentes medios —Diario de Noticias de Navarra fue quien destapó la noticia— sus seguidores en Facebook se han multiplicado e incluso ha recibido mensajes inquietantes a través de su Instagram, desde perfiles anónimos en los que le envían fotos con su rostro de paisano, desenmascarándolo. “Yo no sé si lo que hice fue ilegal, pero es muy bonito”, se defiende él, ante las sospechas de que pueda estar siendo investigado o advertido. Y es verdad: lo que ha hecho es tan bonito y tan fuera de lo común que siente cierta presión, pues no sabe si podrá superar eso en alguna futura acción. De momento ha fantaseado con la idea de ofrecer sus servicios a empresas de demolición. No parece mala idea. Esas empresas podrían convertir sus derribos en una obra de arte o en poesía visual. En cuanto al futuro del mural de la calle Ferrocarril, no sabemos cuánto tiempo permanecerá a la vista. Puede que cuando este reportaje vea la luz ya haya sido cubierto. En todo caso, el tenista de Krakovia le augura más vidas. “Igual lo cubren con esa pintura amarilla de las obras, pero seguirá ahí, debajo, como un espíritu, que un día se aparecerá a los habitantes de las nuevas casas que van a construir”. Quizás, pensamos nosotros, la constructora debería conservar el mural u ofrecerlo como un plus a los compradores (quién sabe, tal vez un día en los libros de historia del arte se hable de esta pionera intervención urbana). O quizás no, quizás su verdadero valor sea lo efímero de la acción. Lo que sí es seguro es que el tenista de Krakovia, con su imaginación y su originalidad, nos ha dado una gran alegría, en estos tiempos de desconcierto y oscuridad. ¡Apúntate un tanto, tenista!

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