Monroeville, Alabama. Años veinte (del pasado siglo). Un pueblito de apenas unos miles de
habitantes. Dos de ellos, con el tiempo, se convertirán en dos de los grandes
nombres de la literatura norteamericana. Como si, por poner un ejemplo, en Cascante
hubieran nacido Ana María Matute y Miguel Delibes (bueno, en Cascante,
donde nacieron Lucio Urtubia o el
bandido Sanchicorrota igual no
habría sido tan raro —¿qué les dan de comer en Cascante, por cierto, en qué
marmita con la pócima de la rebelión se caen sus niños al nacer?—). Pero
volvamos a Monroeville. En este pequeño pueblo de la América profunda se
criaron juntos Truman Capote y Harper Lee, la autora de Matar un ruiseñor. Fueron ambos niños
raritos y prodigio, con lo cual, en realidad, no resultaba extraño que
compartieran sueños, confesiones, lecturas, ni que se retroalimentaran
creativamente. De hecho, se ha especulado mucho sobre si Truman Capote fue
quien realmente escribió Matar un
ruiseñor, entre otras cosas porque el propio y presuntuoso Capote nunca se
molestó demasiado en desmentirlo, a pesar de que en realidad solo hiciera
algunas correcciones y sugerencias a la novela, del mismo modo que tampoco se
molestó nunca demasiado en reconocer la aportación de Harper Lee a su obra
maestra, A sangre fría. Volveremos
después sobre eso
Racismo, pobreza, violencia
Matar un ruiseñor (¿o Matar a un ruiseñor? Delas dos maneras lo hemos visto escrito en las diferentes ediciones de la novela), nos narra el juicio contra un joven negro acusado injustamente de una violación, al que defiende el inolvidable y noble Atticus Finch — a quien siempre pondremos el rostro de Gregory Peck, que lo interpretó en la magnífica adaptación cinematográfica—, todo ello en el ambiente violento, racista y opresivo de un pueblito del sur de los Estados Unidos. Pero la novela es, en realidad mucho más que eso, es a la vez una novela de iniciación, y una novela del gótico sureño (género en el que podríamos incluir a autores como Tenesse Willians, Willian Faulkner o incluso algunas obras de Stephen King; novelas con escenarios asfixiantes, decadentes, protagonizadas por personajes perturbadores, aunque en Matar un ruiseñor todo esto se atempera con la visión de Scout, la narradora, una niña de 9 años), y es también a ratos una novela feminista, en la que Scout se rebela ante el papel que, por su condición de mujer, el futuro parece depararle… Una novela, en suma, que trata temas universales de la literatura como el despertar a la vida, la perdida de la inocencia, la educación o la defensa de la ética, del respeto a los seres humanos, valores encarnados en esa figura casi épica que es el personaje de Atticus Finch-Gregory Peck (a quien, por cierto, dedicó una maravillosa canción Iñigo Muguruza en uno de sus últimos grupos, Lurra); de hecho, Harper Lee tomó el nombre de su protagonista del orador romano Cicerón, llamado Titus Pomponious Atticus, conocido, según la escritora, como “un hombre sabio, culto y humano”.
La desaparición de Harper Lee
La novela se nutre en parte de la propia experiencia biográfica de la autora, cuyo padre, como Atticus, era viudo, abogado y defendió a un padre y su hijo negros acusados del asesinato de una dependienta blanca. El personaje de Dill, por otra parte, el amigo de Scout, es evidentemente un trasunto de Truman Capote. Y tras la historia de Boo Ridley, el enigmático ser que viven encerrado en una casa vecina y deja de vez en cuando mensajes y pequeños regalos a los niños en el hueco de un árbol, hay también una historia real, la del hijo de una familia de Monroeville al que esta mantuvo oculto, por vergüenza, durante 24 años tras tener algún problemilla con la justicia.
La propia Harper Lee
se convirtió en una especie de Boo Ridley, es decir, en una ermitaña, tras la
publicación de la novela (que estuvo a punto de perderse para siempre cuando
tras dos años y medio escribiendo bocetos, en un acceso de inseguridad, arrojó
el manuscrito por la ventana de su modesto apartamento en Nueva York). Matar
un ruiseñor fue, sin embargo, un éxito inmediato: ganó el Premio Pulitzer, la
adaptación cinematográfica obtuvo tres Oscar y a lo largo del tiempo la novela
ha vendido más de treinta de millones de ejemplares. Pese a lo cual fueron mínimas las apariciones públicas de Harper Lee, quien no volvió a
escribir, o al menos a publicar ninguna otra obra (Ve y pon un centinela es anterior a Matar a un ruiseñor, y en realidad uno de esos bocetos de esta, que fue recuperado en una operación de
marketing editorial apenas un año antes de que la escritora muriera, con casi
noventa años).
A sangre fría
Todo lo contrario a esta actitud misántropa de Harper Lee fue la mantenida por su amigo Truman Capote, a quien la fama, la vanidad y la vida social lo perdían, y al que le reconcomía saber que Harper Lee había ganado un premio como el Pulitzer, que él siempre anheló y nunca consiguió, ni siquiera con A sangre fría, a la que, como decíamos más arriba, también contribuyó en cierto modo la escritora de Monroeville. Truman Capote (que, por cierto, tomó su apellido de su padre adoptivo de origen canario) viajó hasta Holcomb, un pequeño pueblecito de Kansas para investigar el truculento asesinato de una familia y lo hizo acompañado de su íntima amiga, la autora de Matar un ruiseñor, quien fue quien rompió el hielo entre los recelosos vecinos, poco acostumbrados a tratar con personas como el estrafalario escritor, quien, homosexual, deslenguado y con la voz pituda, debía de ser en Holcomb un perro verde (aquellos primeros días de Harper Lee y Truman Capote juntos en Holcomb aparecen reflejados en la película Capote, de Bennet Miller).
Fue, pues, Harper Lee quien inició las investigaciones, aunque el carácter magnético de Capote no tardaría en imponerse y tomar el mando del trabajo, que sufrió un giro decisivo cuando el escritor pudo conocer e intimar con los dos autores de la matanza, condenados ambos a muerte, de quienes nos describe tanto su vida antes del asesinato como sus últimos días, hasta componer ese gran reportaje, es monumental novela de no ficción que es A sangre fría. El papel de Harper Lee, sin embargo, no parece limitarse al de rompehielos, como demuestran algunas revelaciones periodísticas que hizo uno de sus biógrafos, tan solo dos meses después de la muerte de esta, cuando hizo público un artículo sobre el asesinato de Kansas que Lee había escrito para una revista del FBI. Por lo demás, Harper Lee también intentó escribir su propio A sangre fría, pues durante algún tiempo estuvo investigando un caso similar, el de un reverendo que había asesinado a varias personas para cobrar su seguro de vida y que posteriormente sería asesinado por el hijo de una de las víctimas, un proyecto del que finalmente desistiría (aunque uno de sus amigos cercanos asegura que en realidad escribió el libro, con lo cual cualquier día nos llevamos otra sorpresa, u otra decepción), como desistió literariamente de todo lo demás, seguramente atenazada por la imposibilidad de superar una de las novelas más destacadas e inolvidables del siglo XX, como es Matar un ruiseñor.
Es curioso, Raymond Carver está considerado uno de
los maestros del género del cuento o el relato corto y entre sus virtudes se
destaca siempre su minimalismo, la austeridad, la económica precisión de sus
narraciones, en las que elude las descripciones innecesarias, los adornos y
fuegos de artificio, hasta conseguir esos cuentos fibrosos y desapasionados,
como una cuchillada limpia y certera, en la que la sangre brota una vez acabada
la lectura; y, sin embargo, todo ello no se lo debemos a él, si no a Gordon Lish, el editor de sus primeros
libros de relatos, como De qué hablamos
cuando hablamos de amor, quien, corrigió, cambió los finales con frases propias
y podó los relatos de Carver hasta eliminar en ocasiones el setenta u ochenta por
ciento de lo que el escritor de Oregón le había entregado.
Los relatos
originales de De qué hablamos cuando
hablamos de amor fueron publicados (en España por Anagrama) tiempo después bajo
el título igualmente original de Principiantes
(esto también es curioso, que el barroco Carver eligiera un título corto y
el podador Lish uno tan largo), de modo que quien sienta curiosidad por la
vivisección puede comparar los respectivos trabajos y juzgar.
Dos versiones del mismo cuento
Veamos, por ejemplo, uno de los relatos más famosos de Raymond Carver, El baño (o Parece una tontería en la versión original). En él, una madre encarga para el cumpleaños de su hijo un pastel, pero el chico es atropellado por un coche y la fiesta debe ser suspendida, pese a lo cual, mientras el niño permanece en coma en el hospital, el pastelero, que desconoce esa circunstancia, reclama insistentemente por teléfono a la familia que pasen a recoger su pastel. El relato de Carver-Lish (¡atención, spoiler! — aunque, de todos modos, los suyos no son cuentos cerrados, que se resuelven con un giro sorprendente, sino más bien escenas cotidianas bajo las cuales se adivina una grieta, un latido del horror; en el caso de El baño, por ejemplo, ese teléfono terrorífico repiqueteando—),el relato de Carver-Lish, decíamos, finaliza precisamente con una de esas llamadas, en la que no sabemos muy bien si quien llama (“Se trata de Scotty”, dice) lo hace desde la pastelería o desde el hospital. En el cuento de Carver-Carver, por el contrario, esta escena final se alarga de tal modo que sabemos que Scotty, el niño, finalmente morirá e incluso vemos más tarde al pastelero reuniéndose con la familia.
Es evidente que Gordon Lish talla el diamante en bruto hasta convertirlo en una piedra preciosa lo cual no quiere decir que Carver carezca de talento. Gordon Lish descubre con su poda una voz, un estilo propio. Sin su trabajo de edición probablemente Carver nunca habría sido Carver, pero también es cierto que cuando este, frustrado, se rebeló contra su editor y decidió plantarse, obligarle a respetar su trabajo, dio a la imprenta trabajos notables como Catedral.
El cuento y sus decálogos
Carver, además, teorizó a menudo sobre el género del cuento, demostrando que conocía perfectamente sus mecanismos y secretos (la importancia de un inicio y un final contundentes, la necesidad de mantener la intensidad, el ritmo y la unidad…).
Son muchos
los autores de relatos, además de Carver, que han reflexionado sobre un género
cuya mejor definición quizás sería que un buen cuento es aquel que se escabulle
de todas las definiciones (algo que, por lo demás, se puede aplicar a la
novela, la música, la pintura…). Cortázar,
por ejemplo, decía en un decálogo sobre el género que “no
existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista”. Y fue
Cortázar también quien, en las Clases de
literatura que impartió a regañadientes en la Universidad de Berkeley dijo
que, extrapolándolo al lenguaje del cine,
si una novela era la película, un cuento era la fotografía (o, llevándolo
al mundo del boxeo, que “la novela gana siempre por puntos, mientras que el
cuento debe ganar por K.O.”).
Los decálogos sobre el
cuento son un subgénero por sí mismos, que han cultivado autores como García Márquez (“Cuenta un cuento que
te gustaría leer”), Julio Ramón Ribeyro (“El
cuento debe solo mostrar, no enseñar”) u Horacio
Quiroga (“No adjetives sin necesidad”)… A este último, por cierto, la
escritora argentina Silvina Bullrich
contestó con una refutación en la que, por ejemplo, detecta dos adjetivos
prescindibles en una frase de un cuento del escritor uruguayo.
Por el rabillo del ojo
Otra escritora, autora de grandes cuentos, Flannery O’Connor, reflexiona sobre el género en un texto titulado El arte del cuento en el que señala que este es “una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana”. Y, si lo pensamos bien, estamos constantemente contando cuentos. Un chiste es un pequeño cuento. Cada vez que le explicamos a alguien por qué hemos llegado tarde a una cita, con quién nos hemos encontrado en la calle, qué hicimos el fin de semana, estamos contando un cuento y utilizando inconscientemente los recursos y estructuras del género: un inicio que atrape su atención, un discurso que mantenga la tensión, un final que resulte revelador, sorprendente o cómico o que deje en el tejado de nuestro interlocutor la pelota…
Joseba Sarrionandia, por su parte,
escribió un cuento reivindicándolos en el que decía que son cuentos lo que los
niños piden a sus padres cuando van a dormir, no novelas. Lo cual, nos lleva a
aclarar algo que a los cuentistas nos preguntan a menudo —incluso en
entrevistas— y que encajamos con una sonrisa glacial: “¿Pero lo que usted
escribe, son cuentos para niños?”. Esperamos que a estas alturas del artículo
todos quienes los estén leyendo comprendan que no, o que igual también sí, pero
que eso es otra cosa, y estamos hablando de relatos, historias cortas, de un
género literario (o un subgénero, si nos ponemos quisquillosos), porque si no,
corremos el riesgo de que alguien vaya a la librería y se lleve para su hijo de
seis años un libro de Bukowski.
Volviendo, para acabar, a Raymond Carver, en su artículo Escribir un
cuento señala: “La definición que da V.S.
Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo” otorga a
la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina
un instante susceptible de ser narrado”.
Algo que nos sirve para concluir con una definición, de nuestra propia cosecha, que puede servir para aproximarse a este género tan escurridizo y que tanto nos apasiona y que vendría a decir, en fin, que el cuento es como encender una cerilla en un cuarto a oscuras: todo aquello que se ve mientras permanece encendida la llama.
PATXI IRURZUN Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 22/08/2020
Si lo
llega a hacer Banksy sale hasta en la sopa. Pero lo hizo “El tenista de
Krakovia”, un anónimo artista urbano de Iruña quien se coló en una casa preparada
para ser derribada y pintó un mural que ha permanecido oculto durante cuatro años y solo ha visto la luz
cuando han entrado las máquinas de demolición. Jugada maestra.
La cita con el tenista es en la escena del crimen, un solar en
obras en el barrio de Buztintxuri de Iruñea, al inicio de la calle
Ferrocarril. Hemos tomado precauciones y
acordado que el periodista espere leyendo un periódico con agujeros para los
ojos, pero finalmente desechamos la idea porque eso, en realidad, levantaría
más sospechas (lo de leer un periódico, queremos decir).
Pero ¿quién es el tenista de Krakovia? —intentamos
desenmascarar con nuestra primera pregunta al autor de esta singular
intervención—. “Todo empezó hace doce años”, comienza a contarnos una historia
en la que se entremezclan redes sociales para ligar, vagabundos polacos y
protohipsters. “Un grupo de amigos solíamos juntarnos a jugar al frontenis en
un frontón que había por donde el Edificio Singular. En aquella época, cuando
todavía no había hipsters ni barberías en cada esquina, a mí me había dado por
no cortarme el pelo ni la barba durante casi un año. Haciendo el chorra me las
despeiné y un amigo me sacó una foto. “¡El tenista de Krakovia!”, dijo alguien,
no sé muy bien por qué, supongo que por la raqueta y porque le recordé a un
chaval polaco que por entonces andaba pidiendo en la puerta de un Eroski
cercano. Así es como surgió el personaje”.
Primeras
jugadas A
partir de ahí nuestro protagonista decide subir a una incipiente red social de
contactos algunos fotomontajes del tenista junto a varios famosos, pero su
belleza asalvajada y sus amistades no parecen excitar a nadie, de modo que
recurre al arte como terapia y consuelo, realizando nuevos fotomontajes, que
comienza a publicar en Facebook (el tenista abriéndose una gabardina delante
del rey, el tenista exhibiendo musculatura ante un Santiago Abascal orinado por
un perro, el tenista vestido de cuero en un campeonato de curling…) y varias
plantillas que disemina por diferentes muros de la ciudad (todas ellas
relacionadas con el cine, como la del tenista haciendo un cameo en Ghost, junto
a Patrick Swayze, que todavía permanece en una belena, un callejón de la Plaza
del Castillo).
Son los inicios del tenista, que desembocan en esa jugada
maestra que es el mural de la calle Ferrocarril, algo que, que tengamos
constancia, no ha hecho nunca nadie en el mundo, una intervención única en el
arte urbano. La idea de pintarlo surge cuando llega a oídos del tenista que el
edificio va a ser derruido. Tras los primeros desalojos de vecinos, consigue
colarse en el portal y acceder a los pisos superiores. “Entraba como Chiquito
de la Calzada, de puntillas, porque todavía quedaba alguna familia viviendo”,
dice. “Y para pintar en una de las habitaciones usaba una luz frontal, porque
habían tapiado las ventanas. En otras, por el contrario, las ventanas habían sido
desmontadas, y habían entrado un montón de palomas. Encontraron hasta alguna
especie protegida, rara, salió en los periódicos”. (Consultamos la hemeroteca
y, en efecto, se trata de varios nidos de avión común, lo cual no deja de tener
su gracia, como veremos en el siguiente párrafo)
La tensa
espera El
tenista no recuerda muy bien durante cuánto tiempo estuvo pintando el mural,
“tal vez dos semanas”. Sí los preliminares: que se retrató a sí mismo desnudo
en casa hasta conseguir la foto correcta (“Una en la que no se me vieran los
huevicos”, aclara), que midió paredes, tiró de Photoshop, preparó bocetos… Y que su idea original, la réplica de
King-Kong, quedó inconclusa, porque pretendía pintar también un avión al que él
derribaba de un raquetazo, pero entonces tapiaron el portal (a pesar de lo
cual, como hemos visto en el párrafo anterior, en esta historia sí hay aviones
—comunes—).
Después, llegó la espera. Según sus previsiones, el edificio
debía de ser demolido en un año, pero finalmente tardó cuatro años en caer. “A
veces me despertaba por las noches, pensando que sería ese día; o me preguntaba
si cuando derribaran la casa también tirarían esas paredes”. Finalmente, a
finales de julio de este año las máquinas de demolición se pusieron en marcha
y… ¡oh, sorpresa!, allí apareció, triunfal
el tenista de Krakovia. “Durante los primeros días pasaba mucha gente
por allí a verlo, es además una zona de mucho tráfico. Y había muchos
comentarios, mucho runrún en el barrio, ¿quién habrá hecho algo así?, decían
algunos, otros que podían haber sido los
propios vecinos desalojados…”.
El espíritu del tenista Aunque el tenista de Krakovia no es Banksy, lo cierto es que su intervención está teniendo eco: ha aparecido en diferentes medios —Diario de Noticias de Navarra fue quien destapó la noticia— sus seguidores en Facebook se han multiplicado e incluso ha recibido mensajes inquietantes a través de su Instagram, desde perfiles anónimos en los que le envían fotos con su rostro de paisano, desenmascarándolo. “Yo no sé si lo que hice fue ilegal, pero es muy bonito”, se defiende él, ante las sospechas de que pueda estar siendo investigado o advertido. Y es verdad: lo que ha hecho es tan bonito y tan fuera de lo común que siente cierta presión, pues no sabe si podrá superar eso en alguna futura acción. De momento ha fantaseado con la idea de ofrecer sus servicios a empresas de demolición. No parece mala idea. Esas empresas podrían convertir sus derribos en una obra de arte o en poesía visual. En cuanto al futuro del mural de la calle Ferrocarril, no sabemos cuánto tiempo permanecerá a la vista. Puede que cuando este reportaje vea la luz ya haya sido cubierto. En todo caso, el tenista de Krakovia le augura más vidas. “Igual lo cubren con esa pintura amarilla de las obras, pero seguirá ahí, debajo, como un espíritu, que un día se aparecerá a los habitantes de las nuevas casas que van a construir”. Quizás, pensamos nosotros, la constructora debería conservar el mural u ofrecerlo como un plus a los compradores (quién sabe, tal vez un día en los libros de historia del arte se hable de esta pionera intervención urbana). O quizás no, quizás su verdadero valor sea lo efímero de la acción. Lo que sí es seguro es que el tenista de Krakovia, con su imaginación y su originalidad, nos ha dado una gran alegría, en estos tiempos de desconcierto y oscuridad. ¡Apúntate un tanto, tenista!
“La utilización política de la pandemia ha sido un asunto canallesco”
Miguel Sánchez-Ostiz, escritor
En Breves del
desconcierto, la última obra de Miguel Sánchez-Ostiz, publicada por
Pamiela, el escritor navarro anota, a través de textos breves (o boteprontos)
sus reflexiones sobre los tiempos de incertidumbre que vivimos, incluidos los
últimos meses de pandemia y esa llamada nueva normalidad, apuntalada con
“porras viejas y mordazas ya muy mordidas”.
Patxi Irurzun / Gara 18/08/20
En el último de los breviarios de Miguel Sánchez-Ostiz, género
en el que se ha prodigado últimamente (recordemos, El asco indecible, Diario volátil o A cierta edad) late, como señala él mismo en el quevediano prólogo,
una alegría feroz y la convicción profunda de no arrojar la toalla, a pesar de
los pesares, a pesar de los empujones, que nunca hay que dejar sin devolver, o
del fango de los tiempos en el que chapotean con chulería cayetanos, matones
(“Me pregunto si el futuro no estará en manos de matones iletrados”, anota
siempre certero en su desconcierto el escritor navarro), trepas, mangutas de
guante blanco y máscara benemérita y rojigualda… Todo ese aire a podrido se
ventila en estos breves o, como se
subtitula la obra, boteprontos, enojos o
soliloqueos. Sánchez-Ostiz no escribe para gustar a todos, señala también el
autor al inicio del breviario, y todos quienes le leemos lo agradecemos.
Este es un libro que, como casi todo, dio un vuelco forzoso con el confinamiento, tal y como explica en la introducción. ¿Cómo afectó al mismo y en que ha cambiado lo que iba a ser?
Cambios no ha habido muchos, ni de tono ni de contenido. Lo que ocurre es
que de pronto se impuso una realidad que
obligaba a hablar de ella. Por ejemplo, algunos capítulos como el de «Oigo
patria a tu afición…» cogieron con la pandemia un volumen cayetanesco y
rojigualdo inaguantable. La utilización política de la pandemia ha sido un asunto
canallesco.
“Breves del desconcierto”… Vuelve a los breviarios, los textos cortos, que ha frecuentado durante los últimos años. ¿Se siente cómodo en ese formato del botepronto, el soliloqueo (maravillosa invención, por cierto)…?
Pues sí, me siento tan cómodo que
hasta he pensado poner un negocio de epitafios en Beritxitos (cementerio de Iruñea)… Ahora en serio,
los discursos de recio y apretado discurrir se leen con dificultad creciente.
El tiempo lector de las redes sociales se impone y esos boteprontos se leen con
gusto porque más allá de las diez líneas lo que digas se sigue a ratos o con
desgana.
Y en este caso los breves son del desconcierto… Más allá de mostrar este desconcierto, ¿el breviario intenta buscar respuestas o un camino para seguir adelante?
El de resistir y el de plantar cara a lo que no es dañino en lo público y
en lo privado, en la medida de nuestras posibilidades, que no son muchas, pero
porque no lo tengan fácil que no quede.
-Al libro no le falta el tono zumbón, burlesco, aunque a muchos quizás no se lo parezca…
¿Burlesco? Mucho, empezando por mí mismo. Auténtico pitorreo de mis
bajonazos, torpezas e hipocresías. Una cosa es lo que te propones o quisieras
hacer, y otra bien distinta lo que haces o logras hacer. Muchas veces te quedas
por el camino. Por no hablar de en qué paran tus propios discursos en plan
Espartaco.
–En relación con lo anterior, también se advierte en su breviario, como en otros de sus libros cierto optimismo, diría, me refiero a esa posición de resistencia, de no ceder (“No cedas”, aparece en la penúltima entrada) o de no resignarse, no callar, devolver los empujones…
Sí, ese «no cedas viejo perro» es un verso de un amigo poeta boliviano
que me gusta mucho, el Humberto Quino. Somos quintos, para allá viejitos, pero el
Humberto no deja de dar la cencerrada, no tira la toalla, te guste o no lo que
dice, se enfrenta, resiste.
-Hay temas recurrentes, de los que ya ha hablado a menudo: el matonismo, el abuso de la fuerza y los uniformados, el patrioterismo, convertirte en enemigo y repudiado solo por no aplaudir o seguir las consignas oficiales… ¿Tenemos para rato con todo esto?
Para rato… como dices. Es el asco de nunca acabar. No hay más que fijarse
en lo que parece invisible, salvo para el que recibe los porrazos, lo sucedido
en esta mandanga de la «nueva normalidad» con porras viejas y mordaza ya muy mordida.
Ahora estamos de veraneo, dándole al balonico
hinchable de colorines, como focas amaestradas, pero la incertidumbre de lo que
pueda venir sigue ahí. Somos frágiles y vulnerables, y se ve que el sistema no
llega a todo, y no a todos. Iban a hacer y no solo no han hecho, sino que ni
intención parece que tengan. De pronto todo a vuelto a «las altas esferas» que
es donde la inmensa mayoría no estamos.
–En la parte final, dedicada a “la plaga”, reflexiona sobre lo que vendrá tras ella… ¿Qué espera de esta “nueva normalidad”, como la llaman?
Nada bueno, salvo que en lo público se reconstruya la cohesión social,
pero desde abajo. Esos movimientos vecinales de solidaridad son un ejemplo de
lo que puede hacerse o ese movimiento de artistas madrileños «Salva lo Público», que hacen calle y no
bureo de redes sociales, a favor de la Sanidad pública y en contra de la
privatización de todos los servicios a ellos aparejados. Nuestras vidas no
pueden ser un negocio.
-Por último, también comenta en relación con esto sus temores respecto al futuro de las pequeñas editoriales, librerías… e incluso el desconcierto respecto a sus propios libros futuros. ¿Qué cree que puede pasar?
No tengo ni idea, pero me temo que el lector está muy dañado, las redes nos han quitado capacidad lectora, perdemos en ellas el tiempo de la lectura, nos achatamos… La gran mayoría ha estado colgada de las pantallas durante esta pandemia. Pequeñas editoriales, pequeñas librerías… no sé cuál puede ser su futuro y si van a poder mantenerle el reto a los grandes grupos que lo abarcan todo e imponen sus criterios comerciales (los literarios son otra cosa), como no sé cuál puede ser el futuro de un escritor que vaya a contrapelo y no puedan hacer con él negocio editorial y mediático, aunque no creo que sea bueno.
Publicado en magazine On, suplemento semanal de diarios de Grupo Noticias (15/08/20)
Uno de los
libros más emocionantes y bonitos que he leído es, sin duda, Capitanesde la arena, de Jorge Amado.
Pero no me hagan mucho caso. Lo que a uno le parece bonito a otros les puede
parecer un horror. Tengo comprobado, además, que hay un nada despreciable (en
cuanto a número) grupo de lectores a los que no les gustan los libros que
hablan sobre desgracias (es decir, el ochenta por ciento de la literatura
universal), a los cuales les recomiendo que no sigan adelante con este artículo
en el que, además de esta novela del escritor brasileño Jorge Amado, vamos a
hablar de literatura sobre sintecho o escrita por sintecho.
Capitanes de la arena cuenta las peripecias de una banda de
niños de la calle, de meninos da rua
de Salvador de Bahía (el libro se publicó en 1937, pero, por desgracia, sigue
siendo terriblemente actual), sus temores, sus sueños y las razones que les
llevaron a la marginación y la delincuencia. Las novelas de Jorge Amado, el
gran narrador de la ciudad de Bahía, pobladas por prostitutas, vagabundos,
campesinos, obreros, siempre lo hacen, siempre nos enseñan que tras cada una de
esas historias hay una injusticia y que nadie nace ni se hace pobre por
vocación. En el caso de Capitanes de la
arena, por ejemplo, hay dos momentos de la novela que resumen perfectamente
la misma: la escena de los meninos da rua
subidos a un tiovivo en el que por unos momentos son capaces de olvidarse de la
miseria, la violencia, el hambre en la que viven sumidos; o el capítulo en el
que uno de ellos, Sin-Piernas, es
adoptado por una acomodada familia y se debate entre la misión por la que se
deja acoger por esa familia: marcar la casa y facilitar al resto de la banda el
asalto de la misma, y la felicidad que, repentina e inesperadamente, encuentra al
sentirse por una vez querido —más allá de la camaradería de sus compinches—.
Los niños de la calle, se puede concluir, son solo niños, y lo que le añade la
apostilla “de la calle” es la persistencia a lo largo de los siglos de miseria,
desigualdades y atropellos.
El pan desnudo de Mohamed Chukri Jorge Amado narra la historia desde una óptica cercana al realismo social e incluso socialista, y así algunos de los capitanes de la arena evolucionarán a lo largo de la narración hasta convertirse en una brigada de choque de lucha obrera. Todo ello sin que de las páginas de esta novela se borren nunca los trazos profundamente líricos con que es contada.
Al igual que en
las novelas de Jorge Amado, la literatura se ha ocupado en muchas otras ocasiones
de quienes no tienen nada: vagabundos, alcohólicos, mendigos…, a veces con un
halo romántico que se desvanece cuando los propios autores han sido sintecho y
han escrito sobre ello, como el escritor bereber Mohamed Chukri, que fue otro niño de la calle y escapó a la pobreza
a través de la literatura (aprendió a escribir con veinte años) dejándonos una
obra memorable, a la altura de Capitanes
de la arena como es El pan desnudo (o El pan a secas, así ha sido traducido en sus últimas ediciones).
Tom Kromer y Victor Hugo Viscarra Otro escritor sintecho
es el estadounidense Tom Kromer, autor
de Nada que esperar, un clásico de la
literatura de la Gran Depresión, que narra los cinco años que el autor pasó
deambulando por albergues, vías de ferrocarril, descampados o pensiones de mala
muerte.
La vida de los vagabundos estadounidenses de ese periodo (retratada también en otros libros, como el magnífico Tallo de hierro, de Willian Kennedy, adaptado al cine por Héctor Babenco e interpretada en su papel protagonista por Jack Nicholson), está escrita en Nada que esperar sobre papeles de fumar o en los márgenes de los folletos religiosos de los albergues cristianos. Kromer refleja la desesperanza de un ejército de pobres vencido por el hambre y el desempleo, sus triquiñuelas para pedir limosna, la muerte de algunos compañeros, desmembrados al intentar subir en marcha a trenes de mercancías, las palizas de la policía…
A las palizas de
la policía, precisamente, achacaba otro escritor vagabundo, el boliviano Víctor Hugo Viscarra, su ruina física,
en lugar de a los treinta años malvividos en las calles de La Paz, o al alcohol
trasegado durante todo ese tiempo. Víctor Hugo Viscarra, que murió en 2006 a
los 49 años cuando parecía que tenía 70, dejó títulos como Alcoholatum y otros drinks, en los que describe la vida de los
borrachos, delincuentes y vagabundos de La Paz, es decir, su propia vida: los
bares como pudrideros (bares con nombres como El pezón de la mariposa o El
Averno; bares en los que es posible encerrarse bajo candado para beber hasta
reventar, literalmente); el sexo indigente,
buscando calor en la pestilencia y la llaga; el mundo y el lenguaje del
pequeño hampa paceño… De Víctor Hugo Viscarra, una leyenda de la noche y de la
literatura maldita boliviana, se han ocupado más y mucho mejor otros autores
como Alex Ayala o Miguel Sánchez-Ostiz; y la editorial
gasteiztarra Mono Azul, con Jabo H.
Pizarroso al frente, publicó su título quizás más conocido y accesible, Borracho estaba, pero me acuerdo.
El escritor apestado, y Miquel Fuster El mexicano Carlos Flores Vargas no es propiamente
un escritor sintecho, pero sí se puede decir que vive y trabaja en la calle,
que la recorre cada día de arriba abajo con sus libros a cuestas, y con los
recortes de prensa que hablan de “su caso”. Ganador del prestigioso concurso
internacional de cuentos Max Aub en 1988, Flores firmó un contrato con la
editorial mexicana Diana, pero esta retuvo sus cuentos, dilató ad infinitum la publicación de los
mismos, ante lo cual el escritor inició una huelga de hambre frente a sus
oficinas e incluso amenazó con amputarse y comer su propio brazo si la
editorial no cumplía el contrato. La editorial finalmente indemnizó al escritor
pero su pequeña victoria fue a la vez su tumba, pues a partir de ese momento
ninguna otra editorial quiso publicar a un autor con fama de conflictivo como
Flores Vargas. Desde entonces, este vende de manera ambulante sus libros, que
él mismo edita bajo sello propio (El patito feo), por el Zócalo de México DF.
Por cada uno de ellos pide 0,60 pesos, y además tiene una página web, www.elescritorapestado.com, en las que se pueden leer algunas de
sus obras, como Cuentos de sexo o Estela y la sangre.
Un caso más cercano es el del dibujante e ilustrador barcelonés Miquel Fuster, que tras entrar como aprendiz con dieciséis años en la Bruguera y trabajar como ilustrador durante un tiempo en otras editoriales de prestigio, como Norma, o agencias de prestigio como Selecciones Ilustradas, se vio en la calle a causa de una acumulación de desgracias: una ruptura sentimental, el refugio en el alcohol, el incendio fortuito de su vivienda… Miquel Fuster pasó quince años viviendo al raso, sobreviviendo gracias a la mendicidad, hasta que en 2007 comenzó a publicar sus vivencias en un blog que finalmente se convertiría en una novela gráfica titulada Miquel, 15 años en la calle. Miquel mantiene además un blog (www.miquelfuster.com) en el que se pueden ver algunas páginas de este trabajo, y otras ilustraciones de trazo desgarrado y oscuro que dejan constancia de sus años como sin techo.
Fuster, Viscarra, Flores, Jean-Marie
Roughol, cuya autobiografía
se convirtió en un best-seller en Francia, los cuatro vagabundos polacos
autores de Invisible, un curioso
libro cuya tinta solo es visible bajo cero, de modo que quienes lo lean sientan
qué es vivir a la intemperie, el Diario
de una vagabunda de la japonesa Fumiko Hayashi…
Hay, en definitiva y por desgracia, muchos capitanes de la arena y, para
disgusto de esos “lectores” que citábamos más arriba, nos tememos que, como
decía el tango de Discépolo, puesto que “el mundo fue y será una
porquería” seguirá habiendo también
quien, afortunadamente, dé cuenta de ello en novelas crudas y hermosas como las
de Mohamed Chukri o Jorge Amado.