Publicado en «Rubio de bote» (18/04/2020), colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
El confinamiento cansa mucho. Necesitaría, por ejemplo, cuarenta cuarentenas para poder leer todos los libros que recomendáis. Dejad de recomendar libros, por favor. No hace falta. Todo lector que se precie acumula en su casa una buena pila de libros atrasados. Y, además, no tenemos —yo al menos— ganas de leer. Hay que tener cuidado con lo que se desea. Toda la vida soñando con una temporada en casa encerrado con tus libros y al final todo se reduce a que entre wasap y wasap consigues avanzar apenas unas líneas en tu lectura, atascada desde hace semanas.
Yo también he recomendado libros, lo confieso. Me han
obligado mis editores. Otro de los motivos por los que no tengo tiempo para
leer es ese, que te pasas el día grabando vídeos para recomendar a los demás qué
tienen que leer. No es fácil grabar esos vídeos. Dejad de pedir vídeos. Cuando
los grabo me siento como esos presentadores de telediarios que solo se ponen
guapos de cintura para arriba y en la parte de abajo van en pijama o calzoncillos.
Bueno, al menos grabar vídeos te obliga a ducharte y vestirte (o vestirte a
medias). El otro día grabé uno con el culo al aire. Por divertimento. Ahora
cada vez que lo vea solo yo sabré que estoy en medio pelotas y me hará mucha
gracia. Soy así de simple. Aunque también hay que tener cuidado con esas cosas,
porque las casas se han convertido en un Gran Hermano, con todo el mundo
teletrabajando y los niños haciendo las tareas por Zoom o por Jistsi meet y
a la que te descuidas apareces de refilón saliendo de la ducha o eructas en
riguroso directo para todo el grupo de extraescolares. Por no hablar de que, para
que entre un poco de sol —hay también un subpaís de casas sin balcones, patios
ni jardines—, dejamos las ventanas abiertas de par en par y el mundo se
convierte en La ventana indiscreta.
Volviendo a los vídeo-selfies, hay que elegir el lugar más cuqui de la casa
para grabarlos. La estantería de los libros como fondo siempre luce mucho y da
un toque interesante (siempre que tu estantería no esté carcomida por libros de
Alfonso Ussía o discos de José Manuel Soto). Nada de ropa para doblar por
detrás, ni desconchones ni plantas chuchurrías. Es curioso, durante todos estos
días sin salir de casa he visitado, aunque sea virtualmente, más casas ajenas que
nunca. Da mucho morbo colarse en ellas, imaginarse el olor a comida flotando en
el pasillo, comprobar que en la intimidad todos somos tan iguales.
Sí, el confinamiento es agotador: los vídeo-vermuts, el pinpón con mi hija en la mesa de la cocina, el yoga para principiantes, Pablo Casado y su corbata negra, las salidas al súper, despegar las bolsas para la fruta o desbloquear el móvil con guantes, los grupos de wasap, ¿qué comemos hoy?, los telediarios coronoviralizados, las noticias, que son casi siempre malas noticias, las muertes, Rafael Berrio, Luis Eduardo Aute, Rubem Fonseca, la madre de un amigo, los días interminables y tan cortos a la vez, las patatas fritas y las aceitunas, el paracetamol, las series, los aplausos, los bulos, las mascarillas, los militares, las colas de los supermercados, el papel higiénico que la gente se llevaba a espuertas y era para hacer memes o toquecitos con los pies, ¿qué cenamos hoy?, toda esta distopía que ha convertido en distopía nuestra vida real, anterior, este túnel interminable al final del cual hay una luz blanca y desconcertante.
“Conducir despacio me ha enseñado a conducirme despacio en la vida” Íñigo Garcés (Cabezafuego), músico
De
Atarrabia a Ereván, la capital armenia, a cuarenta kilómetros por hora de
media, conduciendo por carreteras secundarias de Eslovenia, Hungría, Georgia…,
en una vieja furgoneta cargada con micrófonos, latas de fabada de un euro y
Pachuco, su inquieto perro, el músico Íñigo Garcés, Cabezafuego, realizó el
pasado verano un viaje y una residencia artística, que se traducirán en futuros
y —conociendo su trayectoria— seguro que personalísimos proyectos musicales.
Lo mejor de los viajes suele ser a menudo
contarlos. Y en el caso de Cabezafuego (integrante y pilar en muchos casos de
grupos como Mermaid, Bizardunak, Atom Rhumba, entre otros muchos, y autor en
solitario de dos recomendabilísimos trabajos: Somos Droga y Camina conmigo)
cuenta el suyo dos veces: en el blog en el que dejó constancia de su viaje —un
viaje, como deben de ser todos los viajes iniciáticos, salpicado de peripecias;
un viaje que le ha cambiado la vida—; y en la música que compondrá tomando como
base esta experiencia y los “10146 ruidos”, así se llama su proyecto, que fue
grabando en el recorrido.
Esta última —crear un banco de sonidos— era la
premisa con la que consiguió la residencia artística que le llevó hasta
Armenia. “Me enteré de la convocatoria
de una residencia artística en Armenia, promovida por el Centro de Arte
Contemporáneo de Uharte. Fue verlo y saltar algún resorte que me
dijo: proponles tu majarada. Era una estancia de un mes, pero les
camelé para ir por mi cuenta en coche, a la aventura, con tiempo indefinido,
hasta llegar allí. El dinero destinado a los aviones, me lo gastaba en
gasolina, yo me buscaba la vida para aparecer por allí a tiempo… Salí con dos
meses de antelación”, nos cuenta el músico navarro.
A cuarenta por hora Antes de partir, Íñigo Garcés cerró todos los trabajos pendientes que tenía en su taller de serigrafía de Atarrabia y probó parte de su equipo de grabación dándose un paseo en bici con un casco con cámara y micrófono acoplados, en plenos sanfermines. Y, superada la prueba, comenzó el viaje. De una vorágine a otra; o quizás no tanto, porque pronto optó, o las circunstancias técnicas le obligaron a optar por tomárselo con calma y conducir despacio: “Tengo una furgoneta muy vieja, y si la pongo a cien parece que se va a abrir la tierra y tragarme”, explica. “Así que desde el primer día, dejé de apretar… Al principio a ochenta, luego a sesenta… Calculo que la media general fue de unos cuarenta kilómetros por hora. Teníais que verme subiendo los Alpes por ejemplo, a diez por hora… Total, que enseguida vi las ventajas, como el ahorro bestial de combustible, o lo más importante: escuchaba la carretera. Pensad que estaba allí para grabar ruidos, así que iba atento a cualquier cosa, más que sonidos, que no oía nada por el estruendo del motor, eran sensaciones, curiosidades que me hacían parar e investigar. A ciento veinte por una autovía, te lo pierdes todo”.
Conducir despacio y conducirse despacio
El ritmo que Cabezafuego se impuso lo ha aplicado también a su vida, a su manera de tomarse y afrontar las cosas. Le preguntamos si el viaje le ha cambiado y la respuesta es contundente: “Me ha cambiado muchísimo. Llegué a casa en octubre, y sigo sin tener ningún acceso de ira, frustración, tristeza… y antes los tenía a paladas. Te van pasando situaciones en la que que como estás solo, has de tener la mente fría y la calma suficiente para arreglarlas. Aquí igual tenía un contratiempo en el taller y me encerraba a cal y canto durante días sin ver a nadie, algo muy destructivo, y siempre por memeces, la verdad, está claro que somos nuestros peores enemigos. Lo que he tratado es de trasladar todo ese aprendizaje a mi vida cotidiana, y lo he conseguido. He hecho cambios muy importantes, la gente cercana sabe cuáles son y han visto el progreso en mí. No quiero sonar a zumbado que ha visto la luz, pero en las charlas que estoy dando, trato de explicarlo y la gente parece que lo entiende. El conducir despacio también ha sido una técnica aprehendida para conducirme despacio en la vida”.
El copiloto Pachuco
El viaje, a pesar de todo esto, no fue una balsa de
aceite. En el blog en el que escribió el cuaderno de bitácora del mismo (www.cabezafuego.com/blog/) nos
encontraremos con mordidas en puestos fronterizos, caminos embarrados, carreteras
con baches como agujeros negros, rastros de sangre sobre el asfalto o con un
extraño tipo con el pelo rojo —el propio
Cabezafuego— aporreando con una llave inglesa enormes torres de metal, después
de atravesar campos de ortigas con un perro loco: “Pachuco ha sido mi compañero, bastante
cabrón al principio, pero también el viaje sirvió para mejorar nuestra
relación. Es un perrazo grande que se vuelve loco con los gatos y con cualquier
bicho en el monte, y me lió varias de traca… Pero a la vez es muy bueno y
dócil, todo el mundo lo adoraba y me abría puertas cuando el idioma no servía
(ojo, que nunca lo utilicé para eso). Podía estar horas y horas dentro de la
furgoneta sin quejarse, pero también condicionó mucho el viaje, por otros
aspectos… pero en general, fue increíble. La naturaleza que exploré con él por
esos países, no la hubiera catado sólo”.
Fuera miedos
Las aventuras a las que tuvo que enfrentarse
Cabezafuego, por otra parte, le ayudaron a desprenderse de sus miedos y a
entablar sin recelo y con una sonrisa por delante relaciones en las que, especialmente
en la propia Armenia, apreció la generosidad y afabilidad de la gente (en Ereván,
por ejemplo se movilizó todo un destacamento de policías y bomberos para
recuperar las llaves que se había dejado dentro de la furgoneta). “Los primeros
días iba un poco acojonado, que si esto que si lo otro… Yo hace años que no
veo las noticias de medios generalistas, me imagino lo que tiene que ser un
viaje así para alguien que pasa del método Ludovico de los mass media al
viaje y ya directamente me cago encima. Pero pronto te haces a ello, ves que
todo el mundo está hecho de buena pasta, o al menos no de mala. No tuve ningún
percance con nadie, crucé todo tipo de escenarios, y me di cuenta que incluso
si te viene un húngaro en mitad de la nada, gritando con cara de pocos amigos,
tú le sacas tu mejor sonrisa y ya te entenderás con él. Una vez superado el
miedo inicial, ya puedes hasta dormir en medio de una ciudad con las puertas
abiertas de par en par, porque realmente el que das miedo eres tú, un
extranjero que apareces allí no se sabe de dónde, con poca pinta de turista…
¿Y ahora qué?
¿En qué se traducirá todo esto, todo este caudal de
experiencias, sonidos, aprendizaje vital?, preguntamos a Cabezafuego: “Para
empezar, en tener mi propio banco de sonidos para samplear en futuras
grabaciones. Si habéis escuchado mi último disco, Somos Droga, está
repleto de ruidos, y ahora puedo hacerlo con los míos, con toda la riqueza que
ello conlleva. Yo que tengo muy mala memoria, es oír un sonido, y
retrotraerme al momento exacto en el que lo grabé, dónde, cómo, cuándo… Maravilloso.
Por supuesto estoy haciendo piezas sonoras con ellos, eso es parte del proyecto
que me becaron”.
Algunas de esas piezas, o de los sonidos que
Cabezafuego grabó durante el viaje, se pueden escuchar en las presentaciones
que está haciendo —o que estaba haciendo antes del confinamiento— de “10146 ruidos” : “Están siendo fantásticas,
para mí al menos”, nos cuenta. “Los conciertos estaban plagados de discursos
más o menos largos, lo cual muchas veces lastraba el tempo del “chou”, pero
ahora ya me suelto a muerte, y la gente se lo pasa pipa, creo. Cuento
experiencias, pensamientos, pongo sonidos, canciones, hago participar al
público jugando con los ruidos… Estoy planeando ya un viaje largo por el estado,
siguiendo con la búsqueda de sonidos, pero también dando charlas. Todo será muy
improvisado, quiero que amistades, fans, o quien quiera, pueda organizar algo
rápido y sin estridencias en un par de días, porque les avisaré con poca
antelación, el viaje me llevará sin rumbo, sin tiempo… Seré un juglar que
vivirá de la empatía con la gente”.
Desde luego, si nos toca una cerca —cuando todo esto
acabe— nosotros no nos la perderemos. Y estaremos, por supuesto, atentos a los
que depare toda esta peripecia creativa y vital de un artista que, haciendo
justicia a su alias, Cabezafuego, es, como pocos, un volcán de ingenio y
originalidad.
Publicado en Rubio de bote, colaboración para suplemento ON de diarios de Grupo Noticias (8/4/2020)
Lo más socorrido y lo que te pide el cuerpo es pensar que son unos enormes pedazos de mierdas a los que habría que torturar hasta la muerte, por ejemplo haciéndoles escuchar audiolibros de Alfonso Ussía en bucle, pero yo intento buscarle una explicación lógica a su comportamiento. Y no se la encuentro. Me estoy refiriendo a esos subhumanos que, mientras sanitarios, mujeres de la limpieza, cajeras… se están dejando la vida por salvar la de otras personas, se dedican a fabricar bulos, a fabricarlos con toda su (mala) intención, colocando el membrete oficial de algún ministerio en un documento en el que advierten de que tal o cual ciudad va ser sitiada por el ejército (bueno, esto al final ha sido más o menos así), o haciendo pasar en una foto al Niño Polla, el conocido actor porno, por un joven investigador que ha muerto víctima del coronavirus y el 8M…
Mientras cientos de personas mueren de verdad cada día y sus
familiares ni siquiera pueden despedirlas ni enterrarlas, o mientras hay
cuidadores que deciden encerrarse a pasar esta cuarentena en el epicentro del
epicentro de la pandemia, las residencias de ancianos, hay gentuza que se
dedica, por ejemplo, a hackear los sistemas informáticos de los hospitales, o a
enviar emails en los que intentan secuestrar el número de cuenta bancaria de
las personas que son despedidas y enviadas al paro durante esta crisis, o a
intentar que los sin papeles víctimas del virus paguen los gastos de sus
ingresos hospitalarios… ¿Por qué lo hacen? En algunos casos esa explicación al
hijoputismo que trato de buscar tiene su lógica, por muy perversa que sea: en
el último de ellos (el de los sin papeles), se trata simplemente de quienes
proponen la medida son unos putos nazis; y en el de los intentos de estafa a
los desempleados, el objetivo es enriquecerse, aunque sea a costa de los más
débiles. Pero ¿qué lleva a alguien a intentar derribar las redes informáticas
de un hospital, justo cuando estos se encuentran al límite de sus
posibilidades, con sus trabajadores extenuados y los pacientes cayendo como
moscas? ¿O qué tipo de tara mental hace que alguien lance una fake new a esas arenas movedizas que son
estos días las redes sociales, sabiendo que habrá cientos de miles de personas
que se dejarán tragar por el pánico o el aburrimiento y darán pábulo a sus
patrañas? No lo entiendo, trato de meterme en la cabeza de esas personas y
analizar todas las grietas como abismos de su mente por la que se despeñan sus
ideas y no le encuentro explicación. ¿Actúan, quizás, por compensación, para
mantener el equilibrio, una sofisticada ingeniería moral que permite que la
balanza se incline al lado del bien? Es decir, ¿propagan los bulos para poner a
prueba nuestro sentido crítico, para afilarlo, para que nos adiestremos en
diferenciar la información real de la falsa en situaciones límite? (de hecho,
quiero pensar que durante esta crisis estamos aprendiendo a marchas forzadas a cribar
las patrañas, a distinguir las fuentes seguras y a contrastar las noticias).
¿Tiene, en fin, que haber alguien que haga el trabajo sucio, que se sacrifique
y se dedique a pintar las sombras para que la luz resplandezca con más fuerza?
Sí, puede que se trate de eso, y que toda esa gente, en el fondo, sean bellísimas
personas que se comportan de ese modo por nuestro bien y que salen todos los
días a las ocho de la tarde a los balcones a tocar la bubuzela.
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Ilustración Pedro Osés (para el cuento CUANDO TODO ESTO ACABE)
Relato publicado en el fanzine El Mono (número 80)
A la primera pareja que vino a follar al súper durante el confinamiento la encontré en la sección de embutidos, tirando con sus empujones todo el salchichón ibérico al suelo. Me dieron pena y un poco de envidia, con las mascarillas quitadas, comiéndose los morros como desesperados, tan inconscientes, creyendo que el amor vencería a la muerte.
Cuando les llamé la atención, me dijeron que no podían vivir el uno sin el otro y que llevaban dos semanas sin verse y que ya no aguantaban más y que el súper era el único lugar en que podían encontrarse sin levantar sospechas.
Los hice pasar al almacén, no sé muy bien por qué. Luego ya comprendí que se trataba simplemente de que yo era un cerdo.
Así comenzó todo.
Al principio eran solo ellos. Venían casi cada día. Entonces yo, después de acompañarles a su nidito de amor, salía del súper, rodeaba el edificio, entraba, sin hacer ruido por la puerta trasera del almacén y, escondido tras algún palé, comenzaba a pelármela.
Después, llegaron los demás. No sé cómo se enteraron. Supongo que la primera pareja de follarines lo comentó con sus amigos. Y que estos empezaron a rebotarlo en sus putos instagrams y sus putos grupos de wasap. Eso me asustó un poco. Pero eran todos tan jóvenes y tan hermosos…
Mis compañeros del súper sospecharon algo, claro. Tanta gente joven pululando por allí no era normal. Aunque como yo soy el encargado no decían nada.
Después, la situación se desmandó. El súper parecía a todas horas una rave. Y a mí el ciruelo se me puso en carne viva. Aquello tenía que terminar.
La gota que colmó el vaso fue el día que vi a un chico, tras quitarse el preservativo, arrojarlo sobre una caja de escarolas. No me pude contener y salí desde detrás del palet.
—¡Oye, tío, esto ya me parece que es pasarse!
—¿Pero qué dices, primo? ¿Y tú que estabas haciendo ahí, eh? ¡Te la estabas meneando! —contraatacó él, señalando mi bragueta abierta—. ¡Te vas a putocagar, te voy a denunciar!
Y lo hizo. Llevo ya tres días detenido. Aquí no se está tan mal. No tengo que ir a trabajar. Y por las noches, cuando apagan la luz, me acuerdo de todos esos chicos y chicas. Resistiré. Después de todo, todo el mundo está encerrado, de un modo u otro, estos días.
Ese es el título del cuento que sobre el confinamiento he publicado entre el 29 de marzo y el 5 de abril en Diario de Noticias de Navarra, ilustrado por Pedro Osés.