Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 21/03/20
“Tiempos nuevos, tiempos salvajes”, se escuchaba la canción de Ilegales en la radio. Sobre la luna delantera del coche yo no sé si caían copos de nieve o mariposas. Puto cambio climático. Bueno, también puede que fueran dioxinas. Al fondo de la carretera se veía una superluna hacia la que me dirigí como una polilla a la luz. Luego ya me di cuenta de que en realidad era un control de policía. O eso me pareció. La canción de la radio se acabó y empezó una de La Polla Records: “Vivo en un sitio que es como todos los sitios. Lo único que uno de cada ocho es policía”. Me pregunté si serían los nacionales, la guardia civil, los munipas, los forales, el ejército… Pero conforme me iba acercando me di cuenta de que no iban uniformados como ninguno de estos cuerpos, sino con buzos blancos, gafas de protección, guantes azules… Me imaginé que me tomarían la temperatura. Pero esa luz tan intensa no era normal.
Me hicieron parar. Uno de ellos se acercó a mi ventanilla. No veía su rostro. Me hizo gestos para que bajara del coche.
—No tengo fiebre —le hice saber.
Y entonces él emitió aquel extraño sonido, como una cinta de casete rebobinando. Se acercaron otros de sus compañeros. Todos se expresaban de esa manera. Me froté los ojos, incrédulo. ¿Quiénes eran aquellos seres? Dos o tres de ellos me agarraron por los brazos y me condujeron hasta su nave, iluminada por aquella luz blanca y deslumbrante. Lo hacían con delicadeza, de modo que a uno no le quedaba otro remedio que colaborar. Me hicieron sentar en una silla y me tomaron algunas muestras de saliva. También me recortaron un mechón de pelo. Después, vino otro marciano, un marciano especialista, y comenzó a masturbarme. Llevaba las uñas pintadas con esmalte rojo, en lo que yo entendí un gesto de deferencia hacia mí. Me acordé de aquel amigo de la adolescencia que para cascársela se ponía en los dedos anillos de mujer, para estimular su fantasía. Pajas con alhajas, lo llamaba. Mi amigo también era un poco marciano.
Cuando acabé, el especialista en macucas se llevó la muestra. ¿Para qué la querrían? Me inquietó pensar que quizás para repoblar Raticulín u otro pequeño planeta en alguna galaxia lejana.
Después me hicieron bajar y regresar al coche. Se despidieron, muy afectuosos, estrechándome la mano. Uno de ellos me dio una pequeña pastilla. Entendí, por los gestos que hacía, que se trataba de un regalo, pero no me atreví a tomármela, como me indicaban con insistencia. Ellos se encogieron de hombros y regresaron a la nave. Vi cómo esta se elevaba y desaparecía, tragada por la noche.
Y me quedé allí, sentado en el coche, durante casi diez minutos, aturdido, sin comprender muy bien qué había sucedido. Pensé en que no iba a contar nada a nadie. ¿Quién me iba a creer? Me pregunté por qué los marcianos me habían elegido a mí. Tal vez porque últimamente había escrito algún otro cuento sobre ellos. Pero lo hacía como una broma, de una forma descreída, por no escribir, por ejemplo, sobre el puto coronavirus o sobre las dioxinas o sobre el cambio climático. Por dar un respiro, en estos tiempos nuevos y salvajes, a mis lectores. Ahora, sin embargo, tendré que dejar de hablar de los marcianos, si no quiero que la gente me tome por loco. Pero yo sé que existen. Y que son seres superiores. Finalmente, de hecho, me tomé la pastilla con la que me obsequiaron. Y desde entonces siempre encuentro a la primera sitio para aparcar.