¿Para qué sirven tantas estrellas?
Patxi Irurzun
Publicado en magazine ON con diarios de Grupo Noticias (07/09/2019)
El verano de 2018 el cineasta navarro Oskar Alegría lo pasó en una cabaña sobre un árbol, a orillas del río Arga, en un paraje casi inaccesible por tierra, acompañado por dos gallinas, setenta libros y varias cámaras diseminadas por el bosque. Todavía hoy conserva las asilvestradas barbas de náufrago que le crecieron durante su aventura. Y estos días las pasea por la glamurosa alfombra roja de la Mostra de Venecia, uno de los festivales de cine más importantes y el más antiguo del mundo, donde presentó la película que surgió de su experiencia: Zumiriki.
Viene a ser como si Osasuna o el Eibar jugaran la final de la Champions.
Bueno, si el Eibar u Osasuna jugaran la final de la Champions habríamos escuchado la noticia hasta debajo del agua, pero probablemente esta será la primera vez que muchos de ustedes oyen hablar de este documental, que el director de la Mostra, Alberto Barbera, ha definido como incalificable (lo cual, dice el propio Alegria, ya es una manera de calificarlo).
Zumiriki es, ciertamente, una película extraordinaria, en todos sus sentidos; plena de poesía, de pequeños hallazgos y milagros (a pesar de lo cual, entre sus primeras imágenes, vemos la talla de una virgen transportada en una furgoneta y que, por si acaso, viaja con cinturón de seguridad).
En Zumiriki, que quiere decir “isla en mitad del río” en Artazu (cerca de esta localidad navarra la familia de Alegria tenía una casa y una pequeña isla, ahora sumergida, hasta las que el cineasta regresa en este viaje a la infancia y la memoria que también es el documental), nos vamos a encontrar con un robinsón que vive a la otra orilla de todo y que construye puentes con las palabras que otros dejan morir; con una mujer que recuerda e imita los chillidos del cerdo en un matatxerri que escuchó desde el vientre de su madre; con un unicornio de madera, una vaca negra e insumisa y una jineta que quiere ser estrella de cine; con unos árboles que asoman sobre el agua como los dedos de un ahogado pidiendo auxilio; con varios ciclistas que dejan a lo lejos una estela en el aire con las noticias de un mundo lejano; con un hombre en calzoncillos que se detiene durante un segundo ante una de las cámaras emboscadas y desaparece, como un ratón que olisquea y barrunta, a la vez que el pedacito de queso, la trampa; con un urbanita manazas –el propio Alegría— pero que con determinación de hierro es capaz de conquistar la tierra, el agua y el viento; con otro hombre —el padre del propio Alegria— que rescata con un tomavistas y confeccionando un diccionario propio términos locales vascos como kukurruku o el propio zumiriki; o con —entre otras muchas y hermosas imágenes, situaciones y reflexiones— una colección de ocasos, como las últimas noches en sus cabañas que Alegria rodó tiempo atrás con varios pastores octogenarios de los valles navarros pirenaicos.
Uno de estos pastores, precisamente, a los que Alegria interrogaba en mitad de la duermevela sobre sus sueños, sus recuerdos y las dudas a las que nunca encontraron respuesta, lanza esta pregunta maravillosa que llegará durante estos días, como el mensaje en la botella de un náufrago, desde las faldas del Orhi hasta la centelleante Venecia: “¿Para qué sirven tantas estrellas?”. Chi lo sa! Tal vez para que entre su luz, que a fin de cuentas es solo un último latido, el guiño fugaz de la muerte, se agazapen agujeros negros, caballos de Troya, repletos de misterio, vida y promesas, como son, a fin de cuentas, proyectos tan maravillosamente arriesgados, emocionantes y únicos como Zumiriki.
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