ESCENA DOMÉSTICA
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para ON, suplemento de diarios Grupo Noticias (04/05/19)
Todos lo hemos hecho alguna vez. Las bromitas por el portero automático. Por ejemplo, yo, el otro día, cuando vi por la ventana que mi hija se acercaba al portal, me acerqué al telefonillo y, en cuanto llamó, respondí con la voz de la abuelita de Piolín:
—¿Quiéeen eees?
Y no me debió de salir mal del todo, porque se hizo un silencio desconcertante, que mi hija rompió pagándome, o eso me pareció, con la misma moneda, que tintineó extraña, con un tono grave, de actor de doblaje.
—Perdone, señora, está aquí la niña —dijo, aunque en realidad no tardé en darme cuenta de que no era ella: mi hija de diez años no podía engordar de esa manera tan prodigiosa las cuerdas vocales, ni tampoco tenía dos gargantas, pues a la vez que la de Constantino Romero oí, solapándose, su vocecita infantil:
—¡Huy, creo que me he equivocado de piso! —dijo, dirigiéndose, supuse, al vecino con el que debía de haber coincidido en el portal.
Me entraron unos sudores repentinos. ¿Qué debía de hacer ahora? Lo más normal habría sido contestar “No, que soy el aita, haciendo el tonto”, pero en este tipo de situaciones tiendo a ofuscarme y a optar por la opción mas petersellerniana, a convertirme en un Mr. Bean de andar por casa, nunca mejor dicho.
—No, no, cariño, sube, ya te abro, que soy la abuela —dije, tratando de mantener el mismo tono trémulo y aflautado (y ridículo, por otra parte, porque mi madre tampoco habla así).
Y abrí la puerta.
Bueno, ya estaba, otra escena más para la comedia que es mi vida doméstica (tendrían ustedes que verme, por ejemplo, cocinando, echando las croquetas al aceite hirviendo y gritando como una jugadora de tenis cuando me salpican; o limpiando la jaula de Gainsbourg, mi conejo enano belier, mientras él le susurra a mi pantorrilla Je t’aime).
Pero la cosa no terminó ahí, como yo creía.
“Dindón”, llamaron a la puerta de arriba. Y cuando fui a abrir, allá estaba la niña… y Constantino Romero, que se me quedó mirando boquiabierto.
—¿Es tu padre? —preguntó.
—Sí —contestó mi hija, encogiéndose resignada de hombros.
Fue entonces cuando me di cuenta de las pintas que llevaba, con los pelos locos, la bata abierta, dejando ver la camiseta sucia (una de un banco en la que se podía leer “Revolución”), los calcetines gordos por encima del chándal, raído y lleno de agujeros…
—Ah, es que la he acompañado porque no ha reconocido a quien le ha contestado por el telefonillo —dijo el vecino, que en vez de ojos tenía rayos X.
Estuve a punto de darle las gracias de nuevo con la vocecita de la abuelita de Piolín, o de Psicosis, pero me contuve, porque creo que eso habría terminado de convencerle de que yo estaba como una puta cabra.
Durante unos días lo pasé muy mal, pensando en que cada vez que me cruzara con ese vecino a su cabeza le vendría mi imagen hecho un cuadro (clínico). Pero luego se me pasó. ¿Quién no se pone cómodo en casa? Me imaginé, por ejemplo, a la familia real con camisetas de la selección suiza, o de Arabia Saudí.
No hay, en fin, nada mejor que llegar a casa y despreocuparte de tu aspecto, ser uno mismo. Como en casa en ningún sitio. Y si tiene videoportero, mejor que mejor.
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