Gainsbourg y yo
Publicado en ON (Rubio de bote, 26/03/2017)
Gainsbourg, mi conejo enano belier, ha vuelto de Alcalá Meco hecho un quinqui. No sé si recuerdan que se lo llevó la policía una noche por quebrantar la ley bozal, o la mordaza, no sé, alguna de esas para preservar nuestras libertades.
Ha estado en prisión preventiva dos meses, que no parece mucho, pero en tiempo conejil equivale a año y medio. Y total para dejarlo libre y sin cargos (ya me parecía a mí que escribir en el twiter que se lo estaba pasando bomba delito no podía ser), aunque los periódicos, los que titularon con letras gordas “El conejo asesino” o “Un terrorista muy peludo”, no han publicado ahora nada.
El caso es que desde que Gaisnbourg ha vuelto no hace más que mear en aspersión.
—En el talego uno aprende pronto a marcar el terreno, primo —me dice.
Y también se pasa el día montando a un muñeco de Homer Simpson. Eso lo puedo entender, por la abstinencia y la promiscuidad propia de su especie (los conejos ya se sabe que son unos cerdos), aunque yo también le digo que salga un poco a la calle, vaya a discotecas, se apunte a un curso de bachata sensual, si lo que quiere es quitarse de encima el mono, bueno de debajo—igual dicho así suena raro, zoófilo, o atenta contra el honor de los peluches o contra alguna ley sobre la propiedad intelectual-comercial, yo ya no sé—.
Pero él que no, que todavía no está preparado, que en el trullo lo han maleado mucho y si sale de casa va a ser para liarla parda.
—Chico, ¿pues qué vas a hacer?, ¿atracar una tienda de zanahorias?, ¿afilarte los dientes con un ejemplar de la Constitución de tapa dura?… —le pregunto yo.
—No, comprarme un periódico, o, peor todavía, un libro y pasearme con él debajo del brazo, sembrando el pánico —contesta.
Por lo visto, en la cárcel eso, leer, es tendencia, si quieres ser malo malote, y lo de los tatuajes se ha quedado demodé (aparte de que ¿cómo o dónde se hace un tatuaje un conejo?).
—Llevar tatuajes es propio de la gente normal, sin antecedentes penales ni amantes en cada puerto —añade Gainsbourg.
La verdad es que me paro a pensar y no se me ocurre nada más rompedor y a contracorriente que ver a un chaval de veinte años con un periódico debajo del brazo, en lugar de tanto tatoo y tantos agujeros en los cartílagos y otras partes blandas, que ya no asustan a nadie. ¡Uy qué miedo, un tío con los pantalones cagados!
Igual al principio estos jóvenes iconoclastas se llevan alguna colleja, claro, pero finalmente salvarán la prensa escrita y también la regenerarán, la harán libre e independiente, y dignificarán la profesión y los sueldos de plumillas y columnistas, y gracias a ellos viviremos en una sociedad más culta y, en consecuencia, crítica, en la que hasta los conejos presidiarios saben qué quiere decir iconoclasta.
—Anda, espabila y bajas a la tienda y me traes tabaco, el Liberation y una edición de bolsillo de Corre, Conejo—me saca de mis ensoñaciones Gainsbourg.
Y yo salgo presto a por el recado, porque con esas pistas me da que en dos días mi conejo enano belier se crece, vuelve a ser el de antes y no lo vemos por casa más que a la hora de comer o para pedir la paga. Y, la verdad, ya tenemos ganas, Homer y yo, porque últimamente aquí dentro huele todo a pis que mata.