VERSOS SUELTOS
Cuento publicado en «Rubio de bote», ON, magazine de diarios Grupo Noticias (25/02/2017)
Solía coincidir con mi vecino en el autobús todas las mañanas y unos días llevaba peluca y otros no. Él, quiero decir, yo tengo un pelazo impresionante, pero también es cierto que en aquella época algunos días me ponía unos pantalones de lo más recatados y otros iba con minifalda. Nos saludábamos formalmente, por pura cortesía y con cierto alivio, porque allí ni siquiera teníamos que hablar del tiempo, como en el ascensor, bastaba con un leve cabeceo y un yepa desganado, y luego cada uno a lo suyo, yo a leer mi novela y él a buscar sitio en los asientos de atrás.
A mí me gusta leer, pero llevar un libro siempre conmigo también era una señal de aviso al resto de los pasajeros: “Dejadme en paz, podéis sentaros a mi lado pero no voy a hablar con vosotros”. Es como —hablando de ascensores— esa canción de Cabezafuego que dice: “No me hables en el ascensor, ¿no ves que me escondo tras gafas de sol?”.
Lo del libro, de todos modos, ya no sirve, la gente se siente igual de sola pero ya no necesita charlar con desconocidos, tienen sus móviles y con ellos pueden llamar a otras personas solas que viajan en otros autobuses en otras partes de la ciudad o de otras ciudades. Así que hay que tragarse igualmente sus estúpidas conversaciones y dejar de leer. Antes, al menos, cuando me desconcentraba o el libro no conseguía engancharme, me entretenía imaginando las vidas de todas aquellas personas con las que compartía cada día media hora de la mía, pero de las que no sabía absolutamente nada. Y sus vidas, desde luego, eran mucho más emocionantes que las que cuentan ahora por el móvil a sus madres o amigos.
Por suerte, me quedaba mi vecino. “Igual trabaja en dos sitios en días alternos y en uno de ellos a sus jefes no les gustan los calvos”, me hacía mis películas al verlo subir.
Una mañana en la que el autobús iba más llenó de lo habitual, mi vecino tuvo que sentarse a mi lado. Y así, a lo tonto, comenzamos a hablar. Al día siguiente, volvió a pasar lo mismo. Y al otro. No recuerdo muy bien de qué hablábamos, me daba lo mismo. Creo en realidad que solo lo hacíamos para que quedara claro que éramos los dos versos sueltos de aquel autobús. Lo que sí recuerdo es por qué dejamos de hablar. Un día, él me trajo una cinta de casete grabada y me dijo que tocaba el clarinete. Quería que la oyera. Maldito el momento en que lo hice. Tuve que poner la cinta en el coche, porque en casa no me quedaba ningún reproductor. Al principio pensé que se había averiado algo o que había algún gato atrapado en el motor. Luego me di cuenta de que no, de que era la música. Después pensé que tal vez se trataba de jazz de vanguardia o experimental. Y, por fin, comprendí que simplemente mi vecino desafinaba horrorosamente.
Durante toda la semana siguiente cogí el autobús anterior al mío. Cuando mi vecino me preguntara qué me había parecido la música no me veía capaz de mentirle. Temía además que se me saltara la risa al recordar todos aquellos maullidos de su clarinete. Tampoco sabía cómo devolverle la cinta. Finalmente, la dejé en su buzón. La siguiente vez que coincidimos en el autobús, mi vecino pasó a mi lado, nos saludamos con un leve cabeceo y un yepa desganado, y él se sentó al fondo. Al día siguiente volvió a pasar lo mismo. Y al otro.
Mi vecino, por lo demás, continuó poniéndose peluca unos días sí y otros no. Pero para mí ya no tenía ningún misterio, ningún morbo. Él, por su parte, supongo que seguirá preguntándose a dónde iba en minifalda algunos días un señor con bigote y con este pelazo tan impresionante que Dios me ha dado.
Publicado en «Rubio de bote», ON, magazine de diarios Grupo Noticias (25/02/2017)