AÑOS DE PINGÜINO
Publicado en «Rubio de bote», magazine On (diarios Grupo Noticias) 14/01/17
Cuando uno se convierte en padre tiene que tener claro que durante diez o doce años no va a poder ir tranquilamente al baño. Se acabó la intimidad. Hay algún conducto secreto que conecta tu estómago con los pies o el cerebro de tus hijos, quienes se abrirán la barbilla o querrán solucionar sus dudas existenciales (por ejemplo, “Aita, ¿los robots hacen pis?”), justo en ese pingüinesco momento en que tienes los pantalones en los tobillos.
Las relaciones paterno-filiales se componen de normas no escritas de ese tipo, de señales, códigos, gestos que uno aprende pronto a distinguir y respetar. Uno sabe, por ejemplo, que existe un momento en que los niños llegan en sus juegos a un límite de euforia, persiguiéndose atropellada y alegremente, y en el que el siguiente paso va a ser un tropezón, una caída, unas risas que se tornan en un abrir y cerrar de ojos en lágrimas o sangre. Es como una dolorosa metáfora de la condición humana, como si la dicha tuviera un límite que no está permitido sobrepasar y por cuyo exceso hay que pagar con huesos rotos o jarrones hechos añicos. Y uno lo ve, sabe que algo va a pasar, y sin embargo a menudo no interviene con determinación porque no quiere ser siempre el aguafiestas, así que tiene que conformarse después con una de esas frases, “Si es que se veía venir, si es que ya lo sabía yo…”, que suenan a bruja Lola, a pitoniso nocturno y alevoso, de nueve cero dos, y que ya no solucionan nada.
Uno sabe también que la primera frase de tu hijo cuando sale al mediodía del colegio va a ser un cariñoso “¿Qué hay para comer?” y que ese día suele haber lentejas y que ya está la bronca armada; o que la comida que aborrecen en tu casa en otras les sabe a gloria; o que incluso los socorridos spaguetis pueden fallar si uno se pone creativo y decide echarles exóticos condimentos como cebolla o perejil, “eso verde qué es, qué asco”…
Y uno, que antes era un lirón, aprende además a dormir levemente, con un sensor que le hace dar un bote en la cama cuando escucha toses o náuseas o cuando no escucha nada en las habitaciones de los niños; y que entre las rayas blancas de los pasos de cebras hay abismos; o que algunos dolores muy fuertes solo se curan con besos…
Pero dentro de ese mundo de gestos y señales, de dietas y coreografías infantiles hay algo, un movimiento característico que resulta especialmente gozoso e hipnotizante. Me refiero a cuando los niños van caminando, en un acto espontáneo, del que ni siquiera son conscientes, dando pequeños y rítmicos saltitos, pinpán, pinpán, como si el suelo fuera una pandereta que ellos pudieran tocar con los pies. No se me ocurre una imagen que exprese mejor la felicidad, la despreocupación, la alegría de vivir. Debería ser patrimonio inmaterial de la humanidad. Desgraciadamente, llega una edad, a los diez o los doce años en que esa manera de caminar por la vida nos avergüenza y dejamos de hacerlo, sin comprender que luego nos pasaremos el resto de nuestros días intentando recuperar el paso. Yo no sé cómo todavía no han inventado en ningún centro de terapia o en ningún gimnasio una disciplina que incluya ese ejercicio (pero tampoco vamos a dar ideas, no vaya a ser que se ponga de moda, como la marcha nórdica, y luego tengamos que ver por la tele al presidente del gobierno dando saltitos, lo cual sería ya excesivo). Por suerte, quienes tenemos hijos pequeños, si bien aún nos quedan algunos años de pingüinos en los que seguiremos sin ir tranquilamente al baño, también podemos permitirnos todavía el lujo de coger de vez en cuando a los niños de la mano y, cuando nadie nos mira —y aunque nos miren—, acompasar despreocupada y alegremente nuestro paso al suyo, pinpán, pinpán…