“Es terrible, pero muy posiblemente la felicidad apenas sea un accidente”
Pedro Ugarte, escritor
Pedro Ugarte vuelve al género del cuento con Nuestra historia, una colección de relatos que enfoca temas como la crisis económica o la búsqueda de la felicidad desde la distancia corta de las escenas domésticas y los personajes comunes.
Patxi Irurzun. Iruñea
Bukowski decía que en sus relatos prefería narrar la vida de un vagabundo norteamericano actual que la muerte de un dios griego. Y, del mismo modo, en los cuentos de Pedro Ugarte las epopeyas de hoy en día son pagar una hipoteca o mirar las grietas que comienzan a abrirse en una relación de pareja. En Nuestra historia el autor bilbaino vuelve a ponerse las gafas de su personaje recurrente, Jorge, para contarnos diez historias comunes que podrían ser las nuestras, pues muestran anhelos, alegrías y fracasos universales.
Un nuevo libro de cuentos… Hipolito G. Navarro decía que entre cuento y cuento escribía una novela. ¿Cuál es su relación con el género, cómo ha escrito estos cuentos, los ha recopilado de diferentes épocas, los has escrito pensando en que formaban parte de un todo?
Creo que escribir cuentos se parece a escribir poemas. Una novela exige una planificación, un diseño. Pero los poetas escriben poemas como los narradores breves escribimos cuentos: como una forma de respirar. Luego, con el tiempo, planteas crear un libro. Digamos que si en el novelista la planificación precede a la redacción, en el caso del autor de libros de cuentos ocurre exactamente al revés.
He leído Nuestra historia a la vez que una novela, Stoner, que cuenta la vida anodina de un profesor universitario, y he encontrado coincidencias con sus Jorges. Stoner podría ser Jorge. ¿Quería abordar ciertos temas –la crisis económica, la búsqueda de la felicidad, las relaciones familiares- desde la perspectiva de unas vidas aparentemente comunes?
Hay una anécdota de Philip Larkin bastante significativa al respecto: le reprochaban que sus poemas no alzaban el vuelo, que se dedicaban a cosas muy concretas. Él contestó: “¿De veras? ¿Y a qué dedican el tiempo las otras personas? ¿a matar dragones?”. La verdad es que en literatura me gusta trabajar las distancias cortas, escenas domésticas, pocos personajes: todas las ambiciones, las alegrías y los fracasos del universo se encuentran exactamente ahí.
El título, Nuestra historia, ¿busca una identificación con las historias de los personajes?
En literatura los títulos deben tener un poso equívoco, una dimensión plural. En Nuestra historia esa potencialidad reside en el posesivo “nuestra”. ¿A la historia de quién se refiere el autor? ¿A la suya, la de su familia, la de su país, la de su tiempo? Todas esas interpretaciones serían posibles, y ninguna excluiría a las otras.
¿Cree que en las vidas normales hay también grandes historias?
Espero sinceramente que sea así: me he pasado la vida escribiendo sobre vidas normales, en la esperanza de que en ellas aniden buenas historias. Sería muy duro llegar, a estas alturas, a la conclusión contraria.
Jorge es un personaje recurrente en su obra, pero ¿no es más bien un recurso, un alter ego? ¿Es siempre el mismo Jorge o hay muchos Jorges?
Jorge ha protagonizado cuatro de mis seis novelas y unos sesenta cuentos. ¿Quién es Jorge? Realmente, le han ocurrido tantas cosas que es imposible que una sola vida humana pudiera reunirlas todas. Yo interpreto que Jorge es una mirada, un modo de ver la vida, o de padecerla. Mis lectores saben que, cuando me están leyendo, van a ver la realidad a través de unas gafas especiales. Esas gafas pertenecen a Jorge.
Hablando del punto de vista, ha dicho que le cuesta cambiar el punto de vista de un narrador masculino, que apenas has escrito desde los ojos de una mujer…
Realmente es una incapacidad. Me admiran los escritores, hombres y mujeres, capaces de ponerse en la piel del otro sexo. Voy a confesarte un pequeño triunfo: tras cuatro décadas de trabajo, hace poco logré terminar un microrrelato de dos páginas cuya voz pertenece a una mujer: para mí ha sido una experiencia extraordinaria, como escribir La Ilíada…
Nuestra historia destila un tono tragicómico, no sé si es pretendido, o una manera de abordar temas delicados: las dificultades económicas, las rupturas…
Me interesa la ternura, la emoción, tocar teclas sensibles. Como vengo de una narrativa anclada en el humor, se ha producido una conjunción de sensaciones distintas. Es un tono que me gustaría perfeccionar: contemplar la realidad a través de una sonrisa triste, digamos, pero es difícil.
En relación con ese tono tragicómico, hay algo esperanzador en algunos cuentos, donde la felicidad se encuentra precisamente en el centro de una situación crítica, casi desesperada…
Nuestra historia también quiere reflexionar sobre la felicidad. Y la felicidad se halla, por definición, en lo inesperado. Basta que busques de forma premeditada un espacio de felicidad para que te garantices que no llegue nunca, o que aquel lugar en que te encuentres no la contenga de verdad. Es terrible, pero muy posiblemente la felicidad apenas sea un accidente.
La felicidad, de hecho, o su búsqueda, es el hilo conductor de Nuestra historia, de todas las historias o vidas, en general. De hecho, creo que el libro tuvo algún título anterior que incluía la palabra.
Juan Casamayor, mi editor, participa en el proceso de edición de forma activa y personal. De los diez cuentos de Nuestra historia me sugirió que cuatro de ellos cambiaran de título y yo acepté esa propuesta en tres de ellos. Decidimos más tarde que el libro se titulara como el último relato de la colección, Opiniones sobre la felicidad, pero luego pensamos que esa expresión, en la portada, podría llevar a confundirlo con un libro de autoayuda. Después de muchas vueltas, y con el libro a punto de entrar en imprenta, la escritora Txani Rodríguez acortó la enésima propuesta y dio, por fin, con el título que ahora lleva. Nuestra historia debe mucho a Txani y a Juan.
Publicado en Rubio de bote (semanario ON), 03/12/2016
La cola interminable baja por la madrileña calle del Carmen y antes de llegar a la Puerta del Sol, dobla una de las manzanas, escarbando en ella como un gusano nervioso y hambriento. Llueve un calabobos que se filtra hasta los huesos, pero nadie se mueve de su sitio, aunque la espera se prolongue horas. Es la cola para la administración de lotería de Doña Manolita, donde los sueños se maceran en agua que cae contaminada del cielo. A veces alguien se impacienta, pero varios hombres se encargan de mantener el orden. Cuartean la fila para dejar despejadas las entradas de las otras tiendas, y van haciéndola avanzar en pequeños grupos con el ademán autoritario de aquel a quien le han puesto un uniforme, aunque este sea un chaleco fosforito de los chinos.
Son, probablemente, esos hombres, los mismos que hace años compraban oro y lo anunciaban en los cartelones que llevaban colgando del cuello. La fortuna pasa por sus dedos sin detenerse nunca, y ahora los exhombres-anuncio también tocan sin impresionarse los hombros de quienes opositan para millonarios.
Alguno de estos últimos quizás saque plaza. En Doña Manolita toca siempre, igual que en Sort (en cuya administración La Bruixa d,Or se vende algunos años uno de cada cinco décimos de la lotería de Navidad), o igual que le tocaba siempre a Carlos Fabra, que no es que fuera un hombre con mucha suerte sino con mucho dinero y muy negro. Es pura matemática. A algunos de quienes esperan en la cola de Doña Manolita les tocará la lotería, otros tendrán un infarto, o un accidente, a alguno puede incluso que le parta un rayo: las posibilidades de esto último, de hecho son, estadísticamente, las mismas de que les caiga el gordo.
La lotería toca mucho también en barrios obreros, o con muchos inmigrantes, barrios asolados por el paro, la pobreza energética… Lo dirán el día del sorteo en los telediarios (bueno, en vez de barrio dirán barriadas) y al presentador le temblará emocionado la voz y después esta recobrará su temperatura habitual y contará en un tono de máquina expendedora que alguien a quien iban a desahuciar se ha suicidado, o que ha habido otro motín en un CIE o que un futbolista causa baja por la rotura de un ligamento cruzado anterior para el partido del siglo que se juega cada fin de semana…
La cola, mientras tanto, en Doña Manolita, sigue avanzando lentamente. A quienes esperan en ella la vida se les va en una respiración vaporosa y blanca con la que construyen castillos y chalets adosados en el aire. Cuando uno compra un boleto de la lotería en realidad es eso lo que compra. Durante unas semanas es milloginario, o sea millonario imaginario. Y administrador de cuentas. Y filántropo. “Si os tocara la lotería ¿qué haríais?”, pregunta cuando se junta a cenar con unos amigos. Y algunos cubrirían agujeros (y cuando los escucha uno piensa qué tipo de agujeros son esos, ¿agujeros negros?) y otros se harían trotamundos (con VISA oro), y todos se vuelven repentinamente espléndidos, y dicen que por supuesto repartirían entre sus familia y sus amistades, pero casi inmediatamente empiezan a hacer mentalmente listas negras y categorías, “¿Juantxo es amigo o solo conocido?”…
Y así pasa la mañana, en la madrileña calle del Carmen, con la suerte agazapada entre tiendas de pijamas y de telefonía móvil y cafeterías que huelen a churro y gitanas con ramitas de romero que, bajo la lluvia sucia, leen la buenaventura, pero no saben a qué número le caerá el gordo, mi alma.
Juan Carlos Azkoitia recopila en Eternas cicatrices la convulsa historia —que es también la historia de una época— del grupo gasteiztarra
Autores de Inadaptados, uno de los discos emblemáticos del rock vasco, Cicatriz encarnan la crónica de una década, los ochenta, y de una juventud que pasó por ella como un ciclón, arrasando con todo y a menudo consigo mismos: heroína, botes de humo, punk-rock… Eternas cicatrices es, además, una buena excusa para el autor para reunir a protagonistas y supervivientes de aquellos impetuosos años en “quedada cicatriceras” como esta en Iruñea con Jimmi de Tijuana in Blue y Ricardo Alkaiza “Leño”, amigo íntimo de Natxo Etxebarrieta, el cantante del grupo.
Patxi Irurzun. Iruñea
En aquella época, a inicios de los ochenta, las estaciones de autobuses o de trenes, eran además de punto de paso, o precisamente por ello, también punto de encuentro, donde la peña se citaba para intercambiar discos, fanzines… Originales, traídos de Londres, Barcelona, o copias en casete, copias de copias de copias, en ocasiones. Era la época de las cintas TDK, de los primeros casetes con doble pletina, de los conciertos anunciados en carteles pegados en paredes, mediante el boca a boca o en el Plaka Klik o el Bat, bi, hiru! de Egin. La época de las primeras crestas y chupas de cuero, radios libres, okupaziones… La época, también, triste y gris, de la heroína y los “botes de humo, botes de humo”…
Juan Carlos Azkoitia acaba de publicar Eternas cicatrices, un libro que recoge la biografía del grupo gasteiztarra Cicatriz, y que de paso son también unas magníficas páginas arrancadas a la historia desmemoriada y caótica de aquella época, vivida a demasiada velocidad como para perder el tiempo dejando constancia de ella. El libro es fruto del trabajo de más de veinte años: entrevistas a protagonistas que compartieron camerinos y peripecias con Cicatriz (El Drogas, Evaristo, Iosu Zabala, Fermin Muguruza, Marino Goñi…), búsqueda en hemerotecas, vaivenes en los precios de las imprentas… Un libro forjado al estilo fanzinero de la época, autoeditado y repartido entre quienes han contribuido a él con sus testimonios en “quedadas cicatriceras”, como las ha llamado Azkoitia, en bares, gasolineras, locales de ensayo…
Quedada cicatricera en Navarrería
En la de hoy, en el Mesón de la Navarrería de Iruñea— a la que GARA asiste como testigo de excepción— el autor de Eternas cicatrices se ha citado con el que fuera uno de los dos vocalistas de Tijuana in blue, Jimmi Errea, y con Ricardo Alkaiza “Leño”, amigo íntimo de Natxo Etxebarrieta, el recordado cantante de Cicatriz. La tarde contribuye al encuentro convirtiéndose en una máquina del tiempo que parece trasladarnos a los ochenta. Llueve despacio desde un cielo gris y la batería del móvil se ha agotado, dejando la cita y la entrevista al albur de la improvisación. Por el hueco de la puerta del Mesón, desde el que se ve el balcón de Eguzki Irratia, esperamos ver aparecer (y reconocer) a Juan Carlos Azkoitia. Pero el primero en llegar es Jimmi, con el porte pinturero y glam que su lenguaje corporal no ha perdido, a pesar de estar retirado de los escenarios y del circo del rocanrol desde hace años. Jimmi, además de cantante de Tijuana in blue, estuvo en mil salsas más (Katakrak, Eguzki Irratia…) y fue periodista en aquellos suplementos de Egin —Plaka Klik primero y Bat, bi hiru! después— que los jóvenes de entonces corríamos cada viernes a buscar a los kioskos o leíamos en los bares como si fueran —lo eran— biblias ateas del punk-rock. Un pedazo con patas de historia, Jimmi, de lo que hoy ya podemos llamar rock radikal vasco (de hecho, estuvo presente en el momento en que alguien juntó estas tres palabras por primera vez) sin miedo a cortarnos con el filo de esa etiqueta.
Las memorias de Natxo Etxebarrieta
A la vez que nosotros para recibir a Jimmi se acerca Ricardo Alkaiza “Leño”, que en realidad ya estaba en el bar pero al que no habíamos reconocido. “Leño”, fue otro de los protagonistas a la sombra, o al otro lado de los focos, de aquel movimiento musical, juvenil y contestatario que fue el RRV, y en el caso de Cicatriz, alguien que estuvo a su lado en momentos cruciales y trágicos del grupo, por ejemplo, acompañando a Natxo en sus últimos momentos de vida. En Eternas cicatrices se recogen algunos de sus testimonios, así como dos de las entrevistas que realizó al cantante de Cicatriz en Eguzki Irratia, alguna de ellas en un tono de intimidad que revelaba detalles tan curiosos —y con tantas posibilidades literarias— como que el primer beso a una chica de Natxo Etxeberrieta, sobrino de Txabi Etxebarrieta, “el primer muerto de ETA”, se lo dio a la hija de un guardia civil.
Juan Carlos Azkoitia no tarda en llegar. En su mochila trae los ejemplares dedicados de Eternas cicatrices. El libro pesa, son 454 páginas con testimonios, memorias, fotos, entrevistas, y lo ha llevado a sus espaldas los últimos veinte años. Cicatriz es también su cicatriz, parte de su vida, y se nota: apenas ha terminado de repartir abrazos, comienza a contar de manera torrencial cómo el libro comenzó a gestarse a partir de las grabaciones que hizo a Natxo poco antes de que este muriera. La primera parte de Eternas cicatrices recoge estas memorias personales de Etxebarrieta, que Juan Carlos Azkoitia ha filtrado y ordenado cronológicamente, pues reconoce que en las grabaciones el cantante de Cicatriz, fiel a su personalidad espontánea y dicharachera, mezclaba épocas, anécdotas, recuerdos… Están ahí los orígenes del grupo, en el centro de desintoxicación del psiquiátrico de Las Nieves de Gasteiz; los primeros y salvajes conciertos, que acaban en tumultuarias trifulcas o enfrentamientos con la policía; los incondicionales seguidores del grupo, como la banda Badaya, que vivían en el filo de la ley y acompañaban al grupo allá a donde fuera; la llegada de la heroína, las primeras muertes, que en el caso de Cicatriz acabarían siendo todas, las de todos los miembros del grupo, de la formación clásica —Pepino, Pedrito, Pakito y Natxo— que firmó Inadaptados, el que se reconoce de una manera generalizada y unánime como uno de los grandes discos del rock vasco…
Realismo sucio musical Fermin Muguruza habla acertadamente en otra parte del libro, la que recoge los testimonios de las personas que vivieron de cerca la historia del grupo, de realismo sucio musical, al referirse a las canciones de Cicatriz. En ellas se reflejan historias callejeras, el retrato fiel de una juventud devastada por el genocidio silencioso y lento de las drogas (estremece ver el recuento de muertos al final de cada intervención en esta parte del libro). Probablemente sean estas páginas las más interesantes del libro, más incluso que las propias memorias de Natxo, pues dan una visión poliédrica de la historia de Cicatriz, desde diferentes perspectivas: la familiar, con intervenciones como la de Tati, la madre de Natxo (el quinto Cicatriz, como la llama “Leño”); la musical, por ejemplo la aportación de Iosu Zabala, inspirado productor de Inadaptados; la del superviviente, Goar Iñurrieta; o la de quienes, como Marino Goñi, mantuvieron desde su papel de editores discográficos una relación más tirante, con más altos y bajos; pasando por innumerables compañeros de escenario y carretera como Kutxa Ultimatum, Juanjo Eguizábal (autor, además de de la famosa escultura del Caminante de Gasteiz, de himnos de Cicatriz como las letras de Escupe, Cuidado burócratas o Enemigo público; o de la portada de Inadaptados), Paco Galán de Eskorbuto, Gari de Hertzainak, Loles Vázquez de las Vulpes, Mahoma, Jul y Txerra de RIP…
Es difícil, en realidad, reconstruir el relato de Cicatriz y de la mayoría de los grupos del rock radical vasco. Jimmi, por ejemplo, reconoce que con Tijuana in blue, sería prácticamente imposible una biografía al uso, siguiendo un patrón cronológico. La época fue convulsa, nimbada por las drogas, el alcohol, el humo de los gases lacrimógenos y la vida a toda velocidad. Nada propicia para hacer memoria de una manera ordenada. La propia biografía oral corre el riego en ocasiones de caer en el cuore del rock vasco o en una visión melancólica y abuelocebolletada. Tal vez, en definitiva, la mejor manera de contar el rock radikal vasco no sea esta sino sea la ficción. Sorprende, por ejemplo, que no exista todavía una gran novela o película sobre el tema, y en el caso de Cicatriz, desde luego el guión no puede ser más atractivo y salvaje: la formación del grupo en un psiquiátrico, la detención de su cantante en el aeropuerto de Barajas al regresar de Amsterdam para trapichear speed, el ingreso en Carabanchel, el accidente de moto a los pocos meses del salir de la cárcel, la indemnización millonaria, el disco grabado en Londres con parte de ella, los conciertos con Natxo sosteniéndose sobre las muletas… Puro rocanrol.
El libro se completa con las letras de todas las canciones del grupo (que en ocasiones escamotearon en los discos), un listado de conciertos, efemérides, fotos, carteles y entradas de conciertos…
La historia de Cicatriz es, en definitiva, también la historia triste y luminosa a la vez, de una época, el retrato agridulce de una juventud, la de Euskal Herria en los ochenta, inconformista y autodestructiva, que desde luego no recorrió de puntillas ni mirando para otro lado la época, difícil, convulsa, cambiante que le tocó vivir. Jimmi, “Leño”, Juan Carlos Azkoitia, son supervivientes de la misma y sus recuerdos “Eternas cicatrices”.