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MI CARTERO NUNCA LLAMA DOS VECES

Nov 21, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Resultado de imagen de pantuflas rataColaboración para Rubio de bote, página quincenal en magazine On (Grupo Noticias) 19/10/2016

La culpa de todo fue del cartero.

Aquella fatídica mañana yo estaba, por una vez, tranquila en casa: no tenía ninguna reseña que entregar con urgencia —soy crítica literaria—, acababa de dejar a los niños en la escuela y a mi alrededor no había montañas de ropa para planchar, así que decidí aprovechar y hacerme el tratamiento contra los piojos. “Hay piojos en clase”, habían advertido hacía unos días en el grupo de wathsapp y, como mis niños son de naturaleza generosa y comparten todo conmigo, tenía que aplicarme el árbol de té. Mis hijos lo habían hecho la noche anterior pero yo no pude, porque estuve rematando una crítica de una novela que me había parecido una mierda muy gorda pero que en el periódico me habían pedido que elogiara, pues la había publicado nuestro grupo editorial.  De modo que esa mañana era un buen momento para desparasitarse.

He probado todo tipo de remedios contra los piojos, y el árbol del té es, sin duda, el que mejor funciona, aunque tiene el inconveniente de que hay que envolverse la cabeza con film transparente. Es, desde luego,  un procedimiento para hacer en la intimidad del hogar, y, ya puesta, aquella mañana decidí además ponerme cómoda y abrigarme con el albornoz con la capucha de Finn, el de Hora de aventuras, que me regalaron los niños para el día de la madre y calzarme las pantunflas con forma de rata que me envió por correo un autor que había escrito un libro de cuentos estupendo pero al que destrocé en una reseña porque lo publicaba en el grupo editorial de la competencia.

Y con esas pintuquis estaba cuando llamaron al automático.

—¡Cartero! Tengo un paquete con algo que parece un libro y que no entra en el buzón, te lo mando en el ascensor y sales a recogerlo ¿vale?—dijo, pero no esperó a que contestara.

Era algo que solía hacer a menudo. Lo tomabas o lo dejabas. Mi cartero nunca llamaba dos veces. Por suerte, vivo en un barrio dormitorio y a esas horas de la mañana en mi edificio no solía haber un alma. Había una probabilidad entre cien de que alguien me viera salir al descansillo hecha un adefesio.  Y serían apenas unos segundos. El ascensor se detuvo en mi piso (“Que no haya nadie, que no haya nadie”, entoné aquel mantra que también servía para cuando te montabas en él y alguien que no eras tú se había tirado antes una ventosidad).  Y, por suerte, allí no había nadie. Recogí aliviada el paquete y en ese mismo momento escuché a mis espaldas el estruendo de un portazo.  Supe de inmediato que la puerta que se había cerrado era la de mi piso. Por supuesto, no se me había ocurrido coger las llaves ni el móvil. Deseé con todas mis fuerzas que la tierra me tragara.  Mi marido no regresaba a casa hasta la noche. Y la única que tenía una copia de las llaves era mi madre, que vivía a varios kilómetros de mi barrio. Dios mío, ¿qué podía hacer? Obviamente todas las opciones pasaban por pedir ayuda a alguien. Toqué el timbre de varios vecinos, aquellos con los que tenía más confianza,  pero la mayoría no estaba en casa, y los que estaban no quisieron abrirme (pude ver cómo se oscurecía la mirilla en varias puertas)

Tuve, en fin,  que bajar a la calle. Y después vino todo lo demás. El grupito de madres saliendo en ese preciso momento de la cafetería. Las dos o tres personas que me dieron alguna moneda y las que intentaron acompañarme hasta el centro de salud mental. La factura del cerrajero… Podría escribir una novela —tal vez lo haga algún día— para contar todas mis vergonzantes peripecias hasta que regresé a casa. Y solo cuando  lo hice me di cuenta de que durante todo ese tiempo había llevado en mis manos el paquete que me había entregado el cartero. Lo abrí. Efectivamente, parecía un libro, pero no lo era, sino la novela ganadora del último Premio Mundial que, para más inri,  se titulaba Dónde están las llaves, matarilelirerón.

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