CENA DE EMPRESA
Publicado en el suplemento ON de los periódicos del Grupo Noticias (19/12/15)
—Bueno, ya pueden pasar a cenar —dijo el camarero, y la barra del bar se transformó en una pole position.
De repente, todos mis compañeros de trabajo, que hasta entonces charlaban tranquila y amigablemente de sus cosas, el running, la última entrevista de Bertín Osborne, el uso de las figuras retóricas en los debates electorales, salieron derrapando y se convirtieron en esguinces andantes, retorciéndose para pasar todos a la vez por la puerta que conducía al comedor.
A sus espaldas solo quedaron algunos corronchos de vino sobre la barra, como manchas de neumático quemado, y un becario atropellado, al que ayudé a ponerse en pie y que una vez que lo hice me correspondió con un valentinorossi, es decir, empujándome y tirándome al suelo. Aquel chico llegaría lejos.
A mí siempre me ha costado arrancar, pero cuando por fin entré al comedor comprendí qué pasaba. Todos se habían sentado ya y la única silla que quedaba libre era la silla eléctrica. La silla que quedaba al lado del jefe. No espabilaba. Todos los años el mismo error táctico. La experiencia, al menos, era un grado, y sentado a la derecha del jefe había aprendido a moderarme, a beber como él, mojándome solo los labios, a diferencia de muchos de mis compañeros, que lo hacían como si al día siguiente se acabara el mundo y de hecho para muchos se acababa porque terminaban la noche subidos sobre algún barril de cerveza, descamisados, haciendo guiños con los pectorales o dándose de hostias o el lote con algún otro compañero, incurriendo, en definitiva, en comportamientos que no ayudaban precisamente a que les renovaran el contrato.
Pasé, pues, la cena como buenamente pude, intentando que no se me notara mucho que ya le había oído a mi jefe contarme el mismo chiste todos los años anteriores, aquel que decía que de joven había sido rojo y había corrido delante de los grises, y después, a los postres, cuando lo del amigo invisible, también estuve bastante relajado, porque este año al sacar el papelito me había tocado yo mismo y me había callado como un perro y así, además de no tener que devanarme los sesos, me iba a ir a casa con un libro, la Historia universal de los hombres gato, de Josu Arteaga, en lugar de con una diadema de pollas de goma o un tanga con un gorrito de Papa Noel para tapar el huevamen.
Vino también entonces, mientras cada cual iba desenvolviendo su regalo, el lamentable momento de los discursitos. El becario resultó uno de esos tipos que hablaban de la empresa en primera persona, como si en lugar de un empleado fuera un accionista; el delegado sindical habló de la empresa como si en lugar de una accionista fuera un empleado; a uno con coleta y pendientes, cuando intentó hablar, le cortó el jefe; y cuando habló el jefe dijo que “este año las cosas no han ido muy bien, ya lo sabéis, así que toca apretarse el cinturón y vamos a empezar dando ejemplo con esta cena, que, lamentándolo mucho, vamos a pagar a escote”. Y después de un silencio algo tenso, mientras todos nos palpábamos la carteras y por lo bajinis nos cagábamos en los que habían pedido chuletón con suplemento y vino del caro, alguien propuso hacer un brindis y todos nos levantamos y chocamos las copas, tan amigos, igual que siempre, igual que pasaría el año siguiente, en la próxima cena de empresa, o al otro, o dentro de otros cuatro años, cuando tocaran otra vez elecciones.