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Archive from abril, 2015

KRONIKA TXIKIA, UN LIBRO PARA SABOREAR DESPACIO

Abr 17, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Gara (16/4/2015)

Pamiela edita la traducción al euskera de Pequeña crónica, el libro más querido de Pablo Antoñana, y con el que la editorial de Iruñea comenzó su ejemplar andadura, hace más de treinta años.

Patxi Irurzun. Iruñea 

Fue una presentación emotiva, en la librería Auzolan, el mismo lugar en el que se gestó Pamiela  y con la presencia de familia y amigos del escritor navarro, fallecido hace ya casi seis años.
Pequeña Crónica ganó en 1973 el premio de novela corta Ciudad de San Sebastián y fue editada por primera vez por la revista Kurpil en 1975. En 1984, la también por entonces revista Pamiela, en su número 4, realizó un homenaje al escritor vianés que acompañó con la edición de nuevo de la novela, inaugurando la andadura de la editorial navarra, que ha sido también y sigue siendo la editorial de Pablo Antoñana (dentro de poco, de hecho, publicarán otro libro suyo,  Noticias de la Segunda Guerra Carlista). Y ahora, más de treinta años después, llega esta Kronika txikia, la traducción al euskara, de la mano de Luis Mari Larrañaga, también presente ayer en Auzolan (Larrañaga tradujo en realidad la obra para una edición venal, no comercial,  de 2010 con la que un entusiasta grupo de amigos y admiradores de Antoñana lo homenajearon en Zumarraga).

Elvira Antoñana, una de las hijas del escritor, destacó que su aita estaría orgulloso de ver su obra más querida publicada en euskara, una lengua que  aprendió ya en edad madura (en el bar Catachu de Iruñea, de la mano de Asisko Urmeneta y junto a otros ilustres alumnos como Jimeno Jurío). Elvira Sainz, por su parte, la viuda del escritor, se mostró emocionada recordándolo: “Pablo escribe… escribía difícil, pero muy bien. Es un autor al que hay que leer despacio, despacio”. Sentado a su derecha, Toño Muro, probablemente una de las personas que más y mejor han estudiado y escrito a Antoñana, señaló que Pequeña crónica marca un hito en la carrera literaria del autor, convirtiéndose en su obra de madurez literaria y destacó la dificultad de trasladar a otro idioma la riqueza y evocación de su sintaxis y su léxico, dificultad que, sin embargo, Luis Mari Larrañaga, asumió con gusto. “Fue un trabajo inmenso, pero muy gratificante”, señaló el traductor, quien ya había volcado al euskara anteriormente otro cuento de Antoñana, Juli Andrea, también incluido en esta nueva edición de Pamiela. Larrañaga, que considera este su trabajo más importante, tradujo Pequeña crónica en sucesivas versiones, sin la presión de un encargo. Despacio, despacio. Saboreándolo. Como hay que leer a Antoñana. Un día importante, en definitiva, el de ayer —concluyó Blanca, otra de las hijas de Antoñana—, tanto para los lectores euskaldunes de Antoñana como para la familia del que ha sido seguramente el escritor navarro más importante del siglo XX.

 

ANDASOLO

“Veneno, purísimo veneno para el sosiego”, así define Victor Moreno la escritura de Pablo Antoñana en el hermoso prólogo para la edición de Pequeña crónica de 1984. La obra narra la decadencia de una familia aristocrática, personificada en el personaje de un niño-monstruo, en cuyas heces veteadas de colores se puede leer el final trágico de una estirpe. Un niño-mostruo que rompe los espejos y busca refugio en sus huecos,  abandonado por los suyos y amado hasta la muerte por la criada de la casa, que es también la minuciosa narradora de la novela.
Escritor andasolo, como escribía Miguel Sánchez-Ostiz en su imprescindible Lectura de Pablo Antoñana, nacido en la misma casa —que podría ser además la casa de Kronika txikia— en la que vivió y murió otro escritor, Navarro Villoslada  —lo cual determinó su vocación—, no deja de ser cierto por reiterativo que la obra de Pablo Antoñana, inmensa,  mereció, merece mejor suerte.

 

EL VIAJE

Abr 14, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Ilustración de Exprai www.exprai.com

Un día, por fin, sus hijos cumplieron sus amenazas y llevaron al desguace su vieja furgoneta, y con ella todos sus recuerdos. Sin decirle nada, como si fuera un niño, o un viejo chocho. Pero él se las arregló para saber a dónde había ido a parar el vehículo, y al día siguiente, pidió un taxi y, en lugar de a rehabilitación, se dirigió al cementerio de coches, en las afueras de la ciudad.

—¿Por qué me deja aquí? —preguntó al conductor cuando llegaron.

El taxista le mostró el postit que él le había entregado al subir, con la dirección, y entonces recordó. No tardó en encontrar la furgoneta, aparcada de culo frente a una montaña de chatarra, como dándole la espalda, herida en su orgullo, resistiéndose a formar parte de aquel amasijo de hierros inservibles. Tampoco le costó mucho convencer a los trabajadores de que todo se había tratado de un malentendido. Siempre había sido un pico de oro, el mejor comercial del mundo. Cuando se sentó frente al volante, notó un olor extraño, a sudor ajeno, y el gemido de los muelles del asiento, al reconocerle, como si la furgoneta fuera un gato que se frotaba contra sus piernas, y al que él también acarició, dando dos palmaditas en el salpicadero, igual que hacía cada vez que regresaba a casa, tras un largo viaje. Después introdujo la llave en el contacto, la giró y el motor comenzó a ronronear.

—¿Algún problema? —le preguntó uno de los operarios, al cabo de un rato.

Paralizado con la mano sobre la palanca de cambios,  sintió aquel vértigo, dentro de su cabeza, pero de repente, en cuanto dejó de pensar en ello, se desbloqueó, y recordó cómo se metía la marcha atrás. Luego arrancó,  perdiéndose en la madeja de carreteras de circunvalación, bajo el cielo azul de los carteles indicadores: Vitoria. Burgos. Valladolid…  Recordó también las muestras que llevaba atrás, y sonrió. Había vendido todo tipo de productos en su vida, pero sin duda aquel era uno de los más extraños. Nunca llegaría a comprender quién y por qué compraba tangas comestibles en las máquinas expendedoras de los baños de los bares, las áreas de servicio… Salamanca. Cáceres. Badajoz…

Paró a comer, y el olor a fritanga del menú del día permaneció pegado a su ropa varias horas, mientras seguía conduciendo y palpándose los sobrecitos de azúcar del café, que había guardado como siempre para los niños, a quienes hacía gracia el nombre de aquel restaurante de carretera, La Loba, impreso en ellos. Todavía condujo algunos kilómetros más, hasta que el piloto naranja de la gasolina se encendió. Se detuvo entonces en una gasolinera, llenó el depósito, pagó y salió fuera. Hacía frío, había caído ya la noche y una niebla densa lo envolvía todo. Sintió de nuevo el vértigo. ¿Dónde estaba, qué hacía ahí, qué le esperaba tras esa niebla al final de la noche?…

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el gasolinero, al verlo apoyado en un surtidor, llorando como un niño, o como un viejo chocho.

—¿Cómo… cómo se sale de aquí? —balbuceó.

El operario señaló al frente. Él le dio las gracias y entró en la furgoneta. Después, arrancó. Cáceres. Valladolid. Vitoria… Llegó a casa por la mañana, bajo el cielo ensangrentado del amanecer y las luces de las sirenas que ululaban su nombre.

—¡Aita! —vio dirigirse, nervioso, hacia él a varios desconocidos.

Él los miró, sonrió ufano,  y antes de bajar de la furgoneta, dio satisfecho dos golpecitos en el salpicadero. Había sido un largo viaje.

 

Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del suplemento ON
Ilustración de Exprai www.exprai.com

 

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