Archive from febrero, 2015
Foto: Punto de vista
(Crónica publicada en Gara)
El cineasta georgiano Otar Iosseliani impartió ayer una master class durante el Festival Punto de Vista
Patxi Irurzun.
“Esta película es una muestra de respeto a los pastores y campesinos vascos, a los hombre honestos, las mujeres dignas y los niños tranquilos, a este pueblo fiero y valiente que durante toda su historia ha defendido su independencia y ha conseguido salvaguardar su cultura y su lengua, las más antigua de Europa”. Esta es la dedicatoria que el cineasta georgiano Otar Iosseliani incluyó en su documental Euzkadi, été 1982 (1983) que se ha proyectado dentro del ciclo Chez les basques durante el festival Punto de Vista, celebrado a lo largo de toda la semana en Iruñea y que hoy dará a conocer su palmarés.
Ioselliani, a quien además se dedicaron dos sesiones sobre su obra documental, llegó el viernes a Iruñea desde París (donde vive desde hace años, tras exiliarse de su Georgia natal) vía Biarritz, y aprovechó el viaje para revisitar los escenarios de aquel documental, en el que filmó la celebración del Corpus Christi en Heleta y de la pastoral Pete Basubürü en Pagola. Fue una mañana de emotivos reencuentros, como el que mantuvo con el pastor Mixel Etxeber y su mujer Maddi, a quienes Iosselliani filmó hace más de treinta años ordeñando a mano sus 200 ovejas burugorriak en su establo de Pagola. Por la tarde, el cineasta participó en un coloquio con los espectadores y ayer sábado impartió unas master class en Baluarte.
En la misma, que él prefirió llamar coloquio (en honor a la verdad lo denominó un “bla, bla, bla”), Iosseliani reflexionó sobre matemáticas, religión, política… y, aparentemente, muy poco sobre cine. Iosseliani, que tiene ya más de ochenta años y lleva casi cincuenta rodando películas, dio muestra de su espíritu libre (decidió, por ejemplo, hacer un alto en mitad de la charla para salir a fumar fuera de Baluarte, sede del festival, al que calificó como el “edificio más feo del mundo”) y la confianza en el género humano que impregna su obra… a no ser que el humano en cuestión sea Vladimir Putin, el presidente ruso a quien envió varias andanadas a través del espía ruso que, bromeó Iosseliani, “hay en todas las reuniones tomando notas”.
Iosseliani comenzó reivindicando las matemáticas como imprescindibles en cualquier proceso creativo. “Las matemáticas son la musculatura del pensamiento”, dijo, con voz grave y pausada, en medio de un silencio reverencial por parte del público; y ello le sirvió de preámbulo para lo que al final se convirtió en un monólogo a ratos deslumbrante, otros algo inquietante, en el que citó a Dante, García Lorca, Homero, Aristóteles, y en el que cada frase se convertía en una sentencia. “No se puede hacer el bien sin hacer el mal”; “Los escritores y cineastas son la mayor catástrofe para las mentes”; “Otelo es un cretino”… No faltaron, a pesar de la gravedad, momentos de humor, como cuando dio a probar su vaso de agua a un espectador de la primera fila: “En mi país en vez de un vaso de agua me habrían puesto uno de vodka. Yo soy georgiano, y en Georgia alguien que no bebe es un desgraciado, y alguien que no beba ni cante alguien doblemente desgraciado”.
Iosseliani tampoco eludió reflexiones sobre la actualidad política, como las referidas al atentado contra Charlie Hebdo. Dudó de que sus autores lograran con su inmolación alcanzar el paraíso, pues “este es debe ser un lugar en el que la vida transcurra dulce, el que hayan espacio y tiempo para la reflexión, la calma, la paz”; o calificó de indigna la interpretación que algunos hacen del islam, e incluso fue más allá y negó la posibilidad, salvo excepciones, de un cine islamista, de entroncar en él una “anticultura” que teme ver el cabello de una mujer, que rehuye la convivencia, que niega esa visión humanista que para él es imprescindible en el cine.
“Alguien que no entienda todo esto que he contado”, dijo el cineasta georgiano, “no podrá ser un cineasta, solo un hacedor de cine”. De eso era de lo que, en realidad, había estado hablando en todo momento: de cine, un oficio que comparó con el amor: “Para ejercer cine hay que darlo todo, sin esperar nada a cambio”, concluyó Otar Iosseliani, antes de levantarse y salir de la sala a fumar otro cigarro.
El muñeco de nieve más feo del mundo
(Artículo publicado en ‘Rubio de bote’, 2015 (ON, suplemento de los diarios del Grupo Noticias)
La nieve, oh, la nieve. A mí me da asco, pero qué bonita la nieve. La nieve es para los poetas. Yo soy columnista y tengo que estar permanentemente enfadado. Como el protagonista de aquella novela de Nick Hornby, Cómo ser buenos, quien firmaba sus artículos como “El hombre más enojado de Holloway”. Un poeta está para escribir que cada vez que nieva todos somos niños de seis años, pero a mí, el hombre más enojado de Sarriguren, me sucede justo lo contrario, la nieve me convierte en un viejo cascarrabias.
La nieve, oh, la nieve. Hacer muñecos, ponerles su zanahoria, cambiar la zanahoria de sitio y transformarla en un nabo… Qué divertida la nieve. Tirarse bolas, abrirse la crisma al día siguiente, cuando algún gracioso sigue tirándote bolas, que ahora son piedras de hielo… Y los retrasos en los autobuses, los coches cruzados en la cuesta del garaje, y los pueblos incomunicados y sin luz, las cañerías reventadas… Oh, la nieve. Y los resbalones. A mí la nieve me da asco por culpa de un resbalón. Bueno, de dos. Con el primero de ellos, con el que anduve con un petirrojo picoteándome en el hueso de la cadera durante un mes, me convertí en un licenciado vidriera, aquel personaje monomaniaco de una de las novelas ejemplares de Cervantes que se creía de cristal y tenía miedo a romperse en pedazos. Siento pánico al hielo. Existe incluso un síndrome, frecuente en personas de avanzada edad, llamado STCA (Síndrome del Temor a Caerse), que además es una metáfora perfecta y capicúa de la condición humana: cuando más vulnerable es una persona más miedo siente y a su vez el miedo la vuelve aún más vulnerable, más insegura, con más posibilidades de volver a caer. Todos tenemos pánico a caer, de una u otra forma.
El segundo resbalón fue con la niña, de camino a la guardería. La llevaba en brazos y nos fuimos los dos al suelo. A mí esta vez no me vino a picotear los huesos de la cadera un petirrojo, sino un pájaro carpintero; y la niña se dio un buen coscorrón. Creo que por eso a ella tampoco le hace mucha gracia la nieve. Lo lleva grabado a fuego y hielo en las meninges. La de esta vez ha sido su primera gran nevada, la primera de varios días, y el segundo de ellos me dijo, mientras veíamos en el telediario varios coches atrapados en una autovía: “Yo pensaba que la nieve era guay, pero es más como el demonio ¿no?”. Ya me la imagino conmigo de la mano, cuando llegue el deshielo, pisando juntos el aguachirri, chapoteando felices sobre los muñecos de nieve desangrados…
En Cómo ser buenos, la novela de Hornby, el hombre más enojado de Holloway acaba rebajando progresivamente su ira hasta reconsiderar su trabajo de columnista gruñón, así que para cerrar este parte meterológico-doméstico yo también diré que en realidad no se puede negar que la nieve despierta algo mágico y puro en nosotros, sobre todo esos primeros copos revoloteando nerviosos como mariposas blancas cegadas por su propia luz, y que además este año estos cayeron durante el que las estadísticas califican como el día más triste del año, tirando por tierra esa estúpida manía de catalogar y uniformar todo, pues la nieve, oh, la nieve hizo feliz ese día a mucha gente, incluido a mí mismo, durante por lo menos uno o dos minutos.
(Crónica publicada en Gara)
Atxaga y los niños que acompañaron a Orson Wells en sus documentales sobre Euskalherria rememoraron su rodaje en el festival Punto de Vista
Los niños Chris Wertenbaker y Beñat Toyos tienen ya más de 70 años y ya no trepan a los cerezos. Es probable, aventura Bernardo Atxaga, que nunca lo hicieran, salvo en una escena de los documentales sobre Euskal Herria que Orson Welles realizó para la BBC en 1955. The land of the basques, así se titulan, fueron rodados en Etxalar y Ziburu, localidad en la que vivían Beñat y Chris, quienes oficiaron de guías al autor de Ciudano Kane para su luminoso e idealizado retrato cinematográfico del País de los vascos.
El pasado lunes, Wertenbaker y Toyos dieron inicio al festival de cine documental Punto de Vista, rememorando aquel rodaje y acompañados del escritor Bernardo Atxaga, que reflexionó sobre la visión romántica que documentales como los de Orson Wells han ofrecido sobre los vascos.
Pero, ¿cómo y por qué acabó Orson Wells en Ziburu, fascinado por la pelota, los contrabandistas, el euskera o los “pescadores” de paloma en Etxalar? El niño Chris Wertenbaker, que es un hoy neurooftanmólogo jubilado y vive en Nueva York, explicó que la conexión vasca del cineasta estadounidense comenzó, precisamente, en Iruñea, durante unos sanfermines, cuando su padre y Wells se conocieron. Charles Wertenbaker, periodista y editor de Time-Life, probablemente habló a Wells de la caza de la paloma de Etxalar (o la “pesca” de la paloma, como la definió, sorprendido por el uso de las redes), técnica que conocía bien pues llevaba unos años viviendo en Ziburu junto a sus hijos y su mujer, la escritora Lael Tucker. Poco después Wertenbaker moriría y cuando en 1955 Wells se desplazó a Ziburu a rodar su documental fue su hijo —quizás por exigencias del guión, buscando un pellizco sentimental— quien sustituyó al padre y ejerció de pequeño cicerone.
Atxaga, por su parte, apuntó que el interés de Orson Welles por el País Vasco se insertaba dentro de una tradición romántica, para la cual lugares como Euskal Herria se convertían en pequeños paraísos terrenales y además a la vuelta de la esquina: Ziburu, en realidad, no quedaba tan lejos del que entonces era el centro del mundo y de la vida artística, París. Y a ello se sumaba un magma que palpitaba bajo la piel de ese pequeño y aparentemente pacífico edén: un submundo fronterizo de contrabandistas que tocaban el tamboril en sus ratos libres y de espías que jugaban a pelota; de niños a los que los nazis habían torturado pero no habían delatado a nadie y de mujeres que daban de comer a los alemanes mientras ocultaban en el sótano a miembros de la resistencia…
¿Cómo no podían atraer un lugar y unas gentes como aquellos a alguien como Orson Welles? Ziburu se convertía en un escenario perfecto para un guión que quizás ya había pergeñado en su cabeza antes de conocer el País Vasco y que la realidad no podía alterar. Un guión del cual, en la conferencia del pasado lunes, desvelaron parte de la tramoya, por un lado, sus intérpretes, Chris Wertenbaker y Beñat Toyos (quienes indicaron que algunas secuencias se rodaron en realidad en París), y, por otro lado, el propio Atxaga, quien dijo que la escena del cerezo resultaba bastante improbable en la realidad, pues en los pueblos es de sobra conocido que el cerezo es un árbol de ramas frágiles, al que resulta arriesgado trepar (pese a lo cual Wertenbaker y Toyos insistieron en que ellos lo hacían con frecuencia).
La realidad y su representación, en definitiva, o esa realidad alterada por el paso del tiempo, por los recuerdos, quizás sustituidos por escenas en blanco y negro de un documental… De todo ello fue de lo que se habló en esta conferencia inaugural del festival Punto de Vista, en el marco del cual se proyectarán los dos documentales de Orson Welles (el sábado 14 a las 20:00h) con, así lo prometió Oskar Alegria, director artístico del festival, nuevas sorpresas.
El otro día tuve cena de superhéroes y me tocó llevar el bote, porque todos los demás, que son unos clásicos, aparecieron con los calzoncillos por fuera, tapándoles los bolsillos. No me gusta llevar el bote. Siempre acabo haciéndome un lío, mezclando los dineros, “A ver”, me digo, “un bolsillo para el dinero de persona normal, y el otro para el de superhéroes”, pero el orden siempre dura hasta que cae la tercera cerveza, y a partir de ahí echo las vueltas a donde no debo, o pago con mi dinero la ronda siguiente, y cuando vuelvo a casa y hago cuentas nunca cuadran, y además tengo tres mecheros y ninguno es el mío, lo cual no me compensa porque siempre dejo de fumar al día siguiente de tener una cena.
Los superhéroes solemos cenar en el bar del barrio, nos da un poco de pereza subir a lo viejo porque los fines de semana está lleno de gente haciendo el mal, peleándose y meando en los portales y colándose en la fila cuando llega el nocturno. Por eso y porque para cuando empezamos a cenar nos dan las mil, siempre por culpa del hombre invisible. El hombre invisible hace en todas las cenas la misma gracia: se acoda en una esquina de la barra y se divierte viendo cómo nos impacientamos, y cómo se nos escapan rayos de los ojos cada vez que se abre la puerta del bar, y cómo chamuscamos sin querer a algún inocente que solo entraba a por tabaco… Así hasta que al final el hombre invisible se manifiesta, “¡Que estoy aquí, pringados!”, dice, muy subidito, porque cree que en el fondo todos le tenemos envidia y que de chavales soñábamos con ser como él, con entrar al vestuario de las chicas, con quitarle el balón del pie a los delanteros del Real Madrid cuando iban a chutar a puerta, con robarle al profe las preguntas de los exámenes… El hombre invisible, en realidad, es un pobre hombre, un acomplejado, y todos los superhéroes somos un poco clasistas con él. Él no es como nosotros, a él no le picó ningún bicho, ni viene de otro planeta, el hombre invisible se fue borrando a sí mismo poco a poco, por pura dejadez. El hombre invisible no lo dice nunca pero vota a los partidos a los que nadie vota pero ganan las elecciones. Al hombre invisible le gusta Melendi y ve Gran Hermano VIP. El hombre invisible se escaquea siempre de llevar el bote porque la calderilla acaba de todas todas cayéndosele al suelo…
El caso es que ya no tendremos que aguantarle mucho más, porque la del otro día fue nuestra última cena de superhéroes. Ya no queda mucho para los próximos carnavales y tenemos que empezar a pensar el próximo disfraz. No va ser fácil porque el año pasado pusimos el listón muy alto. Todo lo alto que se puede poner. Nos dieron el primer premio en el concurso de disfraces del barrio. Unos cuantos vales para cenas en el bar. Solemos ir a ellas siempre disfrazados, para recordar aquella noche mágica. La gente nos mira raro, se ríen a hurtadillas, señalan nuestros guantes de fregar, y los leggins brillantes y marcapaquetes que compramos en los chinos, y las capas del Capitán Calzoncillos que les robamos a los niños… Dicen que el premio se nos ha subido a la cabeza. Que nos lo hemos creído demasiado. Pero es solo pura envidia. Ellos y sus disfraces de personas aburridas no saben nada de nuestras cosas de superhéroes.
(Publicado en ON, magazine semanal de Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Alava, y Deia)