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El señor de las moscas y la princesa de los suburbios

Abr 5, 2011   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

Foto de Hartmut Schwarzbach


La semana pasada el programa de RTVE
Españoles en el mundo viajó a Manila y pude volver a ver, como ya lo hiciera anteriormente en Callejeros (programa desde el que me llamaron para que les proporcionara algunos contactos en la capital filipina) , algunos de los escenarios en los que se desarrolla mi libro de viajes/novela Atrapados en el paraíso (que espero reeditar en breve y en buenas condiciones) como la montaña humeante del basurero de Tondo. Yo siempre encuentro una excusa en este tipo de situaciones para reproducir un pasaje de este que es mi libro más querido (ahora que no me oyen las otras criaturas), así que ahí va esto, que transcurre precisamente en Tondo.

El señor de las moscas y la princesa de los suburbios

Nuestra entrada en Tondo, al día siguiente, fue triunfal. Subidos en la parte trasera y descubierta de un furgón de la policía local —una especie de Papa-móvil—, nos convertimos en la atracción del barrio. Los niños se acercaban por docenas para tocarnos la mano, las mujeres nos saludaban desde las puertas…

—Así se debe de sentir Robert de Niro —dije.

Fue aquél el momento que más cerca estuvimos y que nunca jamás estaremos de experimentar una sensación parecida a la fama; o a la mala fama.

—Si me paseara así, subido a una furgoneta de la policía, por el centro de Pamplona, la mayoría de mis amigos dejarían de hablarme —dijo Josean.

Estuvimos dando vueltas de esa manera por Tondo durante un par de horas, a lo largo de las cuales Carlos realizó un concurso-oposición de guías hasta dar con uno de confianza que nos acompañara al basurero y, finalmente, una vez reclutado a cambio de unos cuantos pesos y una comisión para el propio Carlos, la furgoneta se dirigió a la «Smoky Mountain«. A lo lejos, la misma se nos apareció hermosa, envuelta por una niebla extraña y con el horizonte inabarcable de un mar azul intenso de fondo. Un encanto que se fue difuminando conforme nos acercábamos y comenzamos a descubrir otro basurero flotando sobre el agua, removido por grandes barcos, que a lo lejos dejaban su rastro de galipot y aceite con el reflejo de mil colores, ninguno limpio, y aquella extraña niebla que no era sino las columnas que se elevaban desde las cenizas de basura quemada en tierra firme.

Nos inquietó también un poco que muchos de los «scavengers« que pululaban por allá apretaran a correr en cuanto vieran acercarse nuestra furgoneta con la leyenda «Policía«. Quien no huyó fue un tipo con una camiseta amarilla, similar a la que lucían los militares en los «check-points» de Payatas, y que se encontraba apostado a la entrada del basurero. Y no lo hizo, entre otras cosas porque estaba borracho como una cuba. Cuando nos apeamos del coche se acercó tambaleándose hacia nosotros y, tal y como me había temido apenas lo vi, una vez que llegó se colgó de mi hombro. Yo tenía un extraño imán que siempre acababa por atraer a los tipos más tirados, a perturbados, alcohólicos, desesperados, y que cuando se activaba me soltaba un latigazo en la columna vertebral, pues me hacía preguntarme si me reconocían como a uno de ellos. Éste en concreto arrastraba consigo los cadáveres apilados en miles de batallas libradas y perdidas en su interior; o al menos eso era lo que parecía cada vez que me expelía su aliento putrefacto, acompañado de unos perdigonazos con los que trataba de hacer valer su autoridad en el basurero.

—Yo soy aquí el jefe —repetía con esa cabezonería propia y universal de los borrachos pasados de rosca.

Y lo peor, lo más triste de todo era que era cierto, aquel tipo era la máxima autoridad en el basurero de Tondo, de modo que nadie se atrevía a quitarme el muerto, o los muertos de encima. Incluido yo mismo. Tal vez ése fuera el problema. Tal vez todos tuviéramos un imán en nuestro interior, y lo que pasaba era que yo no había aprendido a manejarlo, a colocar sus polos de manera que además de atraer, pudieran repeler a los pesados. Josean, por ejemplo, había conseguido zafarse del vigilante sin problemas y comenzado a sacar fotos como un poseído. Cosa completamente lógica, por otra parte, porque el basurero de Tondo, a diferencia del de Payatas, donde todo estaba controlado, era un lugar salvaje, la jungla urbana más inhóspita, donde parecía reinar la ley del más fuerte, y teníamos la impresión de que no

sería fácil regresar a aquel lugar. Tal vez ni siquiera salir de aquel lugar. Yo, incluso, experimenté miedo, me sentía observado, pero de una manera distinta a como lo había sido hasta ahora. Era como si ocultos en las pilas de basura acecharan fieras humanas.

Afortunadamente conseguí deshacerme de mi acompañante en cuanto comenzamos a pisar detritus, a adentrarnos en la montaña y en consecuencia a alejarnos de la pequeña cantina de campaña instalada cerca de la entrada, en la que él se quedó abrevando. Observé también en ese momento que el mejor de los guías posibles hacía ya un rato que no nos acompañaba. Recordé el título de aquella película: «Coge el dinero y corre». Nos abrimos paso, pues, sin otra compañía que la de Carlos, que parecía más asustado que nosotros, y al alcanzar la cima de una de las colinas de porquería, aparecieron varias chabolas raquíticas, levantadas con apenas unos palitroques sobre los que se extendían unos plásticos agujereados. Una de ellas era una pequeña tienda, en cuyo interior varios «scavengers« bebían café protegidos del sol. Entramos y presentamos el pasaporte que abría todas las puertas en lugares como aquellos: un paquete de cigarrillos de rubio americano que repartimos entre la concurrencia. Mientras fumábamos observé el resto de las chabolas en el exterior. En tanto que en Payatas éstas se levantaban en las laderas de la montaña, estableciendo una zona de seguridad, allá lo hacían sobre la propia basura, como una prolongación de ella misma. Parecía imposible que alguien pudiera vivir de esa manera, pero después supimos que era la única manera de la que podían vivir, pues así mantenían el control sobre unos pocos metros cuadrados, los más próximos a sus chabolas, sin que nadie les arrebatara su porción de basura. Hubo, sobre todo, una de las chabolas que me llamó la atención. En realidad ni siquiera era una chabola, sólo un colchón, o mejor, la espuma amarilla de un colchón tirada a cielo abierto. Sobre el colchón un hombre, sucio, desharrapado y con una nube espesa de moscas revoloteando a su alrededor, dormía plácidamente lo que parecía una gran borrachera, y a su lado una niña de tres o cuatro años,

una pequeña princesita de los suburbios, enfundada en un inmaculado vestido rosa, con sus volantes, sus encajes, sus enaguas, saltaba entre carcajadas sobre el colchón, de modo que con cada uno de aquellos saltos la barriga del señor de las moscas se inflara y se desinflara. Me quedé atónito. Me pareció, de nuevo, estar viendo una película, un cortometraje extraño, experimental, salpicado de símbolos profundos que no alcanzaba a descifrar.

Apuramos después el cigarrillo y salimos de la tiendita. El cielo de repente se había vuelto oscuro, y nos pareció —días más tarde lo comprobaríamos— que un basurero convertido en un lodazal no era nada divertido.

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