Ya sabía yo, cuando al comienzo de mis  vacaciones robé en una tienda de souvenirs, aprovechando la ovina  embestida de un grupo de turistas, este diario en el que anoto mis  experiencias –eso cuando no tengo que echar mano de algunas de sus  páginas para que sean mis apurados intestinos quienes descarguen sus  impresiones– que llegaría el día –hoy– en el que escribiría algo que  mereciera la pena, algo que se saliera de lo habitual, que me pusiera de  punta los pelos del corazón y recordara toda mi vida. Es un poco como  la vida misma, que nos la pasamos haciendo cosas estúpidas, aburridas y  aniquilantes, trabajar, por ejemplo, a la espera de recompensas muchas  veces efímeras, como una risa, o un polvete (bueno, es que yo –lo digo a  viva voz– soy eyaculador precoz).
Aunque ahora que lo pienso lo que tiene sentido  anotar en un diario son las cosas pequeñitas, los detalles que se  olvidan con el tiempo. Un diario es como un plumero que limpia el polvo  de la memoria. Como un “liftin” en las arrugas de los recuerdos. Como un  billete para la máquina del tiempo perdido. Repaso las hojas anteriores  y se que si no lo hubiera anotado tarde o temprano olvidaría aquello  que dijo en la playa de Ondarru, hace unos días aquel niño tan salado a  su aita, cuando me vio tumbado, medio escondido y en pelotas: –mira,  aita, una colita con barbas; o la mirada extraviada, alunada y brumosa,  del tipo solitario del camping de Lekeitio, el que bajaba a los  acantilados para hacer taichi en busca de una paz interior de  mentirijillas, que desenmascaraban los perros que le ladraban por el  camino…
Esto que voy a contar, sin  embargo, es probable que no lo olvide nunca, aunque tengo que dar  inevitablemente testimonio de ello en este diario, esta vez para que un  hecho tan extraordinario no se acomode en mi memoria como una especie de  carcinoma fantástico que me haga dudar de si realmente sucedió alguna  vez o sólo fue un producto adulterado por mi imaginación. Y es que no  todos los días se encuentra uno un toro en el supermercado.
Ha sido esta mañana, en Deba. Al  principio ni siquiera me ha llamado la atención. He pensado que se  trataba de cualquiera de esas ridículas promociones publicitarias. Algún  producto muy masculino, o muy español… Como su selección de fútbol y  aquel anuncio en que los jugadores se suponía que eran 11 toros que iban  desencajonando al terreno de fútbol, furiosos, orgullosos… y muertos al  cabo de veinte minutos; o de un par de eliminatorias. Después, cuando  ha volcado la estantería de las colonias y todos los perfumes se han  hecho añicos, ni siquiera la mezcolanza de aristocráticos aromas han  podido tapar el olor del miedo descargado en mis bermudas. ¡Era un toro  de verdad! (que según he podido saber se había escapado de un baserri  cercano, donde su propietario lo tenía pastando como si fuera la  pacífica vaca lila de Milka –no es tan extraña pues la res-anuncio–).  Estaba embistiendo el furibundo toro a una chica con un bikini amarillo  que anunciaba una crema bronceadora, ensañándose con ella, más bien,  aunque por suerte era una mujer de cartón, de esas que luego no se ven  en las playas, lo cual nos ha brindado a los demás la oportunidad de  resguardarnos. Yo me he refugiado junto con una señora mayor en el arcón  de los congelados. Hemos aguantado todo cuanto hemos podido, hasta que  ya no éramos capaces de distinguir nuestros dedos de las barritas de  merluza. Sólo se escuchaba allá dentro el zumbido del frigorífico, de  modo que cuando nos han sacado ignorábamos el desenlace del rocambolesco  episodio, no sabíamos si había habido disparos, o tan sólo dardos  tranquilizantes, o si habían aprovechado para que tomara la alternativa  alguno de esos toreros raros que reclaman una oportunidad –aquel con  gafas, o el militar ese ruso, o el enano más alto del bombero torero– el  caso es que el morlaco ya no andaba de compras por el súper.
Ha sido algo, querido diario,  verdaderamente alucinante, así que ya no se que más puedo contarte por  hoy. Sólo que esto constará en acta, fijo, porque aprovechando el  barullo he podido despistarles a las cajeras, además de una cuatroquesos  y una botella de kalimotxo –que, flipa, lo venden ya embotellado– un  paquete de rollos de papel higiénico, así que, tú tranqui, creo que ya  nunca más durante estas vacaciones mochileras tendré que limpiarme el  culo, con perdón, con el recuento de mis peripecias.