Superviviente
Soy un guarro. Ahora mismo, aquí me tenéis, manoseando el retrete de un bar. Bueno, es sólo una metáfora, en realidad estoy escribiendo esta columna, pero existe un estudio de la Universidad de Arizona, según el cual se encuentran 400 veces más bacterias en el teclado de un ordenador que en la taza de un inodoro. Claro que en la vida hay que arriesgarse. El otro día, por ejemplo, decidí por fin comerme una de las moras que resisten, como una anomalía urbana, en las zarzas de la Cuesta de Santo Domigo. La tenía fichada desde hacía varios días, la veía ahí cada vez que bajaba a comer a casa, desafiando al tigre que se agazapaba en mi estómago. Tan tranquila, orgullosa, sintiéndose una superviviente, convencida de que ningún urbanita milindri sería capaz de zampársela, del mismo modo que no bebería agua del Arga o no permitiría a su hijo chupar los caramelitos que un señor le ha regalado a la puerta del colegio. Pero a mí ninguna mora se me pone chula, y por fin un día, en un arrebato jipi, me la tragué. Fue como volver a aquellos años de colegio y borotas, de tapias y sol, en los que las ovejas ramoneaban en el Campo del moro y las bacterias nos dejaban en paz porque escribíamos con bolis BIC, que nuestras madres compraban por racimos a Donan Pher, el emperador del bolígrafo… Qué tiempos. Después vino la desilusión, resultó que un día uno se daba cuenta de que Donan Pher en realidad quería decir Fernando, si lo leía del revés; o que -muchos años más tarde- una noche, bajando por la Cuesta de Santo Domingo, el tipo que caminaba dando tumbos unos metros por delante de ti echaba una cálida, dorada y prolongada meada justo sobre el zarzal con el que alimentabas todos tus recuerdos de infancia.