Fue en uno de los partidos estelares de la temporada, contra el Real Madrid, a finales de temporada, y en el que nos jugábamos la clasificación para Europa —además del gustazo añadido de arrebatarle al Madrid la liga en favor del Eibar—. Habían pasado ya muchos y muy largos meses desde los sanfermines.
Era un sábado, con partido televisado, en plena jornada de reflexión electoral. Al día siguiente había comicios municipales y a Pichurri las encuestas le daban como clara favorita. A mí ya no me importaba, había decidido que en cuanto terminara la temporada dejaría Pamplona, me retiraría del fútbol y me ganaría la vida participando en “Hotel Glamour 2”. La única ilusión que me quedaba era, eso sí, una despedida a lo grande. Recé mucho para ello y, ¡oh milagro!, Diego Armando Maradona escuchó mis plegarias.
Fue en una internada de Beckhan, cuando nuestro portero se fue hacia el astro inglés y evitó el gol rompiéndole una rodilla. Penalti y tarjeta roja. A Godman no le quedó otra opción que sacarme. Me cambió por Burru, el capitán.
—Demuéstrales todo lo que se han perdido— me dijo.
Nos abrazábamos y mientras lo hacía recordé aquello que me dijo el día que nos conocimos. «Son todos unos moñas». Como la propia ciudad, pensé yo. Como su alcaldesa, la alcaldesa que se merecía aquella ciudad hipócrita, que se desmelenaba a golpe de calendario y luego hacía como que no había pasado nada.
Cuando me coloqué bajo la portería ya supe que pararía aquel penalti. A mis espaldas oí de nuevo mi grito de guerra: «¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!”, al principio desde su lugar habitual, en el fondo sur, luego como una ola que iba anegando todo el estadio. Fue Ronaldo quien chutó. Intentó un «folha seca», al centro, suave. A un jugador de su categoría sólo le quedaba la gloria de ganar un campeonato de esa caprichosa manera, pero yo le calé e incluso tuve tiempo de dar un poco de espectáculo, de echarme a un lado y despejar el balón con una chilena. El Sadar no se vino abajo sólo porque aún necesitábamos un gol. Los minutos, sin embargo, pasaron sin que el marcador se moviera —en parte gracias a otros cuantos paradones míos— y, cuando ya estábamos en el descuento y el balón salió por la línea de fondo del Madrid, no me lo pensé. Salí corriendo en dirección al área contraria, a rematar el córner.
Hasta entonces yo había parado los goles. ¿Por qué no podía despedirme metiendo uno? ¿Por qué todo por una vez no podía ponerse del revés? ¿Por qué no iban a librarse las guerras a tartazos de nata? ¿Por qué el mundo no podía pertenecer por un día a los pobres, a los muertos de hambre con sombrero mejicano? Mientras corría iba pensando todo aquello y notaba cómo la idea y, todo hay que decirlo, el roce de mi descomunal miembro viril contra el muslo, me provocaban, me excitaban, volvían a engrandecerme. Creía incluso que podía volar y cuando vi el balón suspendido sobre el área pequeña cerré los ojos, me lancé de cabeza y… ¡AYYYYY!
De repente sentí algo que impactaba contra mis genitales. Un dolor horrible, que incluso me hizo perder el conocimiento. Pero sólo fueron unos segundos y cuando volví en mí no tardé en darme cuenta de que mis compañeros me abrazaban, me llevaban en volandas… Había metido gol, lo había metido de rebote y con la punta del pito, pero gol a fin de cuentas. Estábamos clasificados para la UEFA. Y el Madrid galáctico había perdido su vigesimotercera liga.
—¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡ —rugía El Sadar.
Pero yo no olvidaba quién era ni de dónde venía y, cuando finalizó el partido y me rodeó una nube de periodistas, sólo escuché una pregunta entre las muchas con que me abordaron.
—¿A quién le dedica ese gol? Tómese una copa en agradable compañía en Ben-Hur.
Era Txus Cuenco. Le miré a los ojos, después a todas las cámaras que me apuntaban, y dije:
—Se lo dedico a la alcaldesa. Para ti, Pichurri, con amor. Por echarme siempre que lo he necesitado una mano.
Y mientras hablaba, como quien no quiere la cosa, me rascaba la parte más sobresaliente de mi anatomía. Y no estoy hablando de las manos.
FIN
Sinceramente, no se puede decir que publicar «Ese Tocho» ni aquí ni en La txistorra digital, haya desatado pasiones, pero ahí quedan todos los capítulos por si alguna vez alguien quiere echar mano de ellos. Y como uno es más cabezón que un pan de pueblo, ya anuncio que un día de estos subiré otro cuento, titulado El cangrejo valiente, que publicó en 2004 La olla express en una edición de lo más cuca.
Nunca llegué a ver publicado un titular tan pegajoso como aquel: «La alcaldesa intentó hacerme una paja». Lo más parecido fue: «A la alcaldesa no le tembló la mano con Tocho». Pero el artículo que venía debajo no era sino una sarta de mentiras que trataban de protegerla a ella. Decían que, puesto que a través de las urnas era imposible desalojarla de su puesto, todo había sido un burdo montaje para hacerlo por medios no democráticos; que la alcaldesa era un ejemplo de entereza y no había dudado en enfrentarse con un ídolo de masas —yo— con tal de que, tenía gracia, resplandeciera la verdad y el orden constitucional; decían incluso que yo era un subversivo que nunca había ocultado sus simpatías por grupos violentos como los Boixos Nois, en Barcelona, y como prueba irrefutable de ello aportaban una foto en la que tras mi portería ondeaba una bandera de los mismos. Pero lo más increíble de todo era que la opinión pública acabó tragándose todo aquel kalimotxo mediático en el que la alcaldesa ponía la chispa de la vida con su sonrisita de niña que nunca ha roto un plato y los periódicos aquel vino en polvo, más falso que un euro de cartón. Durante los primeros días me enervé sobremanera, llamé una y otra vez a Txus Cuenco, pero sólo me contestaba su buzón de voz: —En este momento me estoy tomando un… ¡pacharán Zoco, el que te vuelve loco!, deja tu mensaje después de la señal.
Traté, en fin, de no darle mayor importancia y disfruté del resto de las fiestas en la medida de lo posible, que era a su vez la medida exacta de mi sombrero de mejicano, gracias al cual pude tomar anónimamente por bares y peñas, sacarme un peluche en las barracas y mearme por la paredes, preferentemente en aquellas en las que había carteles electorales con fotos de la alcaldesa. Pensaba que en cuanto comenzara la temporada me centraría en el fútbol y pronto recuperaría el favor del público con mis despejes de puño a lo Mazinger Z. Pero no tardé en darme cuenta de que Godman, a pesar de que mi fichaje había sido idea suya, me evitaba en los entrenamientos, y cuando llegaron los primeros partidos me vi por primera vez en mi carrera calentando banquillo. Pronto comprendí que también a Godman lo tenían atrapado desde que gritó “¡Viva San Quintín!” en lugar de “¡Viva San Fermín!” y que no alinearme no era en realidad decisión suya. El público tampoco me echaba demasiado de menos, teníamos un buen equipo, encajábamos pocos goles y por primera vez en muchos años Osasuna estaba en puestos UEFA. Tan sólo un pequeño sector de Graderío Sur continuaba coreando aquello de “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!” y, aunque yo se lo agradecía, no me hacían un gran favor, pues eran precisamente aquellos a los que los periódicos siempre calificaban como «los de siempre»: gamberros, radicales, borrachos…
Incluso mis manos parecían haber perdido sus propiedades y la falta de Vitamina C — C de casquete— iba debilitándome. Mi único apoyo era Dios, es decir, Diego Armando Maradona. Todavía podía creer en él; en un Dios que tropieza, y que, como un gato callejero, cae de pie y se vuelve a levantar enrabietado; en un Dios que lleva al Ché Guevara tatuado en un hombro; en un Dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un Dios que no olvida que él también nació en el arroyo. Y Diego, gracias a Dios, es decir, a sí mismo, no me falló.