• Subcribe to Our RSS Feed

Dulce herida otoñal

Feb 4, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Ahí va el otro cuento que han publicado en la Revista Groenlandia, y que pertenece, como El señor conductor tiene sífilis, a mi libro La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos (Baile del sol)

DULCE HERIDA OTOÑAL.
Patxi Irurzun

Hay miradas que sólo duran un átomo de tiempo pero que nos traspasan y se alojan en los pliegues del alma para siempre, a veces como un bálsamo, otras como una herida.
Camino por las murallas pisando los primeros esqueletos de hojas muertas. El polvo en el que se deshacen se confunde con los huesos de quienes levantaron esos baluartes y me siento transportado en una máquina del tiempo hasta que soy sólo el sueño en el corazón de uno de ellos: un hombre feliz viviendo un futuro en paz.
El sol comienza a llorar lágrimas de moribundo y éstas levantan un olor de tierra mojada, como el de un recién nacido. Es el otoño. Algo que empieza. Algo que se acaba. Un límite entre locura y cordura. Una melancolía esperanzadora.
Vengo de curiosear entre los puestos de un viejo rastro. Un gato negro, pantera de mentirijillas, demonio enmascarado, bolsa de terciopelo con siete corazones, se movía sobre las mesas de antigüedades a cámara lenta, deslizaba primero sus patas, las estiraba prodigiosamente, multiplicando su longitud por tres, acomodaba después la almohadilla en huecos invisibles y su espinazo entonces se curvaba dulcemente, como una ola muriendo en la playa, y así avanzaba, cruzaba las mesas sin rozar siquiera las regaderas, los quinqués, las figuritas que se amontonaban desordenadamente sobre ellas. El gato negro era arrogante y exhibicionista, podría saltar la mesa, o pasar por debajo, pero prefería que todos miráramos sus movimientos elegantes y precisos. El gato negro era un poeta salvaje. Recordaba el esplendor en la porcelana y también cada una de las muescas posteriores; los retorcijones de sus tripas con los titulares de guerra y hambre en las páginas amarillas de los periódicos y los plácidos ronroneos cuando alguien le acariciaba mientras leía en ellas cuentos románticos, alegres fábulas…
Quizás fuera uno de esos gatos que han nacido en el cementerio y por eso sabe que de los ojos de las calaveras florecen siemprevivas y nomeolvides.
Continuo paseando por las murallas hasta desembocar en el casco viejo. Desde las hendiduras entre los adoquines trepa un olor a humedad que se me enrosca y me estrangula el corazón con su desasosiego. Como un recuerdo extraviado. Como el reflejo de un charco en el infierno. Aunque en realidad no sé si es el sudor de los adoquines o un akelarre de las motitas de polvo de las antigüedades, danzando endiabladas y estrellándose contra las paredes de mi pituitaria.
Ahora las gotas de lluvia son gruesas, como balas transparentes. Camino pegado a las paredes de un teatro. En la acera hay un camión aparcado, junto a una puerta. He visto otra veces camiones como ese, junto a esa puerta, descargando enormes decorados: una parcela de luna, la habitación de un manicomio… No puedo evitar una mirada curiosa al pasar.
Y entonces, durante sólo ese átomo de tiempo, acurrucada entre toda la cacharrería, veo a la chica, sola, abrazada a sus rodillas, con las aletas de su nariz palpitando, oliendo al recién nacido, el otoño. Y descubro esa mirada, y entonces todos los recuerdos se hacen diáfanos, son las traiciones, los miedos, las comodidades, las rutinas que han convertido mi vida en algo que no quería, los trabajos-basura, aniquilantes, la mala suerte,los amores-basura, vacunas contra la sífilis de soledad, el tiempo desperdiciado… Y sigo caminando, como si nada hubiera sucedido, pero con esa dulce herida de su mirada, que me ha traspasado.
¿Quien eras, mi dulce herida otoñal? ¿Donde estás? Seguiré buscándote el resto de mi vida, porque ahora se que lo que nos sucede puede parecerse a lo que alguna vez soñamos. Aunque vuelva a arrojar esa vida al vertedero tu mirada siempre será un rayo de esperanza en las cuevas lóbregas y frías de mi alma atormentada. Quizás te encuentre, como una piedra preciosa entre la inmundicia. Quizás sólo encuentre muñecos de trapo. Quizás ni siquiera eso, pero nunca dejará de soñar, al menos, hombres y mujeres felices viviendo un futuro en paz. Y si hasta eso falla la próxima vez me enamoraré en primavera, como todo el mundo.

ESE TOCHO (CAPÍTULO 7)

Feb 4, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
LA PORTADA DE TASIO EN COLORINES

«Pichurri». Qué vergüenza. Me sonó ridículo… pero no extraño. Aquellas cursiladas se me solían escapar en momentos como aquel, justo al correrme. Eran como un antídoto para lo que vendría después, la llamada tristeza post-coitum. Siempre, cuando acababa de hacer el amor, experimentaba aquel vacío. Un vacío que era como cuando me metían un rosco en casa y el graderío se convertía en un cementerio; un vacío que me alejaba de la mujer que tenía tumbada al lado en la cama, la convertía en una extraña, y me convertía a mí mismo en un extraño al que incluso se le arrebata la idea de que el motorcito del mundo es el amor, incluso aquel amor de baja intensidad, el sexo rápido y furtivo; un vacío que, por el contrario, me hacía creer que el amor, y el mundo, sólo eran descargas de energía, y nuestras vidas se reducían a todo lo que quedaba en medio, los esfuerzos egoístas para proporcionárnoslas. Como aquellas palabras supuestamente amorosas que en realidad sólo buscaban la manera de echar un segundo casquete que se llevara consigo aquel dichoso vacío. Como irse desesperadamente a buscar el gol tras encajar uno.
Cada vez, de todas maneras, me costaba más. Un miembro sexual descomunal tenía sus inconvenientes, te rozaba en los muslos cuando subías a rematar en el tiempo de descuento los córners y, en lo sexual, costaba horrores volver a elevar semejante mole.
Así que allá estaba, tumbado, diciéndole lindezas a la alcaldesa y masturbándome por debajo de la sábana sin demasiado entusiasmo, mientras ella se vestía en un rincón de la habitación pudorosamente, con todo el peso del arrepentimiento cristiano y de sus responsabilidades políticas sobre las espaldas. A fin de cuentas había venido hasta mi habitación a pedirme que salvara su culo y yo no había hecho más que sobárselo.
—Lo siento, me tengo que ir, hoy me toca presidir la corrida —se disculpó, pero al pronunciar esta palabra volvió a ponerse colorada y su arrebol fue como una gran grúa que me elevó el ánimo. Pegué un salto en la cama y le rodeé la cintura cogiéndola por detrás. Esta vez lo hicimos allá mismo, en el suelo. Me excité muchísimo: me gustaban las mujeres que decían guarradas mientras cogían y aunque la alcaldesa se creía muy europea no podía evitarlo y gritaba como una loca (o tal vez lo hacía la troglodita que aún llevaba en su interior):
—Clávame esa tranca, entera, sí, campeón, fóllame, como a una perra, que se jodan todos, frígidas, pichicortos, todos unos mierdas, no como nosotros, elegidos, especiales, así, así…
Por un momento tuve la sensación de que a la alcaldesa en realidad no le volvían locas mis manos, ni mi tranca, que en el fondo era como la chica del bar y solo le excitaba la idea de relacionarse, incluso íntimamente, con ricos y famosos. La penetré con rabia, con odio incluso. No pensaba salvar su culo, se lo iba a hacer añicos. Era una hipócrita, una clasista. Y yo no me olvidaba de dónde venía, tal y como me había enseñado Dios, es decir Diego Armando Maradona. Yo era un arrabalero, así que le escupí, le azoté las nalgas, le insulté… Y a ella… le gustó, le volvió a poner caliente aquella violencia. Aunque también comprendió lo qué había, y cuando terminamos, apelotonó su ropa, se fue al baño y salió minutos después, de nuevo vestida de alcaldesa.
—Le exijo que desmienta ante la prensa lo nuestro y que condene esa foto trucada. Es por su bien y el de su carrera —dijo, de esa manera en que los políticos convierten en favores sus amenazas y chantajes. Después me alargó una tarjeta. Era la de Txus Cuenco, el periodista.
En cuanto se fue marqué su teléfono. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Txus, lo del balcón es cierto. La alcaldesa intentó hacerme una paja —confesé.
ga('create', 'UA-55942951-1', 'auto'); ga('send', 'pageview');