Cuando estuve en La Habana escribiendo una guía turística sobre la ciudad, hubo una persona que me ayudó, desinteresadamente, de una manera que nunca sé cómo podré agradecer, y que además, me transmitió su buena estrella todavía mucho tiempo después, cuando escribí una columna con la que de algún modo reconocer ese apoyo. Tras presentar ese texto a un concurso literario conseguí que la rueda de galardones literarios y viajes siguiera girando: esta vez el premio fue una semana en Bangkok.
Esa persona, a la que conocí de un modo casual, tenía un nombre novelesco: Leonardo Depestre Catony, y además de ser el editor de la revista Mar y pesca, había publicado algunos libros, como este que me regaló, Cien famosos en La Habana, e innumerables artículos sobre La Habana y su historia, sus personajes, sus rincones…
Espero, algún día, volver a verle, saber de él… Le estoy muy agradecido y, sobre todo, es difícil encontrarse con hombres buenos como él.
Algunos hombres buenos
Existe una sociedad secreta internacional de hombres y mujeres buenos con los cuales yo a veces he tenido el privilegio de entrar en contacto. La última en La Habana. Fue en las escaleras del Capitolio, mientras esperaba a que escampara una tormenta tropical. Me encontraba enredando en la cámara digital cuando un tipo con aspecto de cobrador de seguros se me acercó. «¿Es usted fotógrafo?» me interrogó. «No, no», contesté, algo borde, pues en aquel momento, precisamente, me encontraba mandando a la papelera todas las fotos en las que le había cortado la cabeza a alguien. «Soy periodista» respondí, lo cual todavía sonó peor, porque en realidad yo solo soy un juntaletras. Pero lo cierto es que me encontraba allá, en La Habana, realizando un trabajo periodístico sobre la ciudad, y así se lo hice saber. «¡Cooooño, colegas!», exclamó Leonardo. Así se llamaba: Leonardo Depestre, y era el editor de «Mar y Pesca». Me temí lo peor, una charla terrible sobre las costumbres sexuales de los camarones, pero resultó que el hombre había escrito decenas de artículos sobre La Habana que generosamente, una vez en la redacción, fue echando a un disket para que hiciera uso de ellos como me diera la gana. También me dijo lo que le pagaban por cada uno de esos artículos. Al día siguiente yo regresé con algunos cuadernos y bolígrafos, y también con un sobre en el que había metido el fajo de pesos que no había conseguido que me admitieran en tiendas y bares. En realidad era una forma de aligerar equipaje. El caso es que Leonardo no solo no aceptó aquel dinero sino que me invitó a pizza y helado. El era un hombre bueno. Y yo… yo siempre he tenido la impresión, cuando los hombres y mujeres buenos, me han admitido entre ellos, de ser sólo un intruso.
Ayer fue un gran día. Un día de fiesta, pero –en mi casa- solo para mí, mi mujer trabajaba y los niños tenían cole y guardería, respectivamente, así que después de llevarlos en coche a cumplir con sus obligaciones, yo regresé a casa, volví a acostarme, bien abrigado bajo las mantas, puse algunos discos, leí un poco, repasé algunas notas de una novela atascada…Hacía siglos que no tenía un momento así, y por si todo eso fuera poco, de repente al levantar la vista hacia la ventana, vi que había empezado a nevar, los copos caían con fuerza recortados sobre esa luz especial que tienen los días de nieve, y esa fascinación que esta siempre ejerce: ¡Ah, era ciertamente un placer ver esa estampa tumbado en la cama, sin otra obligación que la de estar ahí mirando! Me quedé incluso adormecido y nada fue capaz de arrebatarme el buen sabor de boca que me dejó ese momento. Ni siquiera el tontolaba de Orange -bueno, tontolabas sus jefes, él es un mandado-que me despertó con su voz enlatada y pronunció mal mi apellido y me hizo una oferta que me pareció ridícula y fea y fuera de lugar en una mañana tan perfecta como aquella, una mañana tan rara, en este momento de mi vida, como un gorila albino.