PABLO ANTOÑANA, ESCRITOR ‘BETIZU’
Es difícil añadir algo a lo que ya otros han dicho y dicho bien. Como Miguel Sánchez-Ostiz, Fernando Chivite o Javier Eder en sus obituarios o estelas de Pablo Antoñana, al cual durante mucho tiempo he visto pasear por Pamplona, con su enorme txapela por brújula, sin atreverme nunca a presentarme, saludarme, decirle “maestro”, porque después de leer cualquiera de sus columnas me sentía muy pequeño, solo un insecto, un invertebrado literario. Hoy habrá muchos que hablen, que escriban sobre Pablo Antoñana, como siempre pasa con los escritores, cuando interesa, cuando ya no están a tiro de su pluma (aunque esto no es exactamente así, cualquiera que lea unas líneas de Antoñana sabrá de qué parte está su voz).
Yo confieso no haberlo leído demasiado: sus columnas en Diario de Noticias, Auzolan, Diario de Navarra y Gara (publicar en estos dos periódicos al mismo tiempo sin que nadie le señalara con el dedo o tratara de alistarlo en un bando o una banda es algo sorprendente por estos pagos), La cuerda rota (la novela con la que fue finalista del Nadal en 1961) y poco más, pero sí lo suficiente para reconocer una prosa deslumbrante, una voz de un mundo que se pierde, un hombre al que repugnaba la guerra y el abuso, un escritor extraño y perplejo que mereció mejor suerte y que no la tuvo porque pertenecía a ese tipo de escritor navarro betizu (como los citados arriba) que no encaja en los grupos, en las mafias, que no pone el cazo, al que no se puede encerrar en una caja, al que han querido hacer pasar por gruñón cuando sienten peligro, ese tipo de escritores que construyen su obra si hacer ruido porque no les han dejado y porque sus palabras resultan demasiado limpias y claras para los que tienen las orejas y las entrañas llena de cerumen y de roña.
Yo confieso no haberlo leído demasiado: sus columnas en Diario de Noticias, Auzolan, Diario de Navarra y Gara (publicar en estos dos periódicos al mismo tiempo sin que nadie le señalara con el dedo o tratara de alistarlo en un bando o una banda es algo sorprendente por estos pagos), La cuerda rota (la novela con la que fue finalista del Nadal en 1961) y poco más, pero sí lo suficiente para reconocer una prosa deslumbrante, una voz de un mundo que se pierde, un hombre al que repugnaba la guerra y el abuso, un escritor extraño y perplejo que mereció mejor suerte y que no la tuvo porque pertenecía a ese tipo de escritor navarro betizu (como los citados arriba) que no encaja en los grupos, en las mafias, que no pone el cazo, al que no se puede encerrar en una caja, al que han querido hacer pasar por gruñón cuando sienten peligro, ese tipo de escritores que construyen su obra si hacer ruido porque no les han dejado y porque sus palabras resultan demasiado limpias y claras para los que tienen las orejas y las entrañas llena de cerumen y de roña.