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LA POLLA MÁS GRANDE DEL MUNDO

Jun 24, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Este es el segundo cuento que me publican en la revista Groenlandia, y el que da título a mi libro La polla más grande del mundo, que, una vez más lo aclaro, no es una autobiografía.

LA POLLA MÁS GRANDE DEL MUNDO

El ojeador de monstruos descubrió su vocación cuando su papá le compró uno de aquellos pollos que vendían en las fiestas de los pueblos, todos apelotonados en una caja de galletas y pintados de colores chillones, a la mayoría de los cuales a los dos días comenzaban a pelárseles el culo, y después venían los temblores y finalmente el pollito moría trágicamente ante los ojos como sartenes de los niños, en los que se empezaba a cocinar la idea todavía imprecisa de la muerte, pero al ojeador de monstruos el pollito le sobrevivía, el color se iba desdibujando hasta quedar sólo algunos ridículos corronchos fosforitos en las alas despeluchadas, y después le salía una cresta punk, y como lo alimentaba con ositos de gominolas, y panteras rosas, el bicho engordaba a lo bestia, y un día aparecía un huevo extraño, como una canica blanca, así que el pollo era en realidad polla, la polla más grande del mundo, que era como la anunciaba el ojeador de monstruos entre sus compañeros del colegio, a los cuales cobraba cinco duros por enseñarles aquel adefesio, hasta que un día su mamá se cansaba, porque la casa se le estaba llenando de cagadas, y se llevaba la polla al gallinero del cuñado en el pueblo, donde finalmente acababa sus desdichados días entre las fauces de un perro malo maloso, eso nunca se lo contaban al ojeador de monstruos, aunque hubiera dado igual, él ya llevaba el veneno en el cuerpo, y cuando en el colegio les mandaban aquello de las semillas y los algodones dentro de un tarro vacío, él se las ingeniaba de modo que a sus raíces les brotaran unas hojas con calcamonías de Popeye, unas hojas tan raras que ahora para verlas la tarifa subía hasta los diez duros, y de esa manera era como nuestro héroe iba medrando, por ejemplo cuando descubrió en el bloque de enfrente a aquella pareja que se vestían como batman pero a lo «jevi», con cadenas, y se daban de hostias sobre el colchón, antes de hacer el amor, el alquiler de los prismáticos alcanzaba ya el talego, y así iba tirando, hasta que acabó el colegio, entonces se enroló en con unos titiriteros, «pasen y vean al hombre más pequeño del mundo, el cordero de dos cabezas, el policía bueno», se desgañitaba sin demasiado éxito, pues el mundo del circo agonizaba, todos los monstruos y payasos se habían trasladado ahora la televisión, la mujer barbuda fue sustituida por una folclórica, los leones que rugían por presentadores de telediario, los domadores por ministros del interior…, y para allá que se fue el ojeador de monstruos, cameló a una chica del barrio algo chocholoco, ésta a su vez a un picoleto corrupto, que había estado casado con la hija de otra folclórica, y a triunfar, al principio era así de sencillo, no había más que aplicar el viejo truco de la polla más grande del mundo, instruir a su pupila para que contara quien entre los que se tiraba ostentaba aquel récord, y a esperar a que el móvil, al que había programado el tono de una caja registradora, empezara a echar humo, pues la programación se había reducido en todas las cadenas a una sucesión de programas del bajovientre entre los cuales se insertaban algún que otro telediario en el que sólo hablaban de Arzalluz y del Real Madrid, aunque, eso sí , después al ojeador de monstruos la niña acabó fugándosele con el mejor abogado ultraderechista del país, que andaba algo flojillo últimamente, ahora ya le hacían la mayoría -la mayoría absoluta- del trabajo otros, y había tenido que abrirse de patas a otros mercados, así estaban las cosas, los nuevos famosos no daban más que disgustos, y el ojeador de monstruos pasó una mala temporada, hasta que llegó su gran oportunidad, el público se había encanallado ya tanto que ya no se conformaba con la foto de un pito retocada con photoshop, ahora se trataba de subir al pedestal y ver hacer el ridículo, entre carcajadas malsanas, a auténticos fenómenos de feria, y ahí nadie le ganaba, él era único, y no tardó en reunir a la cuadrilla más «freak» imaginable, uno que parecía Heidi con peluca, otro que aseguraba haber invitado a Michael Jackson a comer macarrones a su piso, y sobre todo, ella, su joyita, la nueva diva, y su canción, una sarta de mentiras, cuando el público se aburriera de ella no seguiría siendo la misma, si cambiaría, si cambiaría, si cambiaría, y no lo podría soportar, pero ese era ya no era su problema, el ojeador de monstruos había tocado techo y, eso él no lo sabía, fondo al mismo tiempo.

PEDOS DE COLOR DE ROSA

Jun 15, 2010   //   by admin   //   Blog  //  3 Comments
En el número 8 de la revista Groelandia me publican dos cuentos, Pedos de color de rosa, y La polla más grande del mundo. Ahí va el primero.

PEDOS DE COLOR DE ROSA

Todavía hoy, después de tanto tiempo, cuando me levanto de madrugada para ir a la fábrica y te veo ahí, tumbado a mi lado, cuando veo tu espalda desnuda hinchándose y deshinchándose, me cuesta creer que te haya tenido a mi lado durante toda la noche, y pienso que eres como un pequeño planeta que respira e insufla con su respiración la mía. Miro tu pelo desordenado y todo se ordena en mi interior, me acerco a tus labios y huelo tu aliento, y descubro en él el olor de las cosas pequeñas, domésticas, que se hacen grandes porque las compartes conmigo: el último cigarro, el último café antes de acostarnos, esa muela podrida que podías ir de una vez a sacarte, cabrón, las bufas que te tiras y que hueles, metiendo tu cabezota debajo de las sábanas. Dicen que una pareja está verdaderamente unida cuando supera «la prueba del pedo», cuando uno de los dos miembros de la misma tiene la suficientemente confianza para tirarse el primer y sonoro pedo. Tú debes de pensar que no hay nadie en el mundo tan unido como nosotros.
Recuerdo cuando te conocí, aquel verano, en la playa, cómo entonces ya cada mañana espiaba tus rutinas y pensaba que ello me hacía formar parte de ellas, cómo te veía llegar por el malecón, desenredándote el árbol pulmonar con las caladas del primer cigarrillo, cómo escupías sus esquejes podridos al mar, cómo extendías tu toalla sobre la arena y te rascabas los huevos antes de quitarse la camiseta. Y recuerdo que entonces todo aquello me gustaba, quizás porque a continuación, cuando te desnudabas, yo imaginaba que lo hacías sólo para mí, que si yo lo deseaba podría acercarme, apoyar mi cabeza sobre aquel torso moreno, y que tú atusarías mi cabello de manera que con cada una de tus caricias todas mis preocupaciones se esfumaran.
En aquella época de mi vida tenía la sensación de estar siempre esperando algo que nunca llegaría, a alguien que me amara… Tal vez por eso cuando quise despejar la duda de saber si tú podrías haber llegado a fijarte en mí lo hice de una manera tan rocambolesca. Hubiera sido tan fácil acercarme hasta ti, en aquella playa y preguntártelo… Pero busqué alguien que conociera a alguien que conociera a alguien que te conociera, y así conseguí tu dirección, y te escribí, y esperé, por pura rutina, porque pensaba que tú nunca responderías y esa sería una forma más de seguir esperando.
Tú , sin embargo, respondiste.
-Me gustó que hicieras complicado algo que podía ser tan aburridamente sencillo- dijiste.
Y la verdad es que si, que a ti te encanta complicar las cosas, siempre te las arreglas para que te echen de todos los trabajos, o para mear en la tapa de la taza, o para seguir durmiendo a pierna suelta mientras yo me levanto para ir al trabajo.
Creo que, de todas maneras, incluso si no tuviera que levantarme cada mañana para ir a la fábrica, si no tuviera que soportar a todos esos borrachos que regresan tambaleándose a casa y me piden fuego mientras espero tiritando al autobús, me levantaría igualmente de madrugada y miraría tu espalda, que lo haría sólo para sentir ese agradable hormigueo que me provoca pensar cuánto te quiero y cuánto te odio, cuánto me gustaría asesinarte con un beso en la nuca, recostarme sobre tu torso desnudo y comerte el corazón, que lo haría para acompasar mi respiración con la tuya y sentir que sigo viva, que todavía tengo paciencia para esperar a que alguien me ofrezca un poco de su amor.

GATOMAQUIA

Jun 9, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Esos que dicen que nosotros, los gatos, tenemos siete vidas no han debido viajar mucho, al menos no por carreteras comarcales. En esas carreteras estrechas y curvilíneas como serpientes venenosas no hay rayas que separen los carriles pero de vez en cuando alguno de nuestros hermanos aparece estampado en el asfalto por las ruedas de algún dominguero. Desde luego mucho más a menudo que los tímidos erizos, que rara vez acostumbran a cruzar la carretera. Tal vez gracias a eso, mientras que ver uno de nuestros cuerpos despanzurrados lo que debe provocar, además de repugnancia, es frases como: “Bueno, todavía puede resucitar seis veces”, el atropello de uno de ellos, un erizo, es capaz de inspirar un hermoso poema, como el de Atxaga.*

Yo es que soy un gato muy leído. Siempre se habla de los ratones de biblioteca, pero los ratones no leen los libros, sólo usan sus tapas para afilarse los dientes y sospecho que en épocas de hambruna hasta se zampan algún que otro soneto, según delata el regusto a papel de alguno de los que, cada vez con más dificultad, todavía soy capaz de cazar.


Paso estos mis últimos días de gato artrítico en una escuela abandonada, como todas las escuelas rurales, entre cuyos escombros florecen los viejos y olvidados libros que releo y cuyas páginas me transportan a otras etapas de mi vida, todas ellas quemadas, desperdiciadas por culpa de mis veleidades intelectuales que me abocaron estúpidamente a la contemplación y el celibato, y cuyos rescoldos me queman ahora el alma.

No siempre fuí , de todas maneras, un viejo gato de pueblo. Mis primeros recuerdos son las paredes de una caja de galletas en la cual me trasladaron siendo sólo una bolita de pelos palpitantes, hasta el urbanita hogar de mis primeros, y únicos, dueños, quienes me pusieron por nombre Pelusa, que era el apodo de un futbolista muy famoso por entonces, con una cabellera oscura como la mía y que, al parecer, manejaba el balón con la misma gracia con la que yo jugueteaba con lo ovillos de lana.

Con el paso del tiempo también pude haberme convertido en un drogadicto, como aquellos gatos de mi infancia que me invitaban desde el callejón a sus correrías y a los que acompañé más de una vez, con los que me revolqué enloquecido por la tierra de los descampados, después de haber mascado arbustos mágicos, a los que lamí las heridas que les abrían los perros guardianes de los chalets en los que entrábamos a rondar a lindas siamesas, con los que compartí las raspas de pescado y los trozos de pizza de los contenedores…

Pero una noche, al rasgar una de aquellas bolsas de basura, se postraron a mis pies los cadáveres de seis mininos recién nacidos y un escalofrío recorrió mi columna vertebral, replegándola como un muelle que me impulsaba de vuelta a casa, de donde decidí no volver a salir y escuchar las aventuras salvajes con las que mis compañeros me tentaban desde el callejón y con cuyos mimbres urdía historias que les contaba de madrugada desde el alfeizar y con las que me gané su respeto, haciéndoles olvidar lo que en realidad era, un gato timorato que vivía mi vida a través de las suyas.


Había días, sin embargo, en los que sentía un impulso irresistible que me pinchaba entre las patas para volver a las calles con mis amigos, pero conseguía aplacarlo frotándome sobre los jerseys de lana de mis amos, u orinándome en sus cortinas, lo cual, lo reconozco, no era el comportamiento propio de un gato instruido como yo, pero que no podía evitar, pues obedecía a una fuerza superior a mí y que a la postre terminó por expulsarme de aquel lugar. El olor de mis hormonas quizás resultara irresistible para las lindas gatitas, pero a los humanos les repelía hasta tal punto que decidieron cortarlo de raíz, situando la raíz a la altura exacta de mis testículos.

Me convertí de esa manera en un gato redoblado en su tamaño y en su carácter huraño. Ya ni siquiera encontraba un desahogo en contar historias a mis congéneres a la luz de la luna, sólo era capaz de disipar el recuerdo de la dolorosa castración volviendo a mascar hojas, esta vez las de ciertas plantas de interior, que resultaron ser las favoritas de la señora de la casa, lo cual propició mi salida de la misma. Ya no era aquella preciosa bolita de pelos que cabía en una caja de galletas sino un monstruoso gato cascarrabias.


Fue de esa manera, en fin, como di con mis huesos en este pueblo, en el cual la familia pasa los veranos y me deja a mi y mis libros los inviernos, y en el que me encaminó sin remisión hacia una muerte, una única muerte, preguntándome si, de ser cierto, aceptaría esas siete vidas y estas serían suficientes para amar a todas la gatitas, para embarcarme en todas las aventuras que desperdicié o si, por el contrario, se trataría de una condena, de siete condenas, crueles y lentamente dolorosas.
*»Gatomaquia» es otro de los cuentos que ilustró Exprai y que ha colgado en su blog: http://exprai.blogspot.com. Además, aparece en «La polla más grande del mundo« (un día de estos, por cierto, colgaré el relato que daba el título a ese libro). Exprai señala en su blog que hay una traducción al castellano del poema del erizo de Atxaga aquí

UN CUENTO EN EL BLOG ‘INSÓLITOS’ de Joaquín Piqueras

May 24, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Joaquín Piqueras publica mi cuento «La vida privada de Adolf Hitler» (incluido en ‘La polla más grande del mundo’ -y es también un fragmento de la novela Odio enamorado-), en su blog INSÓLITOS. Caminando por el lado salvaje de la literatura.

LA VIDA PRIVADA DE ADOLF HITLER
PATXI IRURZUN
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Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.
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Durante el desayuno, cuando Eva Braum le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.
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Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.
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-Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.
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-Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.
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Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli… Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.
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-Déjame solo, Hermann- le pidió.
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Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados…
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-Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.
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Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió («Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche») sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.
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Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.

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Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que ella se voló los sesos.

Dulce herida otoñal

Feb 4, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Ahí va el otro cuento que han publicado en la Revista Groenlandia, y que pertenece, como El señor conductor tiene sífilis, a mi libro La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos (Baile del sol)

DULCE HERIDA OTOÑAL.
Patxi Irurzun

Hay miradas que sólo duran un átomo de tiempo pero que nos traspasan y se alojan en los pliegues del alma para siempre, a veces como un bálsamo, otras como una herida.
Camino por las murallas pisando los primeros esqueletos de hojas muertas. El polvo en el que se deshacen se confunde con los huesos de quienes levantaron esos baluartes y me siento transportado en una máquina del tiempo hasta que soy sólo el sueño en el corazón de uno de ellos: un hombre feliz viviendo un futuro en paz.
El sol comienza a llorar lágrimas de moribundo y éstas levantan un olor de tierra mojada, como el de un recién nacido. Es el otoño. Algo que empieza. Algo que se acaba. Un límite entre locura y cordura. Una melancolía esperanzadora.
Vengo de curiosear entre los puestos de un viejo rastro. Un gato negro, pantera de mentirijillas, demonio enmascarado, bolsa de terciopelo con siete corazones, se movía sobre las mesas de antigüedades a cámara lenta, deslizaba primero sus patas, las estiraba prodigiosamente, multiplicando su longitud por tres, acomodaba después la almohadilla en huecos invisibles y su espinazo entonces se curvaba dulcemente, como una ola muriendo en la playa, y así avanzaba, cruzaba las mesas sin rozar siquiera las regaderas, los quinqués, las figuritas que se amontonaban desordenadamente sobre ellas. El gato negro era arrogante y exhibicionista, podría saltar la mesa, o pasar por debajo, pero prefería que todos miráramos sus movimientos elegantes y precisos. El gato negro era un poeta salvaje. Recordaba el esplendor en la porcelana y también cada una de las muescas posteriores; los retorcijones de sus tripas con los titulares de guerra y hambre en las páginas amarillas de los periódicos y los plácidos ronroneos cuando alguien le acariciaba mientras leía en ellas cuentos románticos, alegres fábulas…
Quizás fuera uno de esos gatos que han nacido en el cementerio y por eso sabe que de los ojos de las calaveras florecen siemprevivas y nomeolvides.
Continuo paseando por las murallas hasta desembocar en el casco viejo. Desde las hendiduras entre los adoquines trepa un olor a humedad que se me enrosca y me estrangula el corazón con su desasosiego. Como un recuerdo extraviado. Como el reflejo de un charco en el infierno. Aunque en realidad no sé si es el sudor de los adoquines o un akelarre de las motitas de polvo de las antigüedades, danzando endiabladas y estrellándose contra las paredes de mi pituitaria.
Ahora las gotas de lluvia son gruesas, como balas transparentes. Camino pegado a las paredes de un teatro. En la acera hay un camión aparcado, junto a una puerta. He visto otra veces camiones como ese, junto a esa puerta, descargando enormes decorados: una parcela de luna, la habitación de un manicomio… No puedo evitar una mirada curiosa al pasar.
Y entonces, durante sólo ese átomo de tiempo, acurrucada entre toda la cacharrería, veo a la chica, sola, abrazada a sus rodillas, con las aletas de su nariz palpitando, oliendo al recién nacido, el otoño. Y descubro esa mirada, y entonces todos los recuerdos se hacen diáfanos, son las traiciones, los miedos, las comodidades, las rutinas que han convertido mi vida en algo que no quería, los trabajos-basura, aniquilantes, la mala suerte,los amores-basura, vacunas contra la sífilis de soledad, el tiempo desperdiciado… Y sigo caminando, como si nada hubiera sucedido, pero con esa dulce herida de su mirada, que me ha traspasado.
¿Quien eras, mi dulce herida otoñal? ¿Donde estás? Seguiré buscándote el resto de mi vida, porque ahora se que lo que nos sucede puede parecerse a lo que alguna vez soñamos. Aunque vuelva a arrojar esa vida al vertedero tu mirada siempre será un rayo de esperanza en las cuevas lóbregas y frías de mi alma atormentada. Quizás te encuentre, como una piedra preciosa entre la inmundicia. Quizás sólo encuentre muñecos de trapo. Quizás ni siquiera eso, pero nunca dejará de soñar, al menos, hombres y mujeres felices viviendo un futuro en paz. Y si hasta eso falla la próxima vez me enamoraré en primavera, como todo el mundo.
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