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MI PRIMERA COLONIA, CHISPAS

Feb 11, 2014   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Colaboración para Franzine

Los anuncios de colonia apestan. Yo no me iba de copas ni borracho con una de esas tipas paliduchas y lánguidas que salen en ellos y te miran en cámara lenta con sus pupilas alunadas, ni con esos marineros que no saben programar la lavadora —esos marineros con trajes encogidos, marcando paquete—, ni siquiera con esas mujeres fatales que se alimentan de corazones empalmados mientras a su alrededor revolotean ratas con alas. Qué miedo. Parece que se han escapado todos de un psiquiátrico.

Las pasadas navidades, mientras entre bloque y bloque de publicidad echaban trocitos de una película, nos endosaron 17 anuncios de colonias seguidos. 17. Que los contamos, y en casa tenemos muy buena memoria. Luego, eso sí, empezó otra vez la peli y ya no nos acordábamos de qué iba. O sea, que la publicidad de colonias tiene una influencia incuestionable en el discurso fragmentario y líquido de la cultura visual y narrativa contemporánea, pero eso que lo estudie alguno que tenga más tiempo.

17. Menudo empacho. Y todos iguales, o muy parecidos. Supongo que hay una ley o alguna subvención o algo que obliga a rodar esos spots a genios cinematográficos en ciernes o a adictos al LSD. Lo que ya no sé es si son rentables (seguro que hay algún latinajo marketiniano —aunque los latinajos en este caso se escupen en inglés— para describir esta relación causa-efecto). Quiero decir, que no sé si alguien decide comprarse una de esas colonias después de ver los anuncios en cuestión, ni mucho menos cómo pide los parfums en las tiendas: “Sí, chica, ese en el que sale una diosa vikinga haciendo yoga y de repente bosteza y de la boca le salen dos colibrís haciendo el amor, uno de ellos en calcetines de deporte, y entonces la chica se inquieta y su alma se hace pedazos en una constelación de pequeños planetas que flotan como pétalos, y la diosa ya siente que ha cumplido como demiurga y se rebela ante su condición inmortal, así que finalmente decide cortarse su melena rubia como el sol y como la cerveza con tijeras de podar y a tazón, ¿sabes cómo te digo?…”. “¿Uno con estética steampunk?”, le pregunta entonces intrigada la dependienta”. “No, ese no, el que yo digo tiene más bien influencias del afterpop bosquimano, tía”. Etcétera.

Es cierto que nuestra pituitaria es una máquina del tiempo, y el olfato un sentido muy asociado a la memoria y en consecuencia muy dado a masturbar sus recuerdos, la reconstrucción de los mismos, lo que pudo haber sido y no fue, los sueños… Pero precisamente por eso, quizás con algo más sencillico nos apañábamos, algo más emocional, más de andar por casa que gente frotándose desnuda con un caballo blanco que cabalga por una playa lunar… No sé si me explico, así que voy a poner un poco de música: “Mi primera colonia, Chispas”. Ese es el anuncio que yo recuerdo de colonias, los demás, tan subiditos, me cuesta retenerlos, me da pereza o ganas de mearme en la cama, cuando salen vampiresas locas o geipermanes con perilla puntiaguda (a la cama, por cierto, yo me voy con un pijama gordo en vez de con una gotita de Chanel, está claro que Marilyn podía permitirse una buena calefacción). En definitiva, que un anuncio diferente de colonias, en mi opinión, sería uno en que alguien se cruza en el súper con otro u otra, se detiene y se acerca a preguntarle qué colonia lleva “porque huele muy rica”, o “porque me ha recordado a una chica del insti que me gustaba y que llevaba la misma”, después si follan o se toman un café es cosa ya de ellos. Quizás con esta nueva tendencia perderemos por el camino al Buñuel del siglo XXI, pero mira, es su problema, que se ponga a rodar perros andaluces en lugar de spots de colonias. Una colonia, después de todo, es solo el frasco que está al lado del cepillo de dientes en el cuarto de baño.
http://www.franziska.es/es/mi-primera-colonia-chispas

NAMING (COLABORACIÓN EN FRANZINE, EL BLOG DE LA FRANZISKA)

Oct 7, 2013   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Aquí va la primera colaboración para el Franzine de mis amigos de La Franziska, en el que hablaremos de vez en cuando de publicidad, diseño, ese oscuro mundo en el que alguna vez estuve sumido

NAMING



«Bizcotur: dícese del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención. Puede también usarse como sustantivo.» Matías Martín, inventor de palabras (La Colmena)

Saben aquel que diu “Hemos tenido que ponerle al niño oxígeno. Vaya, pues yo que quería ponerle Ceferino, como su abuelo”. Pues eso: el naming. Cada vez que me tocaba inventar un nombre echaba humo por las orejas. Cuando trabajaba en aquel garito, digo. En la agencia de publicidad. Todos tenemos un pasado y a mí durante algún tiempo me tocó inventar nombres para ferias industriales, mascotas de hoteles rurales, productos financieros… (Vale, igual el pasado de algunos es más turbio que el de otros). El caso es que el naming era sin duda la parte de aquel trabajo que más odiaba. Uno podía volverse loco. Yo, después de todo, salí bien parado, hubo un compañero que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a buscarle nombre a una hipoteca inversa y al final el chaval daba pena, hablando solo en voz alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo cosas que sólo él entendía, como “acetopih” (es hipoteca al revés, inversa, ¿lo pilláis?), “hipoteca maricona” y otras sandeces por el estilo. Aquello no tenía nada que ver con Camilo José Cela en la película de La Colmena, en la que también se dedicaba al naming (claro que él lo decía mucho más castizamente: “Soy inventor de palabras. Bizcotur, se la regalo”). En el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho, cuando en la agencia te tocaba un naming te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada, para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno acababa aprendiendo era que al cliente le daban lo mismo lo que tú le dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo. Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Contra un Bar Manolo, por ejemplo. Un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a 9 euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y pedos y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, sus traiciones, los castillos dibujados en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, quiera ponerle oxígeno y diga que, si no es así, se muere o que la empresa se hunde. Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló Bizcotur porque sabía que era una mierda de palabra.

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