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REENCUENTRO (Cuento sanferminero)

Jul 8, 2011   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Foto: © Mikel Lasa

Había pedido un café con leche. El café consigue limpiarme el estómago cuando he bebido mucho. Eran las cinco y media de la mañana y entraba a currar dentro de tres cuartos de hora. Se trataba de los primeros sanfermines en que trabajaba y estaban resultando duros. Solía ir a la fábrica tras haber pasado toda la noche de juerga, aguantaba como podía y luego regresaba a casa, donde comía y me echaba a dormir unas horas. Después volvía a beber. Era como un torbellino contra el que había que luchar para no perder el equilibrio.

La cafetería estaba cerca delas barracas, un tanto alejada por tanto de la vorágine de callejuelas asfixiantes del casco viejo, y, por eso, no había demasiada gente, aunque la suficiente para sentirse afortunada disponiendo de un asiento. Desde el exterior se filtraban las luces intermitentes de los espectáculos, los aullidos de sus sirenas y un inconfundible olor a fiesta, amalgama de vino, sudor, fritada y orina. Dentro se agolpaban rostros desencajados, cuerpos derrumbados sobre las mesas, dormitando entre cerveza derramada, cigarrillos humeando entre los dedos, algún grupo carcajeándose… Quienes estaban junto a la barra bailaban, o cantaban, o decían tonterías con voces resquebrajadas por la borrachera. Yo estaba sola. Mis amigas se habían ido hacía unos diez minutos para continuar la fiesta en alguna peña donde bailar y beber. Hacía un rato un gracioso había intentado hacerme compañía, pero resultaba demasiado grosero y apestaba a tendido de sol. Hubo de largarse aburrido por mi indiferencia. De repente, poco antes de que le diera el último trago al café apareció él. Todavía recordaba su nombre: Kiko. Había estado enamorada de él durante todo un año, en el instituto, cuando fuimos juntos a clase. Él parecía corresponderme pero era un muchacho enfermizamente tímido y nunca fue capaz de decirme nada, aunque yo le diera más de una oportunidad. Después Kiko se fue a la universidad y todo se desvaneció. Ahora, como un puñetazo en el estómago, los sentimientos se reanimaban en agónicas boqueadas.

Kiko entró tambaleándose, sucio, con un enorme Calimero de peluche a los hombros, un sombrero bombín, dos o tres muñecos de goma colgando de la faja y una pistola de agua asomando en el bolsillo derecho de su pantalón. Tenía aspecto de haber ido a los toros: una toalla rodeaba su cuello, la blusa de peñas aparecía tintada de sangría, el trasero ennegrecido, y los pantalones remangados dejaban ver unas pantorrillas peludas salpicadas con grumos de harina endurecida. Se acercó a la barra y llamó la atención del camarero disparándole unos chorritos de agua con la pistola. Le acertó justo en una oreja. El camarero, algo malhumorado, se acercó a él.

—Una caña para y otra para el pollo— dijo Kiko.

Había sentado al Calimero sobre la barra, a su lado. Quienes estaban a su alrededor rieron. Le sirvieron, sin embargo, sólo una cerveza. Kiko volvió a disparar al camarero. Le dio en un ojo.

—Oiga, estoy trabajando —protestó.

—¿Sí? Pues que suerte; yo estoy en el paro —Kiko le dió dos tragos a su cerveza—. Mi pollo quiere una caña —añadió.

El camarero sirvió otra.

—¿Está rica, pollito?

Kiko derramó la cerveza por la boca de su Calimero. La gente se reía. Una vez que hubo vaciado el vaso, se bebió el suyo, pagó y volvió a aupar al pollo sobre sus hombros. Al volverse me vio.

— !HOMBRE, MARINA! —gritó.

También él se acordaba de mi nombre. Y ahora todo el bar lo sabía. Me acaloré un poco, pero conseguí superarlo. Yo también estaba un poco borracha.

— !MIRA POLLO, ESTA ES MARINA !

Kiko bajó el muñeco de sus hombros y lo acercó a mi cara. Le di dos besos. Estaba empapado de cerveza. Kiko, sin embargo, no me besó.

—¿Qué haces?

Bajó el tono de su voz. Se había dado cuenta de que me sentía incómoda con todos los ojos de la cafetería clavados en nosotros dos.

—Nada, desayunar. Dentro de veinte minutos entro a trabajar —contesté— ¿Y tú?

—¿Yo? Beber. Este, que es un borracho…— señaló al peluche y después, serio, algo triste, se quedó mirándolo fijamente.

—¿Acabaste la carrera?

—Sí, pero nada. Estoy en el paro —volvió a mirar al muñeco— ¿Verdad, pollo?— Kiko deslizó su mano hasta la nuca del Calimero y balanceó su cabeza de adelante a atrás. Después, con una voz atiplada, como de niño, dijo:

—Verdad, sin un duro.

De repente levantó los ojos, los clavó en los míos y me dijo:

—¿Sabes? En el instituto tú me gustabas.

—Tú a mí también —contesté precipitadamente.

En una ocasión aguardé todo un año para oír eso. Miré el reloj. Ahora ya no había tiempo: eran ya la seis.

—Tengo que irme —le hice saber.

Se puso en pie, con el Calimero entre los brazos, y salimos de la cafetería.

—¿Por dónde vas?

Señalé la fábrica, a lo lejos. Él se encogió de hombros.

—Por allí no hay bares —acercó otra vez el muñeco a mi cara.

—Dale un beso de despedida a Marina.

Besé otra vez al peluche. Kiko no me besó.

—Adiós —me despedí.

—Adiós, guapa —contestó.

Pero hablaba el pollo de nuevo. Él me miró, sonrió y se dio la vuelta. Comenzó a caminar en dirección contraria a la mía, tambaleándose y hablando con el pollo. Unos metros más adelante se detuvo, sacó la pistola del bolsillo, la acercó a su sien y disparó. Kiko se derrumbó sobre la acera, agarrado con fuerza, casi con desesperación, a su pollo de peluche.

Cuentos sanfermineros, Patxi Irurzun (Altaffaylla kuktur taldea, 2005)

Otros cuentos sanfermineros:

Ese Tocho

Fiambre

DE JURADO EN EL ‘ III CERTAMEN INTERNACIONAL DE MICRORRELATOS DE SAN FERMIN’

May 6, 2011   //   by admin   //   Blog  //  2 Comments
foto: malorenzo


«¿Por qué no me llaman a mí, porqué no me llaman a mí?», me preguntaba en las dos ediciones anteriores. A mí, que soy una autoridad en esto el cuento sanferminero- me atrevería a decir que hasta el creador del subgénero o al menos de un subsubgénero y hasta tengo una teoría sobre el mismo, expuesta en el prólogo de mis «Cuentos sanfermineros»… ¿Por qué? No era justo. Hasta llegué a presentarme, en desagravio, a la primera edición, en plan «pues ahora no vais a tener más remedio que darme el premio (luego bajé de las nubes y no estuve ni entre los finalistas)».
Pues bien, esta vez, causando baja a su pesar Eduardo Laporte, al que es un honor sustituir, voy a formar parte del jurado del III certamen internacional de microrrelatos sanfermineros, junto con José Luis Allo y Carlos Erice (elegiremos entre los 20 microrrelatos que previamente otros seleccionen; muchas veces los que hacen esas lecturas previas son los verdaderos jurados) No es la primera vez que soy miembro de un jurado (literario, también fui jurado de un concurso de pinchos en mi barrio, La Txantrea, eso sí que estuvo bien, aunque yo fuera un segundo plato -«Es que no encontrábamos a nadie», me dijeron cuando me lo ofrecieron-) y no es algo que me agrade mucho -lo de ser jurado literario- es como pasarse al otro lado, cambiarse la chaqueta… (En uno de esos concursos en los que fui jurado incluso hubo pufo, yo salí de una deliberación con un ganador y luego en la prensa apareció otra y ni rastro del ganador, eso lo voy a contar algún día porque en su momento no pude o no me dejaron). Pero bueno, el caso es que me hace ilusión. Y que yo por unas botellicas de tinto (navarro) y unas viandas de la tierra hago lo que sea.
En el www.blogsanfermin.com, que son quienes lo organizan con el patrocinio de las bodegas Príncipe de Viana, podéis encontrar las bases y, ¡hala, a participar, que ya falta menos! (y si lo hacéis yo no os conozco de nada).

LA CHULA POTRA

Abr 20, 2011   //   by admin   //   Blog  //  No Comments


La alcaldesa de Ramplona, que se presenta para presidenta de Tabarra, lo hace con una campaña electoral en la que sale en unas fotos muy cuquis, en la villavesa, hablando con la gente, escuchando a todos, dice (hay más fotos para la campaña, como las que se hizo en todos y cada uno de los pueblos de Tabarra, posando junto a sus letreros y a los que se desplazó… ¡en coche oficial!). Sí, Yolanda Barcina escucha a todos, y luego al que no le gusta lo que le dice o le canta le pone una demanda. Como a La chula potra, cuyo video reproducimos arriba. Y aquí abajo, yo pego mi cuento ¡Ese Tocho! (apareció publicado en las antologías Golpes y Cuentos de fútbol -en italiano- y en mis Cuentos Sanfermineros) en el que también aparece una alcaldesa de Pamplona, que tiene un affaire con un portero de Osasuna. Como muestra de solidaridad (Potra ¡no estás sola!) y, la verdad, también por si a la alcaldesa le apetece seguir enredando y hacerme tan famoso como a Julieta Itoiz.

ESE TOCHO

1

Aunque en todos los equipos por los que he pasado mis compañeros me han apodado con alias nada ingeniosos, como «El Trípode», «Barrapán» o, mayormente, «Tocho», el secreto de mi éxito con las mujeres no tiene nada que ver con el descomunal tamaño de mi miembro viril. Tampoco está relacionado con la fama que me precede allá donde vaya, ni con mi personalidad dicharachera y jovial, ni siquiera con la cuenta corriente en la que se me desbordan los ceros por la derecha de la libreta. Quienes lo crean así no saben absolutamente nada sobre mujeres. A las mujeres lo que realmente las vuelve locas es un tipo que sepa acariciarlas y yo siempre he tenido unas manos superdotadas. Es por eso mismo por lo que soy portero de fútbol. Probablemente el mejor portero del mundo. He militado en los clubs más laureados, he ganado varias ligas y un Mundial y he compartido habitación con Dios, que entonces se llamaba Diego Armando Maradona… Y que me disculpen si a alguien le parezco sacrílego. Al contrario, conozco la Biblia lo suficiente como para saber que el Dios del que hablan en ella es un boludo, un tipo vengador, vanidoso y cruel al que sólo pueden haber inventado los hombres. Para mí Dios no es alguien que me haga avergonzarme de ser un hombre sino que convierto a Dios en todo aquello que me hace reír, gozar o tener esperanza. Dios es para mí la mujer con la que hago el amor —y como soy un tipo muy religioso y politeísta procuro hacerlo a menudo y con muchas mujeres—; Dios es cada disco nuevo de Andrés Calamaro; y Dios es Osasuna, el club que me ha fichado y que ha confiado en mí cuando ya todos me habían desahuciado.

El fútbol es así. Un mínimo error y pasas de ser el rey del mundo a un condón anudado en un descampado. En mi caso se trató de un regate mal calculado en un Barça-Madrid y automáticamente todas aquellas características de mi personalidad con las que siempre se había identificado la afición se convirtieron en pecados imperdonables: vividor, borracho, mujeriego… Me lo decían los mismos que aplaudían a rabiar cada vez que me adelantaba con el balón entre los pies y lograba dejar sentado a Raúl o a Figo. Me gustaba hacerlo así, driblar al delantero de moda, escuchar primero el murmullo en las gradas, y después los aplausos de alivio y mofa. Sentía que al hacerlo era capaz de poseerlos, de poseer no sólo lo que eran —se identificaban conmigo porque era un tipo algo golfo y de procedencia humilde— sino lo que añoraban, envidiaban y nunca llegarían a ser ellos, que nunca se arriesgarían a salirse del área y regatear a su destino —como mucho, ocultos y a salvo entre la masa, a desahogarse insultando al árbitro; o a mí mismo—. «¡Muerto de hambre, indio de mierda!», me gritaron entonces, de hecho, cuando erré el dribling. Y eso sí que me dolió. Me dolió tanto que, a pesar de que ahora una nueva afición, allá abajo, en la plaza, volviera a corear mi nombre (“¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡”, alternaban los gritos con otros como “¡San Fermín, San Fermín!” o “¡Alcaldesa dimisión!”) no pude evitar despreciarlos, por arrastrados, por diluirse, como una aspirina contra la estupidez de sus vidas, en la multitud; la misma multitud que pediría mi cabeza en cuanto palmáramos tres partidos seguidos; la misma multitud que cuando pasaran los sanfermines y con ellos toda la polémica, volvería a votar a la alcaldesa; la misma multitud, en suma, que nunca comprendería por qué apenas hube estrechado su mano, la mano de la alcaldesa, allá arriba en el balcón del ayuntamiento el día del chupinazo, supe que acabaría acostándome con ella.

2

A Pichurri, que es como llamaba yo en la intimidad a la alcaldesa, me la presentó Godman, el míster, poco antes de que él mismo lanzara el chupinazo y liara una gorda. El míster en ocasiones me recuerda a mí mismo. Ambos tenemos una personalidad vampira, que acaba por absorber la atención, para bien o para mal, de todos los que nos rodean. Godman acaparó portadas del Marca nada más desembarcar en Pamplona procedente de Estados Unidos, su país natal, cuando a golpe de billetera se compró un equipo de segunda en plena crisis, como era entonces Osasuna, y se convirtió en su presidente, entrenador y hasta delantero centro en una jornada en que todo el equipo se vio afectado por una terrible cagalera. Al principio, la ciudad en pleno se puso a cara de perro con el míster, porque Osasuna siempre había sido un club en el que los socios creían que elegían a sus presidentes, pero después, cuando Godman comenzó a aflojar plata y a fichar a buenos jugadores, y más tarde a ganar partidos, y finalmente logró incluso un ascenso que se había resistido durante años, llegó la Godmanía. Hasta tal punto que, invitado por la alcaldesa, se le concedió el más alto honor que puede otorgar la ciudad a un pamplonés —Godman era ya tomado como tal, incluso fue elegido el navarro más guapo del año—: lanzar el cohete que da inicio a sus fiestas.

—¿Quién se lo iba a decir, cuando llegó y le querían arrojar al pilón? —bromeaba con él, poco antes del chupinazo, Pichurri, la alcaldesa.

—Ellos primero no entender mentalidad americana. Fútbol negocio, no corazón. Pero tampoco cambiar tanto. Antes vosotros poner y quitar presidentes. Vosotros tener money. Ahora mí.

—Claro, claro —se reía Pichurri, y mientras lo hacía su sonrisa pizpireta se me estiraba a mí entre las piernas.

Había algo que me atraía en ella, algo morboso, esa extraña mezcla que parecía expresar su aspecto y su carácter. Era una mujer echada para adelante y de aspecto monjil a un tiempo, una de esas mujeres de edad indefinida, que uno no sabe si son ancianitas con el alma enfundada en un chándal o jovenzuelas a las que alguien o algo les ha arrebatado sus mejores años. Una mujer llena de huecos oscuros que yo sentía que debía rellenar, no sabía si para derramar todo mi cariño o todo mi veneno.

—Aunque en realidad es lo mismo, porque ahora que usted se ha afiliado al partido es uno de los nuestros, señor Godman, un navarro por los cuatro costados.

Yo asistía a la conversación como convidado de piedra, hasta que abajo, en la plaza, los piropos dedicados a Pichurri —“¡La alcaldesa es una posesa!”, coreaban— fueron sustituidos por el que ya era mi grito de guerra: “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!”. El míster entonces se volvió hacia mí y me presentó.

—Oh, sorry, ser nuestro último fichaje. Gran portero. Y mucha publicidad, camisetas… —añadió.

Yo encajé el golpe con deportividad. Sabía que en buena medida me habían fichado por ello, porque mis gansadas atraían al público al campo y a los anunciantes a los despachos de los comerciales.

—Oh, sí, lo conozco, señor Tocho, he oído hablar mucho de usted —dijo la alcaldesa.

Fue entonces cuando ella estiró su mano y yo la estreché. Pude darme cuenta de inmediato cómo todo ese calor que es capaz de proyectar la mía, mi mano, la fue derritiendo por dentro. Siempre sucede así. Ellas comprenden que nunca las ha acariciado una piel tan suave y que quizás nunca volverá a hacerlo. Es como si las tocara un bebé grande con una tranca descomunal. No sé muy bien cómo explicarlo, pero siempre sucede así.

—Un placer —dije.

Y ella, esquivando con un donaire encantador los huevos que le arrojaban desde la plaza, al tiempo que se dirigía al balcón —faltaban ya sólo un par de minutos para las doce—, contestó:

—Igualmente.

3

El calentón se nos pasó en un pispás, tanto a la alcaldesa como a mí. Apenas salimos al balcón del ayuntamiento fue como si nos devorara un animal, un monstruo de miles de cabezas que le sacaban otras tantas pequeñas lenguas al mundo.

—¡Macanudo! —no pude menos que exclamar.

Nunca había visto nada semejante. Ni siquiera en la cancha de Liverpool, cuando yo era el más diablo de los diablos rojos. La pequeña plaza parecía que fuera a reventar y desde ella se elevaba ya un solo grito —“¡San Fermín, San Fermín!”— que me arrebató la erección y, en compensación, me puso de punta todos y cada uno de los pelos del cuerpo. Pensé que si la afición de Osasuna se comportaba del mismo modo nos íbamos a llevar bien.

Observé a algunos de mis compañeros. Un ejército de mercenarios reclutados en países pobres. Camerún, Brasil, Rumanía… Vi cómo miraban boquiabiertos el espectáculo. Habían conseguido triunfar a fuerza de pegarle patadas a un balón, de pegárselas con todo su alma, como si con cada una de ellas golpearan al hambre y pudieran hacerlo añicos. En cierto modo era así, ahora todos ellos eran millonarios, pero cuando alguien ha sido pobre, pobre de verdad, es imposible mandar el balón lo suficientemente lejos. Me recordé a mí mismo, en nuestra chabolita, allá en Buenos Aires, comiendo papas todos los días, y de repente tuve la impresión de que aquello mismo que estaba viendo ahora era la manera exacta en que yo me imaginaba en mi niñez lo que debía ser un mundo feliz, un mundo sin hambre, un mundo en que la comida y la bebida eran abundantes y la gente se divertía arrojándose huevos, salpicándose con champán. Un mundo en que las guerras se libraban a tartazos de nata.

Aquel, sin embargo, no era el momento de ponerse trascendentales. Al menos ahora, nosotros, algunos de los pobres de la tierra, estábamos arriba, en el balcón y debíamos disfrutar del momento. Observé cómo Godman, guiado por Pichurri, la alcaldesa, encendía un puro enorme y se acercaba al micrófono y al cohete que allá había dispuestos.

—¡Pamplonesos! —comenzó el míster.

El griterío ensordecedor en la plaza se convirtió de repente en un silencio tenso, como un gato callejero a punto de saltar y enganchar un filete gordo, que le alimentara durante nueve días.

—¡Viva san Quintín! ¡Gorda¡ ¡Dios salve a América!

Yo no estaba muy seguro, pero para mí que se había equivocado. Al principio, sin embargo, tras prender la mecha y hacer estallar el cohete, no sucedió nada extraño, si entendemos por ello que abajo la multitud comenzó a saltar, a bailar, a abrazarse… —aquello era la normalidad al parecer durante los sanfermines—, pero pasados unos segundos el que hasta entonces había sido un sirimiri de huevos y taponazos de champán que pretendía calar sólo a la alcaldesa, se convirtió en un diluvio de dimensiones bíblicas dirigido al míster. Tuve la sensación de que aquel era el principio del fin de la Godmanía.

Rápidamente todos cuantos estábamos en el balcón corrimos a refugiarnos al interior del ayuntamiento, pero se había formado un tapón en la puerta porque los concejales se habían adelantado unos segundos, justo cuando alguien anunció que el lunch estaba listo.

La lluvia de huevos arreciaba y yo me encontraba junto a la alcaldesa. Fue la primera vez que la abracé. Por mi parte fue solo un gesto protector, pero ella, como quiera que éste se prolongara y yo volviera a imponerle mis manos mágicas, lo acogió de muy buen grado, como demostrarían al día siguiente las portadas de todos los periódicos locales, en las que, bajo titulares como “¡San Quintín, San Quintín!” u otros más malintencionados —“¡Ese Tocho!”— la alcaldesa apareció amarrada a la parte de mi anatomía más afamada. Y no estoy hablando de las manos.

4

No supe el revuelo que habían armado las fotos de la alcaldesa hasta dos días después. Tenía una resaca brutal y pasé el día de San Fermín durmiendo, intentando amansar con la música de mis ronquidos a las fieras que se habían hecho nido en mi organismo (por ejemplo aquella colmena de abejas justo en la punta de allá donde se apoyara, nunca mejor dicho, la alcaldesa). La noche anterior había sido un desenfreno de alcohol y sexo. Después del chupinazo toda la plantilla habíamos ido a comer a un asador. Yo hacía apenas un par de días que había llegado a la ciudad y supongo que como deferencia, para irme introduciendo en el vestuario, me sentaron junto a Burrutxaga, el capitán del equipo.

Burru era un tipo simpático, de carácter noble y aspecto atractivo que gozaba del beneplácito de vestuario, directiva y afición, sobre todo, en este último caso, entre el sector femenino. Las muchachas le perseguían y él se dejaba perseguir, sin comprometerse nunca a nada. Era una pequeña licencia que se permitía y le permitían, pues por el contrario daba todo en la cancha, por sus compañeros y por su equipo (por el que, navarro como era, sentía los colores como ya pocos futbolistas, que somos unas putas, somos capaces de hacer). Pronto hice migas con él, a lo que ayudaron las tres botellas de clarete que nos ventilamos a medias, aunque debo decir que Burru se empeñó más que en introducirme en el ambiente del equipo en apartarme de él, sobre todo del resto de navarros.

—Son unos moñas. Estoy hasta los cojones de rezar el padrenuestro antes de cada partido. Joder, ¿pero todavía no se han dado cuenta de que Dios es del Madrid? Unos moñas. ¿O no ves que esta comida es un muermo? ¿Te apetece de verdad divertirte? —me propuso durante los cafés y sin esperar a que respondiera me arrastró a la calle, hasta un tenderete en el que entre otros titos, vendían camisetas piratas de Osasuna. Burru compró una con su propio nombre, otra con el mío y también un par de sombreros mejicanos, bajo los cuales, tras cruzarnos con una cuadrilla que nos invitó a unos tragos de una bota de las tres Z, cuyo contenido derramamos mayormente sobre nuestro cuerpo, volvimos al asador.

— ¡Quiero un autógrafo de Burru! —les espetó Burru a los gorilas de la puerta—. Y mi amigo uno del Tocho.

—Largo de aquí, muertos de hambre —respondieron amablemente ellos.

Y que Dios me perdone —y si no lo hace me da lo mismo, como ya quedó dicho Dios es un boludo, y ahora además del Madrid, el único equipo de los grandes que nunca se dignó a hacerme una oferta—, que Dios me perdone, decía, pero volver a ser un anónimo muerto de hambre fue una bonita experiencia: hacía años que no podía caminar por la calle sin que me saludaran desconocidos; sin tener que auparme, en el híper, bebés llorones al hombro para la foto; sin verme obligado, en las discotecas, a firmar autógrafos en turgentes pechos o rotundas nalgas… Bueno, esto último nunca me había desagradado demasiado y de hecho, cuando tras un periplo etílico por miles de bares observamos que a las chicas los borrachuzos muertos de hambre no les parecen nada atractivos, renunciamos al anonimato arrojando el sombrero mejicano al aire mientras por los altavoces se oía «Si no tienes un duro no te hace caso nadie, en cambio si lo tienes amigos a millares». Y efectivamente, ya convertidos en Burru y Tocho no tardamos demasiado en enrollarnos a las dos minas más espectaculares del bar, con una de las cuales sobrellevé la resaca en mi hotel, a base de Vitamina C —C de Casquete— y fui capaz de llegar en plenitud de facultades a la rueda de prensa de mi presentación, el día 8; la misma rueda de prensa en que vi por primera vez las que ya llamaban fotos porno de la alcaldesa.

5

Fue un periodista, Txus Cuenco, quien me mostró las dichosas fotos el día de mi presentación, en la sala de prensa, tras el posado de rigor con la camiseta del equipo, bajo la portería, simulando una palomita… Eché de menos, eso sí, el típico apretón de manos con el presidente del equipo. A los presis les gusta mucho figurar y que tú aparezcas a su lado como si fueras una de sus pertenencias. Godman estaba de todas maneras cerca, y también Burrutxaga, el capitán, y más tipos encorbatados, además de un enjambre de periodistas. Exagerado, en mi opinión, más teniendo en cuenta que los sanfermines eran un filón, con decenas de imprevisibles frentes informativos (esa misma mañana, sin ir más lejos, se había descalabrado por una de las murallas de la ciudad, a las que las parejas acudían a retozar, un ex-ministro de defensa que ahora prefería hacer el amor que la guerra —aunque fuera con un menor—). Exagerado y demasiado serio, pues en la rueda de prensa todos mostraban unas caras de «pobre de mí» nada propias del tercer día de fiestas.

Tal vez por ello agradecí la presencia de Txus Cuenco, un divertido periodista con unas pintas algo desfasadas, como de futbolista de principios de los ochenta: permanente, bigotón, gruesa cadena de oro al cuello….

—Señor Tocho ¿qué hay entre la alcaldesa y usted? —preguntó, y después algo que no entendí pero que me sonó parecido a «Rica, rica, rica, txistorra Pamplonica».

—Tú qué eres, uno de los pives esos del “Caiga quien Caiga” ¿no? —le seguí la broma.

—Cuidado con éste: Es el periodista deportivo más famoso de Pamplona —me susurró «Burru», sin embargo.

Yo mismo pude darme cuenta de inmediato de que aquel tipo era el portavoz del resto de periodistas, una especie de padrino al que los demás respetaban. Más tarde sabría que su nombre, Txus Cuenco, no lo debía tanto a ser natural de la cuenca de Pamplona como a su afición por vaciar recipientes, mayormente rebosantes de pacharán. Circunstancia ésta, su dipsomanía, que lejos de mermar sus facultades, afilaba su agudeza.

—Ah, ¿pero no ha visto aún las fotos? —comprendió rápidamente —. Ulloa Óptico, miramos por sus ojos—. Txus hablaba de ese modo, introduciendo cuñas de publicidad en cada pregunta.

Después me alargó el periódico del día anterior.

—Observe, observe la magnitud de la noticia —decía, al tiempo que, como quien no quiere la cosa, señalaba mi abultada entrepierna en una de las fotografías.

— ¿Puede aclararnos si es un montaje fotográfico, o un efecto óptico como sugirió la alcaldesa en la rueda de prensa de ayer? Alonso vende al costo.

De repente sentí como si regresara la resaca y trajera con ella de la mano a todas las resacas que en el mundo han sido ¿Qué diablos estaba pasando allá? ¿Pretendían utilizarme para algún tejemaneje político? ¿Para eso me habían fichado? Traté de recordar lo sucedido en el balcón del ayuntamiento. Había abrazado a la alcaldesa, es cierto, y hasta quizás la había abrazado demasiado estrechamente, aprovechando la lluvia de huevos para atraerla con mis manos mágicas a mi regazo, pero ella había contribuido generosamente a la erección. ¿Qué efecto óptico ni qué niño muerto? Una erección como dios mandaba —o como no mandaba—. ¿A quién le importaba? ¿Y qué había de malo en ello? ¿Qué clase de ciudad era aquella? ¿Qué clase de manicomio?

Demasiadas preguntas. Decidí que necesitaba ipso-facto más Vitamina C —C de Casquete—. Lo que no me imaginaba ni siquiera remotamente, dadas las circunstancias, era que fuera la propia alcaldesa quien me la proporcionara.

6

Cuando regresé al hotel el único resto que quedaba de la chica que me había levantado el día del chupinazo junto con Burru era su tanguita, olvidada en un extremo de la cama, como por descuido. Pero a mí ya no me la daban. Las chicas nunca se olvidaban las bragas porque sí. Yo sabía que ella la había dejado allá como un señuelo, para que yo la olisqueara como un perro en celo. Que fue exactamente lo que hice. Lo que hubiera hecho cualquier otro hombre. Y es que somos todos unos cerdos. Descubrí también un número de teléfono garabateado con carmín en el espejo. Aquella chica se pensaba que estaba en una película y ya se veía la mujer del multimillonario futbolista, y cómo la invitaban a fiestas, y a desfilar en pasarelas… Pero yo no pensaba llamarle. No me arrepentía en absoluto de ser un cerdo. Yo había obtenido de aquella chica lo que quería y ella… lo había intentado. Lo sentía. Además, yo no le había interesado en absoluto bajo el sombrero de mejicano. Así que…

—TOC, TOC —llamaron de repente a la puerta.

Pensé que sería de nuevo ella, pero al abrir me encontré con Doña Rogelia, es decir, con una mujer encorvada, con una pañoleta en la cabeza y gafas oscuras. No tardé en reconocer a la alcaldesa.

—Tengo que hablar con usted —dijo, en un tono que era como si estuviera expulsando a alguien del pleno municipal.

La hice pasar y conseguí desprenderme de la tanga que todavía llevaba entre las manos, pero no pude disimular que olisquearla me la había puesto morcillona. Observé, cuando nos sentamos en la cama, que ella fijaba sus ojos durante apenas una milésima de segundo entre mis piernas y cómo se ruborizaba, cómo su cara se convertía en una manzana royal y cómo enrojecía todavía más cuando intentaba explicar que estaba allá para pedirme que declarara públicamente que entre nosotros no había sucedido nada, lo cual no casaba en absoluto con la excitación que, evidentemente, la iba embargando, sobre todo cuando le ayudé a desprenderse de la pañoleta y con las yemas de mis dedos coloqué en su sitio sus cabellos desordenados.

—Dios mío, ¿qué me hace?

Yo cada vez estaba más cachondo y no pude evitar propinarle el primer mordisco en el cuello. A todas las mujeres les gusta que las besen en el cuello casi tanto como a nosotros que lo hagan en otra parte. Deslicé después mi mano hasta su estómago. Tenía una tripa suave y mullida, sin llegar a ser fofa. Pensé que nunca había sido madre, y que le gustaba sentir allá el calor de mi mano. Después solté el cierre de su falda. Ella no se resistió. Bajé hasta sus muslos y los separé levemente. Al hacerlo se elevó el olor espeso de su sexo. Yo recordé un bosque en un día de lluvia, allá en Argentina. Mojé mis manos en cada charco, busqué en su fondo piedras mágicas y, cuando di con la más hermosa de todas, ella gimió, se mordió los labios, tembló como una hoja de otoño desprendida. Aquel era mi momento preferido, cuando las cogía bruscamente, como por sorpresa y me las colocaba a horcajadas, hundiéndoles mi miembro, más descomunal que nunca. Me gustaba entonces acariciarles las nalgas, hurgarles en el ano, sentir como palpitaba todavía como un corazoncito tras el orgasmo… Y después, una vez acostumbradas a mis hechuras, las tumbaba sobre la cama, boca arriba, y las penetraba a placer. Les gustaba, les gustaba mucho, a todas… a todas, excepto a la alcaldesa.

—¿Qué es eso? —preguntó, sujetando el colgante que se balanceaba en mi cuello y que le golpeaba en la cara con cada empujón. Y después comenzó a gritar como poseída:

—¡Dios, mío, un lauburu, estoy en la cama con un radical! ¡Me está violando!

Yo no sabía qué era un lauburu. Aquel colgante era sólo un amuleto mapuche en forma de estrella que me regaló mi abuelo, poco antes de morir.

—¡No, no! —insistía, pero pronto comprendí que en el fondo, cuanto más al fondo mejor, le gustaba, le provocaba alguna fantasía morbosa, en la que ella se convertía en mártir.

—¡Terrorista, asesino! —me gritaba.

Y aunque al principio me resultaba algo incómodo después le fui cogiendo el gusto y no tardé en dispararle todo mi esperma por su cuerpo, sobre su sexo, el estómago, su carita de manzana… Fue entonces también, a una con aquel orgasmo tan rico y tan profuso, cuando se me escapó aquello otro:

—Pichurri— le dije.

7

«Pichurri». Qué vergüenza. Me sonó ridículo… pero no extraño. Aquellas cursiladas se me solían escapar en momentos como aquel, justo al correrme. Eran como un antídoto para lo que vendría después, la llamada tristeza post-coitum. Siempre, cuando acababa de hacer el amor, experimentaba aquel vacío. Un vacío que era como cuando me metían un rosco en casa y el graderío se convertía en un cementerio; un vacío que me alejaba de la mujer que tenía tumbada al lado en la cama, la convertía en una extraña, y me convertía a mí mismo en un extraño al que incluso se le arrebata la idea de que el motorcito del mundo es el amor, incluso aquel amor de baja intensidad, el sexo rápido y furtivo; un vacío que, por el contrario, me hacía creer que el amor, y el mundo, sólo eran descargas de energía, y nuestras vidas se reducían a todo lo que quedaba en medio, los esfuerzos egoístas para proporcionárnoslas. Como aquellas palabras supuestamente amorosas que en realidad sólo buscaban la manera de echar un segundo casquete que se llevara consigo aquel dichoso vacío. Como irse desesperadamente a buscar el gol tras encajar uno.

Cada vez, de todas maneras, me costaba más. Un miembro sexual descomunal tenía sus inconvenientes, te rozaba en los muslos cuando subías a rematar en el tiempo de descuento los córners y, en lo sexual, costaba horrores volver a elevar semejante mole.

Así que allá estaba, tumbado, diciéndole lindezas a la alcaldesa y masturbándome por debajo de la sábana sin demasiado entusiasmo, mientras ella se vestía en un rincón de la habitación pudorosamente, con todo el peso del arrepentimiento cristiano y de sus responsabilidades políticas sobre las espaldas. A fin de cuentas había venido hasta mi habitación a pedirme que salvara su culo y yo no había hecho más que sobárselo.

—Lo siento, me tengo que ir, hoy me toca presidir la corrida —se disculpó, pero al pronunciar esta palabra volvió a ponerse colorada y su arrebol fue como una gran grúa que me elevó el ánimo. Pegué un salto en la cama y le rodeé la cintura cogiéndola por detrás. Esta vez lo hicimos allá mismo, en el suelo. Me excité muchísimo: me gustaban las mujeres que decían guarradas mientras cogían y aunque la alcaldesa se creía muy europea no podía evitarlo y gritaba como una loca (o tal vez lo hacía la troglodita que aún llevaba en su interior):

—Clávame esa tranca, entera, sí, campeón, fóllame, como a una perra, que se jodan todos, frígidas, pichicortos, todos unos mierdas, no como nosotros, elegidos, especiales, así, así…

Por un momento tuve la sensación de que a la alcaldesa en realidad no le volvían locas mis manos, ni mi tranca, que en el fondo era como la chica del bar y solo le excitaba la idea de relacionarse, incluso íntimamente, con ricos y famosos. La penetré con rabia, con odio incluso. No pensaba salvar su culo, se lo iba a hacer añicos. Era una hipócrita, una clasista. Y yo no me olvidaba de dónde venía, tal y como me había enseñado Dios, es decir Diego Armando Maradona. Yo era un arrabalero, así que le escupí, le azoté las nalgas, le insulté… Y a ella… le gustó, le volvió a poner caliente aquella violencia. Aunque también comprendió lo qué había, y cuando terminamos, apelotonó su ropa, se fue al baño y salió minutos después, de nuevo vestida de alcaldesa.

—Le exijo que desmienta ante la prensa lo nuestro y que condene esa foto trucada. Es por su bien y el de su carrera —dijo, de esa manera en que los políticos convierten en favores sus amenazas y chantajes. Después me alargó una tarjeta. Era la de Txus Cuenco, el periodista.

En cuanto se fue marqué su teléfono. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Txus, lo del balcón es cierto. La alcaldesa intentó hacerme una paja —confesé.

8

Nunca llegué a ver publicado un titular tan pegajoso como aquel: «La alcaldesa intentó hacerme una paja». Lo más parecido fue: «A la alcaldesa no le tembló la mano con Tocho». Pero el artículo que venía debajo no era sino una sarta de mentiras que trataban de protegerla a ella. Decían que, puesto que a través de las urnas era imposible desalojarla de su puesto, todo había sido un burdo montaje para hacerlo por medios no democráticos; que la alcaldesa era un ejemplo de entereza y no había dudado en enfrentarse con un ídolo de masas —yo— con tal de que, tenía gracia, resplandeciera la verdad y el orden constitucional; decían incluso que yo era un subversivo que nunca había ocultado sus simpatías por grupos violentos como los Boixos Nois, en Barcelona, y como prueba irrefutable de ello aportaban una foto en la que tras mi portería ondeaba una bandera de los mismos. Pero lo más increíble de todo era que la opinión pública acabó tragándose todo aquel kalimotxo mediático en el que la alcaldesa ponía la chispa de la vida con su sonrisita de niña que nunca ha roto un plato y los periódicos aquel vino en polvo, más falso que un euro de cartón. Durante los primeros días me enervé sobremanera, llamé una y otra vez a Txus Cuenco, pero sólo me contestaba su buzón de voz: —En este momento me estoy tomando un… ¡pacharán Zoco, el que te vuelve loco!, deja tu mensaje después de la señal.

Traté, en fin, de no darle mayor importancia y disfruté del resto de las fiestas en la medida de lo posible, que era a su vez la medida exacta de mi sombrero de mejicano, gracias al cual pude tomar anónimamente por bares y peñas, sacarme un peluche en las barracas y mearme por la paredes, preferentemente en aquellas en las que había carteles electorales con fotos de la alcaldesa. Pensaba que en cuanto comenzara la temporada me centraría en el fútbol y pronto recuperaría el favor del público con mis despejes de puño a lo Mazinger Z. Pero no tardé en darme cuenta de que Godman, a pesar de que mi fichaje había sido idea suya, me evitaba en los entrenamientos, y cuando llegaron los primeros partidos me vi por primera vez en mi carrera calentando banquillo. Pronto comprendí que también a Godman lo tenían atrapado desde que gritó “¡Viva San Quintín!” en lugar de “¡Viva San Fermín!” y que no alinearme no era en realidad decisión suya. El público tampoco me echaba demasiado de menos, teníamos un buen equipo, encajábamos pocos goles y por primera vez en muchos años Osasuna estaba en puestos UEFA. Tan sólo un pequeño sector de Graderío Sur continuaba coreando aquello de “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!” y, aunque yo se lo agradecía, no me hacían un gran favor, pues eran precisamente aquellos a los que los periódicos siempre calificaban como «los de siempre»: gamberros, radicales, borrachos…

Incluso mis manos parecían haber perdido sus propiedades y la falta de Vitamina C — C de casquete— iba debilitándome. Mi único apoyo era Dios, es decir, Diego Armando Maradona. Todavía podía creer en él; en un Dios que tropieza, y que, como un gato callejero, cae de pie y se vuelve a levantar enrabietado; en un Dios que lleva al Ché Guevara tatuado en un hombro; en un Dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un Dios que no olvida que él también nació en el arroyo.

Y Diego, gracias a Dios, es decir, a sí mismo, no me falló.

9

Fue en uno de los partidos estelares de la temporada, contra el Real Madrid, a finales de temporada, y en el que nos jugábamos la clasificación para Europa —además del gustazo añadido de arrebatarle al Madrid la liga en favor del Eibar—. Habían pasado ya muchos y muy largos meses desde los sanfermines. Era un sábado, con partido televisado, en plena jornada de reflexión electoral. Al día siguiente había comicios municipales y a Pichurri las encuestas le daban como clara favorita. A mí ya no me importaba, había decidido que en cuanto terminara la temporada dejaría Pamplona, me retiraría del fútbol y me ganaría la vida participando en “Hotel Glamour 2”. La única ilusión que me quedaba era, eso sí, una despedida a lo grande. Recé mucho para ello y, ¡oh milagro!, Diego Armando Maradona escuchó mis plegarias.

Fue en una internada de Beckhan, cuando nuestro portero se fue hacia el astro inglés y evitó el gol rompiéndole una rodilla. Penalti y tarjeta roja. A Godman no le quedó otra opción que sacarme. Me cambió por Burru, el capitán.

—Demuéstrales todo lo que se han perdido— me dijo.

Nos abrazábamos y mientras lo hacía recordé aquello que me dijo el día que nos conocimos. «Son todos unos moñas». Como la propia ciudad, pensé yo. Como su alcaldesa, la alcaldesa que se merecía aquella ciudad hipócrita, que se desmelenaba a golpe de calendario y luego hacía como que no había pasado nada.

Cuando me coloqué bajo la portería ya supe que pararía aquel penalti. A mis espaldas oí de nuevo mi grito de guerra: «¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!”, al principio desde su lugar habitual, en el fondo sur, luego como una ola que iba anegando todo el estadio. Fue Ronaldo quien chutó. Intentó un «folla seca», al centro, suave. A un jugador de su categoría sólo le quedaba la gloria de ganar un campeonato de esa caprichosa manera, pero yo le calé e incluso tuve tiempo de dar un poco de espectáculo, de echarme a un lado y despejar el balón con una chilena. El Sadar no se vino abajo sólo porque aún necesitábamos un gol. Los minutos, sin embargo, pasaron sin que el marcador se moviera —en parte gracias a otros cuantos paradones míos— y, cuando ya estábamos en el descuento y el balón salió por la línea de fondo del Madrid, no me lo pensé. Salí corriendo en dirección al área contraria, a rematar el córner. Hasta entonces yo había parado los goles. ¿Por qué no podía despedirme metiendo uno? ¿Por qué todo por una vez no podía ponerse del revés? ¿Por qué no iban a librarse las guerras a tartazos de nata? ¿Por qué el mundo no podía pertenecer por un día a los pobres, a los muertos de hambre con sombrero mejicano? Mientras corría iba pensando todo aquello y notaba cómo la idea y, todo hay que decirlo, el roce de mi descomunal miembro viril contra el muslo, me provocaban, me excitaban, volvían a engrandecerme. Creía incluso que podía volar y cuando vi el balón suspendido sobre el área pequeña cerré los ojos, me lancé de cabeza y… ¡AYYYYY! De repente sentí algo que impactaba contra mis genitales. Un dolor horrible, que incluso me hizo perder el conocimiento. Pero sólo fueron unos segundos y cuando volví en mí no tardé en darme cuenta de que mis compañeros me abrazaban, me llevaban en volandas… Había metido gol, lo había metido de rebote y con la punta del pito, pero gol a fin de cuentas. Estábamos clasificados para la UEFA. Y el Madrid galáctico había perdido su vigesimotercera liga.

—¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡ —rugía El Sadar.

Pero yo no olvidaba quién era ni de dónde venía y, cuando finalizó el partido y me rodeó una nube de periodistas, sólo escuché una pregunta entre las muchas con que me abordaron.

—¿A quién le dedica ese gol? Tómese una copa en agradable compañía en Ben-Hur.

Era Txus Cuenco. Le miré a los ojos, después a todas las cámaras que me apuntaban, y dije:

—Se lo dedico a la alcaldesa. Para ti, Pichurri, con amor. Por echarme siempre que lo he necesitado una mano.

Y mientras hablaba, como quien no quiere la cosa, me rascaba la parte más sobresaliente de mi anatomía. Y no estoy hablando de las manos.


PATXI IRURZUN


¡AL FÚTBOL CON EL MUERTO!… Y A LOS TOROS CON EL ‘FIAMBRE’

Mar 29, 2011   //   by admin   //   Blog  //  3 Comments



Esta noticia publicada ayer, en la que se daba cuenta del homenaje que una barrabrava colombiana hacía a uno de sus integrantes fallecido, llevándolo al fútbol por última vez, con su ataúd y todo, me da pie para volver a colgar un clásico, mi cuento Fiambre, en el que el protagonista, otro muerto, otro fiambre, es paseado por Pamplona durante unos sanfermines por su nieto. Forma parte de Cuentos sanfermineros y los dibujos y portada son de Tasio

FIAMBRE
Patxi Irurzun

1

—Usted, abuelo, siempre fue un poco puñetero. Incluso para palmarla: la víspera del chupinazo, tuvo que estirar la pata —o sea, el muñón—.

Estaba tan contento sentadito en su silla de ruedas y de repente su corazón se paró, silenciosamente, como un viejo motor que no da más de sí, ni siquiera para hacer aspavientos cuando revienta.

—Ya verás, ya, Mintxo —me decía—. Mañana nos meteremos en el cohete, y después nos comeremos unos fritos en el Cordovilla, y también nos tomaremos unos txikitos ¿no?, je, je —intentaba contagiarme su entusiasmo con su risa como un virus.

Pero yo ya estaba inmunizado y no le hacía demasiado caso. Tenía mis propios problemas. Encerrado dentro de mi cuarto oscuro recordaba aquello que dijo la Postiza, el día que usted la trajo a casa, poco después de morir la amatxi (la Txinurri, como usted la llamaba):

—A este niño le faltan un par de hervores.

La Postiza era una arpía, aunque eso era lo que pensaban todos cuando me veían, tan chiquitito, tan cabezón (tanto que despanzurré a mamá al nacer y por ello papá murió al poco de tristeza), sobre todo tan enervantemente tartaja.

Y pensaba que usted, al menos, podía haberme defendido, contestar lo que la amatxi me decía cuando me atascaba y echaba a llorar enrabietado:

—Tranquilo, Mintxo, lo que te pasa a ti sólo es que eres un poco más lento, pero eso es porque en la cabeza te caben muchas más cosas que a los demás.

Sin embargo, no abrió la boca, sólo se encogió de hombros y permitió que los insectos que le correteaban por la entrepierna le esculpieran una sonrisa, je, je, en honor de esa mala mujer. Creo que fue entonces, y lo tuvo merecido, cuando la Postiza comenzó a hacerle la vida imposible. Y cuando yo, claro, dejé de prestarle atención, abuelo.

Vivía, pues, encerrado en mí mismo, aunque desde que la Postiza también, ejem, ejem, murió, la relación entre usted y yo había mejorado. Los demás me habían castigado en el cuarto oscuro pero ahora comprendía que yo nunca había intentado abrir la puerta y había preferido vivir a oscuras, amargado, resentido, incapaz de querer a nadie… En cierto modo, igual que usted. La diferencia estaba en que a usted le había pasado eso porque había abierto la puerta con demasiado ímpetu y se había dado con ella en las narices. Quería tanto a la Txinurri (bastaba con oírle explicar por qué le llamaba así: —Es pequeñita como una hormiga —decía cariñosamente) que al morir ella le resultó inconcebible vivir sin sentir ese amor, necesario como el oxígeno, y corrió, cojeó más bien, a buscarlo a Benidorm, y de aquel rastro de emociones baratas para viejos verdes se trajo ese cacharro oxidado y sucio como una lata que era el corazón de la Postiza. Y se acabó el txikiteo, el mus… Y ahora que la Postiza por fin había muerto pensó que era el momento de recuperar, a toda velocidad, porque a usted tampoco le podía quedar mucho —no le quedó nada, en realidad—, todo el tiempo perdido. Y ahí estaba diciendo:

—Mañana nos meteremos en el cohete….— y todos esos proyectos tan desmelenados para un calvo nonagenario que, con sólo imaginarlos, detuvieron su motorcito viejo y cansado.

En cuanto a mí, si no le hice caso fue por pura rutina, pues en realidad también había decidido salir del cuarto oscuro, buscar fuera un poco de alegría, un pellizco de amor, y que mejor ocasión que los sanfermines, aquella celebración de la vida.

—Así que —pensé— usted tranquilícese, abuelo, de todas maneras iremos al chupinazo, y al encierro, que siempre le gustó tanto, aunque aquel toro traidor le llevara por delante la pierna, y a los toros, y hasta saldremos alguna noche, a ver si encontramos alguna chica tan guapa como la Txinurri ¿eh? Claro que sí, abuelo, cumpliré su última voluntad, iremos a donde usted quiera.

—Pu….pu…pu…puñetero.

2

Nadie hubiera dicho que era usted un fiambre, abuelo. Quizás por ese tufillo levemente rancio, como el de un calcetín sudado, pero faltaban sólo unos minutos para que tiraran el cohete y la chavalería ya había empezado a descorchar champán del barato, y a embadurnarse con harina, y de los bares llegaban vaharadas de huevos fritos con jamón, y entre esa aureola confusa de olores que envolvería la ciudad en los próximos días no llamaba la atención el de un cadáver. Ni siquiera su presencia.

Todo vestidico de blanco le había amarrado con la faja a la silla de ruedas, había plantado en su cabeza una txapela descomunal y en la boca un puro de esos que a usted tanto le gustaban. Eso fue lo que más me costó. Al principio hasta me daba repelús, porque su labios estaban resecos y rechinaban, y el puro no se aguantaba, pero después lo pegué con loctite y resultó todo un éxito, incluso nos ofrecieron fuego media docena de veces.

De esa manera llegamos hasta una de las esquinas de la Plaza del Ayuntamiento. Por delante sólo se veía primero una marea de cabecitas inquietas, que de vez en cuando despedía espumarajos de champán y, cuando sólo quedaban un par de minutos para las doce, una selva impenetrable de brazos extendidos y pañuelos rojos. Afortunadamente alzando la cabeza pude conseguir para nosotros un trocito de cielo azul, hacia el que iban a parar todas esas voces convertidas en una sola, como la de un monstruo, cuando a través de la megafonía se escuchó el emocionante: —PAMPLONESES: ¡VIVA SAN FERMÍN¡¡GORA SANFERMIN!—; ese cielo en el que se dibujó después la estela del cohete , y finalmente estalló, y con él la ciudad entera… Y aunque esa alegría colectiva a mí, que soy de natural parado, me sobrepasó, por un momento me dejé llevar por la euforia: salté, abracé a quienes me rodean, bebí de alguna botella… Fue un momento agradable, pero casi inmediatamente me di cuenta de que me había olvidado de usted, abuelo, y cuando me volví lo encontré medio escurrido en la silla de ruedas, zarandeada por la multitud. Rápidamente volví a amarrarlo y miré a mi alrededor. Nadie se había dado cuenta.

—¡Hombre, Don Miguel! —me lo confirmó alguien que se acercó y le felicitó las fiestas, abrazándole. Era mi profesor de parvulitos. Un capullo. Recordé mi primer día de clase con él.

Nos mandaron hacer un dibujo. Al acabar lo entregábamos a aquel señor y salíamos al pasillo, donde nos esperaban nuestros familiares. Usted, abuelo, que siempre fue un poco puñetero, se retrasó.

—Tranquilo, bonito, tus papás vendrán enseguida —dijo el profesor.

—Mis papás están en el cielo —le contesté, como me había enseñado la Txinurri.

Y él me acarició el pelo, dijo “claro, bonito”, pero en realidad no entendió nada, pues mis papás, sonriéndome desde el cielo se veían bien claros en el dibujo. Cuando usted vino a buscarme se disculpó muy afectado, pero después, otro día, aquel profesor nos mandó dibujar a nuestros papás, y yo pinté al profesor y un cielo muy azul con unas letras que decían “Hestamos, aquí, vovo”, y entonces, él me estampó una bofetada terrible.

Seguramente, ahora, cuando el profesor dejó de abrazarle, abuelo, sin sospechar nada, y se dirigió a mí, no lo recordara. Pero yo no me había olvidado.

—Felices, fiestas, Mintxo —dijo, tendiéndome la mano. Casi a la vez hubo una avalancha de gente. Aproveché la ocasión y le metí un rodillazo entre las piernas. El profesor se quedó tirado en el suelo, retorciéndose como un viejo acordeón al que nadie hacía caso. Yo coloqué la silla en dirección al “Cordovilla”, intenté imitar su risa, abuelo, je, je y me dejé llevar por la marea humana que comenzaba a desparramarse por toda la ciudad.

3

A la mañana siguiente madrugamos para ir al encierro. Después de los fritos de pimiento, el día anterior, habían venido los txikitos, y luego alguna copita de pacharán, y un sorbete y más txikitos, y cuando por la noche nos acostamos la cama era como un barquito en mitad de una tormenta de alcohol. Así que ahora tenía los brazos entumecidos, de empujar la silla, y en la cabeza un pájaro carpintero que revolvía con sus picotazos en el cenicero de mi garganta. Pero usted, abuelo, todavía estaba peor, apestaba ya como un cubo de basura y en la piel habían comenzado a dibujársele bubones. Cambié, pues, su ropa por otra empapada en Nenuco y bajo la txapela introduje un antipolillas. Y así, tan frescos, nos presentamos en la cuesta de Santo Domingo, que era donde a usted le gustaba correr, antes de que aquel toro traidor le rebanara la pierna.

Fue hacía muchísimos años. Usted se había vestido con el traje de los domingos, como requería un acontecimiento de la talla del encierro (bueno, por eso y también porque quería impresionar a la Txinurri, su novia). Comenzó a correr unos metros antes del mercado, al principio despacito, hasta que escuchó los cencerros, y las pezuñas golpeando el adoquinado, y entonces se deshizo de toda la tensión, sintió como el cuerpo se le abombaba y se colocó en mitad de la calle. Aguantó allí delante todo cuanto pudo, echándose a un lado, casi por instinto, en el momento preciso. La manada pasó como una exhalación, dejando como único rastro una mezcla dulce de estiércol y sudor nervioso. Usted, abuelo, entonces se sintió bien, satisfecho por la carrera bien hecha, y sobre todo vivo, después de haber regresado victorioso de su desafío con la muerte. Pero entonces apareció aquel toro traidor, que se había vuelto en sentido inverso. Se fue directo hacia un grupito que charlaba, casi más excitados con el relato de la carrera que con ella misma, y enganchó a uno de ellos, lo zarandeó como a un guiñapo, arrojándolo al suelo. Justo antes de que volviera a la carga fue cuando usted tuvo aquella valerosa pulsión de nobleza, y se abalanzó hacia el morlaco, intentando hacer un recorte mal medido. El toro le enganchó por el muslo. Usted no recuerda la cornada, sólo supo que le habían cogido cuando comenzó a sentir un cálido picor en la pierna y vio la sangre brotándole a borbotones. Lo único, lo último que recuerda es la mirada asustada de la Txinurri, esa mirada en la que comprendió que ella le querría siempre sin necesidad de esos ridículos gestos.

Usted me lo había contado miles de veces, y aunque la Postiza dijera que todo era mentira podrida, aunque yo mismo supiera que en realidad las cosas no habían pasado así, esa era la verdad.

Desde entonces había tenido que conformarse con ver el encierro desde el otro lado de la valla. Ni siquiera pudo consolarse con que yo le tomara el relevo. Había corrido una vez y lo había hecho bien, me había gustado, pero sólo por no volver a soportar la tensa espera decidí no repetir. Esa mañana, sin embargo, sentí que debía resarcirle, de modo que le dejé al cuidado de un japonés que pasaba por allí y salté el vallado. Y, abuelo, puede quedarse tranquilo, porque no se ha perdido nada. Ya queda muy poco de heroico en el encierro. Es la ley del más fuerte. En cuanto sonó el cohete cada cual se buscó egoístamente la vida, empujando, sacando los codos, abriéndose hueco…

Intenté explicárselo también al japonés cuando regresé, pues, en una lección de urbanidad, por cuidarle a usted no había conseguido tirar ni una triste foto, pero tartamudeé demasiado. Para compensarle le invité a unos churros en la Mañueta. Eso sí, pagó él.

4

No me remordió la conciencia haberle levantado la cartera al japonés del día anterior, porque le estaba haciendo un favor. Necesitaba espabilarse, dejarse de tanta reverencia y sonrisita sumisa, aprender a no airear de esa inocente manera el fajo de billetes. Y, por otra parte, el dinero nos vino de puturrú a nosotros, pues la reventa estaba por las nubes. Ya me fastidió bastante tener que pagar por usted, abuelo, ahora que sólo era un fiambre. En realidad me fastidió tener que pagar por mí mismo. Los toros no me gustaban. Es decir, los que no me gustaban eran los toreros. Usted decía lo mismo, pero se justificaba con aquello de que en el tendido de sol lo de menos era la corrida, que allá se lo pasaba barbis, con los cánticos, la merienda… Y como usted otros tantos miles de mentirosos, a los que quizás no les gustaran los toros, pero tampoco les importaba ver sus lomos perlados de sangre.

Por si fuera poco tuve que aparcar la silla en la puerta y cargar con usted a horcajadas. Llegamos, por tanto, con cierto retraso, y eso debía de ser algo muy grave, pues no sólo nos recibieron con una lluvia de sangría sino que además tuvimos que conformarnos con sentarnos en las escaleras. Yo no sé qué se pensaban aquellos mozopeñas (los cuales, por otra parte, eran ya más bien “carrozapeñas”, de 35, 40 tacos para arriba, y no me extrañaba, si se mostraban tan reacios como con nosotros para abrir un hueco a gente nueva)… El caso es que entre eso, el mal rollo que me daba contribuir a la masacre y el Lorentxo pegándome de frente me entró el sueño. Pero en ningún momento llegué a dormirme por completo. Siempre había un trozo de melocotón que se incrustaba en mi nuca o el estruendo de una charanga entre toro y toro, y entonces yo daba un respingo, abría los ojos y antes de volver a cerrarlos me llevaba una imagen, como un fotograma: una pantorrilla peluda con grumos de colacao o confeti enredados, una cazuela con cangrejos, una guiri con la espalda despellejada saludando al tendido mientras le empapaban de champán…

Finalmente me espabilaron los zarandeos de alguien que se había colocado tras de mí y ejecutaba un “kaiiiikú”. Y entonces descubrí horrorizado que usted, abuelo, había desaparecido. Lo encontré varios escalones más arriba, pasando en volandas de mano en mano. Salté como si en lugar de columna vertebral tuviera un muelle, y esta vez no hubo problemas para abrirme paso, porque no puse demasiada atención en qué lugar colocaba mis pies. Al llegar hasta donde se encontraba, abuelo, comencé a repartir mamporros. Tuvieron que inmovilizarme entre 10 ó 12, pero ninguno de ellos devolvió los golpes. Comprendieron que se habían pasado, y para compensar nos permitieron quedarnos entre ellos, beber de su cubo, rebañar en su ajoarriero. Uno de ellos incluso me conocía.

—¡Fermintxo! —me saludó.

A mí su cara me sonaba, pero no caía, aunque sabía que debía de ubicarla entre el corro de niños que me daban patadas en el colegio, al grito de “cabezón, tartaja”, o entre quienes me robaban el bocata en algún currelo. Y ahora allá estaba, tan simpático. Yo, por mi parte, intenté corresponderle y le invité a una cerveza.

—Es….es….estálgocaliente —le advertí, y cuando el último toro doblaba las patas, caía vomitando sangre sobre la arena, y todos saltaban, bailaban, lo celebraban, me abrí un hueco hasta la puerta y, desde allí, vi como aquel desgraciado bebía del vaso mientras yo me abrochaba la bragueta.

5

—La Txinurri debió de ser una chica muy guapa, ¿eh, abuelo? —pensaba mientras le amortajaba, algo cutremente. Hacía ya cuatro días que la había palmado y entre el calor, el traqueteo de las fiestas y el propio proceso natural de descomposición los bubones habían comenzado a reventársele y a rezumar humores hediondos. Hacía unos minutos había bajado a la herboristería a comprar sales y vendas de lino. Había leído que los egipcios momificaban así a sus muertos. Yo, de todas maneras, no tenía ninguna intención de encerrarle en un sarcófago, abuelo. Ese fin de semana, no obstante, nos quedaríamos en casa. Al bajar a la calle había percibido ya la afluencia masiva de visitantes y no me apetecía pelear todo el rato por abrir un hueco con la silla de ruedas entre la marabunta borracha y con la vejiga a reventar. Ahora mismo, mientras miraba la foto de su boda, desde la calle —vivíamos en Navarrería— trepaba un murmullo ensordecedor de voces, charangas…

—Sí, muy guapa —repetí.

Mi amatxi tal vez fuera pequeñita como una hormiga, pero tenía un cutis delicado, y un pelo negro y encaracolado, y unos ojos enormes y vivaces, y una sonrisa encantadora… Un rostro, en suma, agradable, porque era en realidad la expresión de su carácter. Por desgracia lo único que yo heredé de ella fue su estatura, lo cual, cuando eres cabezón, tartamudo, algo lento, no resulta nada simpático.

En parte si yo vivía encerrado en mí mismo era porque me acomplejaba ser tan distinto a ustedes dos. Ella, tan guapa, usted tan echado para adelante. De usted tampoco heredé nada bueno, sólo ese resabio que se le quedó, abuelo, cuando perdió la pierna. La Postiza solía decirle: —Eres un muñón avinagrado. Y los niños, mis compañeros del colegio, se asustaban cuando le veían, con sus gruesos bastones y las cejas peludas fruncidas. Yo no lo comprendía, pensaba que usted era un héroe, que cualquiera de esos niños podía ser nieto del mozo al que usted salvó la vida en el encierro, sacrificando su pierna. Pero un día usted me contó, una sola vez, la verdad.

Estábamos en Unzué. Solíamos pasar allí, en el campo, los domingos. Al atardecer nos tumbábamos a ver las nubes que venían a hacer cosquillas a la peña y los rescoldos de sol que se consumían tras ella. La tarde en que habló de eso usted dijo de repente:

—En la guerra estuvimos en una peña como esa y cada vez que pasaba un rojo…—imitó con la boca y con los brazos la ráfaga de una ametralladora—…disparábamos.

Luego añadió:

—Aquel obús tenía que haberme hecho la pierna añicos mucho antes.

Y se quedó callado. Al rato me di cuenta de que estaba llorando. Yo no sabía que usted había estado en la guerra, ni de qué guerra hablaba, ni quiénes eran los rojos, pero no me atreví a preguntarle nada, porque me daba miedo hablar de algo tan terrible como la guerra, que era capaz de hacer llorar a un viejo. Yo ni siquiera sabía que los viejos podían llorar, pero cuando le vi hacerlo no me pareció ridículo, sino conmovedor y algo inquietante, y por primera vez intuí que también en el mundo de los mayores existían monstruos abominables.

Más tarde, sin embargo, volvió a contarme mil veces la historia del encierro y todos, usted, la Txinurri, yo, decidimos que esa era la verdad, que bastante había tenido usted con arrancarse la pierna con las dentelladas de su conciencia, de sus ideales atrapados en un uniforme equivocado.

Aunque ahora, donde estaba usted atrapado era entre las vendas de lino con las que había envuelto su cuerpo hecho un pingo.

—¡Listo! —exclamé.

No había quedado mal. Todavía podía aguantar. Estábamos en el ecuador de las fiestas y aún teníamos que ir a los gigantes, a las barracas, salir alguna noche…

6

Yo no me había comido una rosca en mi vida y la chinita aquella de las flores tampoco es que fuera un adefesio, pero, no sé, había algo en ella que me repelía. Probablemente que se pareciera tanto a mí mismo: pequeñita, cabezona y chapurreando un idioma ininteligible.

Era nuestra noche loca, abuelo, y usted les había hecho gracia a un grupo de punkis en las barracas políticas, pues se mostró muy cariñoso con sus perros, que comenzaron a lamerle de arriba abajo, así que pensé que mientras se quedaba allá, calentito entre las nubes de gasolina que escupían sus nuevos amiguitos, yo podía tomarme un respiro, divertirme un poco en el casco viejo.

A la chinita la encontré en un bar de Jarauta. Intentaba venderles sus rosas a un grupo de casticas, pero lo único que conseguía era que le invitaran a un chupito de licor de manzana detrás de otro. La hacían bailar, girar como una peonza, y cuando finalmente ella estuvo como una cuba me vio, observando indignado la escena. Vino hacia mí directa, me abrazó y los dos rodamos por el suelo del bar. Cuando nos levantamos todos nos miraban, nos señalaban, se reían. Enrosqué a la chinita como pude por la cintura y salí abochornado a la calle. Ella apenas conseguía caminar. Me dirigí, para que le diera el aire, hacia las barracas. Una vez allí ella se encontró mejor. Sonreía bobaliconamente y me acariciaba con torpeza el pelo. Era tan feliz como cualquiera de los niños que daban vueltas sobre los caballitos de madera convertidos en forajidos, caballeros andantes, sherifs del condado… Pero yo me sentía mal.

Acabamos tumbados en los fosos de la Ciudadela. Encendí un cigarrillo. ¿Por qué resultaba todo tan complicado? Yo me enamoraba de chicas que me ignoraban, a las que no me atrevía ni siquiera a saludar y a su vez chicas que me repelían se enamoraban de mí. ¿Por qué resultaba tan difícil amar, querer y ser querido? Tiré el cigarrillo y besé a la chinita, la acaricié, le dije que era hermosa… Ella entonces se sentó sobre mí, se introdujo despacito mi pene, con pequeños, delicados vaivenes que no lastimaran su vagina chiquitita, aumentando el ritmo conforme la dilataba y apoyó las palmas de sus manos sobre mi pecho, como si me aplicara un masaje cardiaco que redoblara el bombeo de sangre a la entrepierna cuando se aproximaba al orgasmo. Por mi parte, al llegar ese momento cerré los ojos y pensé que aquella era una manera hermosa de perder la virginidad. Después miré a mi alrededor y vi los arbustos de medio metro de altura, las bolsas de basura, las carcasas de los fuegos artificiales… Quise llorar. Todo era mentira. Todo era triste y sórdido. Quería irme de allí, volver a los bares, saltar, gritar, olvidarme de que la vida era retorcida y fea.

Cuando la chinita se quedó dormida, recogí las rosas desparramadas por la hierba, le introduje en un bolsillo el dinero que todavía quedaba del que le había levantado al japonés y volví a las barracas políticas, a por usted, abuelo.

7

Las cosas se estaban poniendo feas. A pesar del Nenuco, del antipolillas, a pesar incluso de las sales y las vendas de lino, usted apestaba, abuelo. En parte la culpa había sido mía, por haberle dejado a la buena de dios la noche anterior con aquellos perros, que deshilacharon todos los vendajes. Además se ve que los punkis encontraron un buen sistema para gorronear kalimotxo colocándole un katxi entre las manos y paseándole por las distintas barracas políticas. A la gente le resultaba simpático, y rellenaban el katxi, por cierto, sin demasiada puntería, de manera que entre una cosa y otra se le dibujaron por doquier corronchos de vino, de pus, de otras sustancias misteriosas y nauseabundas. Tenía gracia. Ahora que usted era sólo un fiambre a todo el mundo le parecía simpático, mientras que, al menos desde que murió la Txinurri, mientras estaba vivo pensaban que era un amargado, un cascarrabias… Es decir, no, no tenía ni puñetera gracia. Claro que también eso era en parte culpa mía. La descomposición de su cuerpo podía disimularla con la ropa, los vendajes, pero en la cara hubiera resultado más sospechoso, de manera que a la enorme txapela que le había encasquetado el día del chupinazo había ido añadiendo otros grotescos elementos, unas gafas de sol con parabrisas, una peluca rastafari… Y así iba tirando. El olor, por contra, ya resultaba difícil de ocultar, a pesar de la indulgencia de las narices durante los sanfermines, acostumbradas a los urinarios improvisados e irrespirables, a esa costra negra del tendido de sol en los traseros, al barrillo entre los adoquines de agua sucia, vino, puros destripados… A pesar de todo ello, yo notaba como la gente nos abría paso, se apartaba contrayendo la cara en una mueca de asco…

Esa misma noche fue por eso por lo que conseguimos aquel lugar de privilegio en la Vuelta del Castillo, durante los fuegos artificiales. Por delante sólo había algunas parejas, ajenas al resto del mundo —aunque éste apestara—, exclamando “oooooh” cada vez que del techo de la noche se descolgaban explosivas culebritas de colores. Me acordé de la chinita de la noche anterior, y sentí envidia porque a aquellas parejas les resultaba sencillo ser felices, no sentirse solos, y me acordé también de usted, abuelo, de que ese fue el motivo por el que se trajo a la Postiza de Benidorm.

—Miguel, tú me camelaste aprovechándote del miedo que me daban los petardos —solía decir ella, porque era cierto, a La Postiza le provocaban pavor los cohetes, las explosiones, y en Benidorm, cuando usted la vio temblando durante aquellos otros fuegos artificiales que despedían las vacaciones, se le acercó, un poco a la desesperada, y la abrazó, y por un momento ella se sintió protegida, y usted menos solo.

A mí se me hacía raro oírle a la Postiza llamarle por su nombre, y el tono de voz que empleaba cuando contaba aquello, y, las pocas veces que sucedía, la aborrecía todavía más, porque a mí nunca me habló con cariño, sólo decía “a este niño le faltan dos hervores”, y “mentira podrida”, cuando usted explicaba, una vez más, lo de su pierna y el encierro, y “tu papá qué va a estar en el cielo ¡en el infierno!”, y me resultaba inconcebible que una mujer mala como ella pudiera amasar ni siquiera aquella migaja de ternura.

Y durante muchos años, cada vez que veía, como ahora, los fuegos artificiales, o el torico de fuego, soñaba con que en lugar de en el cielo, o por las calles de la vieja Iruña, explotaran dentro de la habitación de la Postiza, porque sabía que usted ya no iba a estar ahí para abrazarla, que prefería sentirse solo que querer a esa bruja que no nos dejaba vivir en paz. Luego el sueño se desvaneció y pasó a ser, ejem, ejem, una conmemoración que no podíamos perdernos. Ni siquiera aunque las cosas se estuvieran poniendo feas. Había que aguantar. Después de todo ya sólo faltaban dos días. Todavía dos días.

8

Fue precisamente un zaldiko quien desmoronó todos aquellos recuerdos, golpeándome, y a usted, con una saña inusual. Era mi profesor de parvulitos, aquel que me abofeteó en el colegio y al cual yo había devuelto, después de tantos años, un rodillazo entre las piernas en el chupinazo.

—¡Mintxo, Don Miguel! —exclamó hipócritamente risueño, escudándose tras su personaje.

Por mi parte, braceé malhumorado y le devolví una mirada asesina. El zaldiko retrocedió unos pasos. Una escena nada apropiada para una pacífica mañana sanferminera. Rápidamente miré a mi alrededor. No me apetecía llamar la atención, ahora que usted había empezado a deshacerse como un helado de carroña. Afortunadamente la única persona que se había dado cuenta era un borrachuzo, repantigado en un portal. Era un hombre de unos cincuenta, quizás sesenta años. Con los borrachos nunca se sabía. Su piel estaba abrasada por el fuego de infinitos tragos. Entre las manos sujetaba una botella, a la que de vez en cuando besaba los labios de cristal, permitiendo que su lengua encarnada le acariciara las tripas y un corazón probablemente maltrecho. Pero en ningún momento apartaba de nosotros esa mirada, sólo la pasaba de usted a mí, arrastrando con ella oscuros arrepentimientos, resentimientos humedecidos en vino y lágrimas hasta la putrefacción, una vida como un infierno…

Y de repente, como un trallazo, me vino a la memoria aquel reproche de la Postiza:

—Tu papá qué va a estar en el cielo ¡En el infierno!

Justo en ese momento, aprovechando el descuido, el zaldiko volvió a la carga. Me alcanzó con la esponja justo entre las cejas.

—¡Cabronazo! —no me pude contener.

Lo enganché por una manga y nos enzarzamos en un torbellino de patadas, puñetazos, algunos de los cuales, se extraviaban y los recibía usted. Estuvimos así, no sé cuánto tiempo, hasta que tirada en una acera descubrí una de sus orejas carcomidas, abuelo, que el zaldiko había arrancado de cuajo con uno de los vergazos. Entonces me deshice del profesor como pude, me incorporé y descubrí aterrorizado que nos había rodeado una multitud de curiosos. Rápidamente me volví hacia usted, empujé la silla, me abrí hueco, y escapé atolondradamente. Mi cabeza se había convertido en una olla en la que hervían confusos miedos, sentimientos, culpas…

—Seguro que ahora nos detienen —me decía— ¿Por qué tendré que haberme complicado la vida así?

Pero sobre todo, por debajo de aquellas burbujas que explotaban, salpicándome, veía la mirada de aquel borracho clavada en mí como si fuera la mía propia.

9

Había llegado el final. El “pobre de mí”. Lo sabía, no sólo por los curriquis que desmontaban el vallado, ese complicado puzzle que sólo ellos sabían encajar y desencajar, sino por aquel pajarraco que nos había estado persiguiendo apenas había amanecido, graznando amenazador, planeando sobre nosotros, mientras nos arrastrábamos por los descampados, los polígonos industriales… Tras la pelea con el zaldiko me había asustado. No me atrevía a volver a casa y nos habíamos apartado hacia las afueras, habíamos pasado la noche deambulando entre cementerios de coches, barrios dormitorio… Al final, sin embargo, el sueño, el cansancio, el miedo chuperreteándome los sesos como si fueran un granizado, habían podido conmigo y había decidido regresar. En realidad sólo intentaba prolongar un final que era inevitable. Por eso no me sorprendió encontrarme en el portal, en Navarrería, con aquella patrulla de la policía, con aquel agente con una bolsita con hielos, y dentro de ella su oreja, abuelo, lo que quedaba de ella, ni tampoco que su compañero vomitara en una esquina cuando le quitó la txapela, y la peluca rastafari, y las gafas con parabrisas… Ni siquiera que después entre los dos me pusieran las esposas y me trasladaran a comisaría.

Lo que me ha sorprendido ha sido que hagan tantas preguntas sobre usted, sobre mí, sobre nuestra relación. Es como si insinuaran que en lugar de intentar estirar un poco más su vida, despedirla de la manera que a usted le hubiera gustado, yo le hubiera matado. Y es curioso, porque sobre la Postiza, sin embargo, no preguntan nada. Como si nunca hubiese entrado en su habitación, aquella noche, con aquella ristra de petardos, ni los hubiese hecho explotar, y me hubiese quedado después mirándola desde detrás de aquella careta, con el dibujo de Quasimodo, degustando como una ambrosía cada uno de sus estertores, hasta que su corazón como una lata oxidada y sucia dejó de, precisamente, darnos la lata.

Pero, en fin, así ha sido siempre, nadie, salvo la amatxi, la Txinurri como usted la llamaba, salvo, tal vez, usted mismo, nadie me ha comprendido. Y todo porque yo era chiquitito, cabezón, tartaja, algo lento.

Ahora todo ha terminado. Desde esta sala de interrogatorios, en la comisaría, puedo ver los reflejos en la ventana de cientos de velas, que comienzan a verter sus lágrimas de cera, y escucho también los vaivenes en las voces que entonan el “Pobre de mí”, primero apesadumbradas, al compás triste de las trompetas, luego de nuevo alegres, respaldadas por los bombos, las charangas… Así es la vida. Todo ha terminado y, abuelo, es el momento de despedirnos. Cada uno debe seguir su camino. Usted hacia esa nada extraña, en la que tal vez encuentre algo, algo bueno, una vida eternamente feliz junto a la Txinurri. En cuanto a mí, no se preocupe, siempre he sido un desgraciado, pero estos días junto a usted, estos sanfermines, me han devuelto la esperanza que perdí nada más nacer, pues he descubierto que, entre tanta podredumbre, siempre aparecerá una explosión de alegría, una flor de piedad, un gesto de nobleza, una migaja de ternura…

Hasta siempre, pues, abuelo.

—Puñetero.


FIN

CUENTOS SANFERMINEROS (Altaffaylla kultur taldea, 2005). 175 páginas. 13 euros.

1978 (Cuento sanferminero)

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Dibujo de Tasio para «Cuentos sanfermineros»

Los sanfermines de aquel año se suspendieron. Era 1978. El 8 de julio la policía entró a la plaza de toros y disparó a los tendidos, donde alguien había exhibido una pancarta. A un mozo le salvó la vida el reloj de bolsillo que llevaba en el de la camisa, que una bala reventó en lugar de su corazón. A otro lo mataron en una calle próxima cuando huía.
Mucho antes de que alguien desplegara esa pancarta la Plaza de toros estaba ya rodeada por decenas de camionetas de grises. Lo sé por que mi madre nos llevó aquella tarde a la salida de las peñas y lo vimos. Volvimos a casa antes de que ocurriera nada. Aquella tarde no hubo salida de peñas, ni toro de fuego, ni verbenas… nada. Al día siguiente te asomabas a la ventana y veías la calle desierta, o jóvenes que corrían; y siempre, siempre, una camioneta de policía dando vueltas. Al mediodía seis grises se bajaron de la puerta trasera de una de ellas y apalearon a un chaval que volvía de comprar el pan. Lo dejaron tumbado en medio de la acera y continuaron patrullando, como si nada. Cuando pasaron debajo de mi casa algún vecino gritó ¡POLICÍA ASESINA! y entonces un gris volvió a bajarse de la camioneta y apuntó con su fusil hacia las ventanas. Mis hermanos y yo nos tiramos al suelo, como en las películas. Después se oyó ruido de cristales que se rompían y en el pasillo apareció una pelota de goma anaranjada dando encabritados, frenéticos botes. Nos quedamos tirados en el suelo, en silencio, un buen rato, hasta que mi madre entró en la habitación y se puso a marcar números en el teléfono. No llamó al cristalero, habló con la tía Berta, que estaba de vacaciones en Pasajes de San Juan, y por la tarde nos metió en el 127 a los 4 y dijo que nos íbamos a la playa.
En la calle había maderas ardiendo a los lados de la carretera. Los cristales de algunos portales y los de los escaparates sin persianas estaban rotos. Junto a los bordillos de las aceras había cascotes y las tapas de las alcantarillas con los que habían sido arrancados. De vez en cuando se oía un estallido seco y hueco, un pelotazo. Otras veces un grito —¡POLICÍA ASESINA!— que se retorcía haciendo eco por las calles vacías.
Al salir del barrio nos topamos con un grupo de jóvenes con pañuelos en las caras que cogían maderas ardiendo de los lados de la carretera y los ponían en el centro, cortando el tráfico. Mi madre aceleró y consiguió pasar antes de que nos lo impidieran, atropellando casi a uno de los chavales. Entonces otro se puso delante del coche, cogió una piedra enorme del suelo y se acercó con ella hacia nosotros. Venía muy enfadado y parecía que iba a tirar la piedra contra el cristal delantero, pero cuando nos vio a los 4 niños apretujados en el asiento de atrás, temblando y mirándole con unos ojos como sartenes que no comprendían nada, se apartó y nos dejó pasar.
Llegamos a Pasajes de noche. Mi madre nos metió en la cama y se quedó hablando con los tíos en la cocina. Estuvieron hablando mucho rato. Por contra me di cuenta de que desde que la tarde anterior habíamos bajado de la plaza de toros a casa yo apenas había dicho unas palabras, y de que no había tenido ganas de jugar, de saltar, de reír… Y pensando en ello me quedé dormido.
Al día siguiente la cosa fue distinta. En Pasajes no había policía, ni disparos, ni barricadas…
Pasajes era un pueblecito de calles estrechas, retorcidas y oscuras que olían a mar. En los tejados de las casas había gatos que se escondían si les mirabas de día y que encendían los ojos si lo hacías por las noches. En las ventanas señoras de brazos gordos que hablaban en euskera apoyadas sobre ikurriñas con crespones negros. La playa era de arena oscura, había muchas piedras y el agua estaba sucia. Pero lo mejor de todo era sin duda el puerto. Mi hermano Javier y yo solíamos despertarnos muy temprano y corríamos hasta él para ver llegar los barcos grandes, y oírles pitar con su voz que se te metía entre el pecho y la espalda, y adivinar de qué país eran las banderas que enarbolaban…; también había barquitas pequeñas con hombres mayores que echaban anzuelos y redes al agua. Por las tardes, cuando los viejos marineros volvían a tierra solíamos preguntarles qué era esto, y aquello otro, y ellos sonreían y miraban con sus ojos tristes que habían acabado por absorber un trocito de mar de tanto mirar, y contestaban: chipirón, centollo…
También por las tardes, cuando el sol empezaba a derretirse a lo lejos, en el horizonte, aparecía una trainera repleta de jóvenes peludos y musculosos que remaban con toda su alma hacia ese sol para darle un chupetón antes de que se deshiciera y que después volvían a remar como locos para que no se les echara la noche encima sin haber regresado. Luego, cuando llegaban al puerto, soltaban los remos de repente, todos a la vez y saboreaban el pedacito de sol que traían en la boca, lo saboreaban como si fuera el manjar más sabroso, ensanchando el pecho, cerrando los ojos, echando la cabeza hacía atrás y besando el cielo…
Fueron aquellas unas vacaciones divertidas. Jugamos, saltamos, nos reímos mucho.
Un domingo fuimos a La Concha, en Donosti, a ver una competición de traineras. Queríamos que ganara San Juan, claro, pero no supimos si llegó a hacerlo, porque cuando estábamos buscando un sitio para aparcar se oyeron unas sirenas y comenzaron a llegar camionetas y camionetas de grises y otra vez hubo pelotazos y gritos y carreras y humo, como en sanfermines.
Mi madre dio media vuelta y cogió la carretera de vuelta a Pasajes. Durante el camino ella y la tía Berta no paraban de hablar, muy nerviosas. Decían “me lo imaginaba”, “no sé qué va a pasar al final”, cosas por el estilo… Nos pararon en un control. Un policía con bigotes le pidió los papeles a mi madre y a la tía Berta, se asomó y cuando nos vio a los cuatro atrás dedujo muy inteligentemente que no éramos un comando terrorista. Registraron, sin embargo, el maletero, y a la tía Berta le hicieron quitarse las gafas. La tía Berta era ciega. Después nos dejaron seguir. Mi madre y la tía Berta ya no hablaban. Nosotros, apretujados en el asiento de atrás tampoco. Sólo mirábamos todo con aquellos ojos como sartenes que no comprendían nada. No teníamos ganas de hablar, ni de jugar, ni de saltar, ni de reír… Sólo teníamos miedo y miedo al miedo, porque no sabíamos qué estaba pasando. Sólo queríamos volver a Pasajes y oír el vozarrón de barcos enormes, y ver a los gatos escondiéndose en los tejados, y hablar con los viejos marineros de ojos tristes…

De Cuentos sanfermineros. Patxi Irurzun (Altaffaylla kultur taldea, 2005)

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