GATOMAQUIA
Yo es que soy un gato muy leído. Siempre se habla de los ratones de biblioteca, pero los ratones no leen los libros, sólo usan sus tapas para afilarse los dientes y sospecho que en épocas de hambruna hasta se zampan algún que otro soneto, según delata el regusto a papel de alguno de los que, cada vez con más dificultad, todavía soy capaz de cazar.
No siempre fuí , de todas maneras, un viejo gato de pueblo. Mis primeros recuerdos son las paredes de una caja de galletas en la cual me trasladaron siendo sólo una bolita de pelos palpitantes, hasta el urbanita hogar de mis primeros, y únicos, dueños, quienes me pusieron por nombre Pelusa, que era el apodo de un futbolista muy famoso por entonces, con una cabellera oscura como la mía y que, al parecer, manejaba el balón con la misma gracia con la que yo jugueteaba con lo ovillos de lana.
Con el paso del tiempo también pude haberme convertido en un drogadicto, como aquellos gatos de mi infancia que me invitaban desde el callejón a sus correrías y a los que acompañé más de una vez, con los que me revolqué enloquecido por la tierra de los descampados, después de haber mascado arbustos mágicos, a los que lamí las heridas que les abrían los perros guardianes de los chalets en los que entrábamos a rondar a lindas siamesas, con los que compartí las raspas de pescado y los trozos de pizza de los contenedores…
Pero una noche, al rasgar una de aquellas bolsas de basura, se postraron a mis pies los cadáveres de seis mininos recién nacidos y un escalofrío recorrió mi columna vertebral, replegándola como un muelle que me impulsaba de vuelta a casa, de donde decidí no volver a salir y escuchar las aventuras salvajes con las que mis compañeros me tentaban desde el callejón y con cuyos mimbres urdía historias que les contaba de madrugada desde el alfeizar y con las que me gané su respeto, haciéndoles olvidar lo que en realidad era, un gato timorato que vivía mi vida a través de las suyas.
Había días, sin embargo, en los que sentía un impulso irresistible que me pinchaba entre las patas para volver a las calles con mis amigos, pero conseguía aplacarlo frotándome sobre los jerseys de lana de mis amos, u orinándome en sus cortinas, lo cual, lo reconozco, no era el comportamiento propio de un gato instruido como yo, pero que no podía evitar, pues obedecía a una fuerza superior a mí y que a la postre terminó por expulsarme de aquel lugar. El olor de mis hormonas quizás resultara irresistible para las lindas gatitas, pero a los humanos les repelía hasta tal punto que decidieron cortarlo de raíz, situando la raíz a la altura exacta de mis testículos.
Me convertí de esa manera en un gato redoblado en su tamaño y en su carácter huraño. Ya ni siquiera encontraba un desahogo en contar historias a mis congéneres a la luz de la luna, sólo era capaz de disipar el recuerdo de la dolorosa castración volviendo a mascar hojas, esta vez las de ciertas plantas de interior, que resultaron ser las favoritas de la señora de la casa, lo cual propició mi salida de la misma. Ya no era aquella preciosa bolita de pelos que cabía en una caja de galletas sino un monstruoso gato cascarrabias.