EL ROSARIO DE LA SUERTE (Cuento de Navidad)
Mientras intenta estudiar, encerrada en su cuarto, las voces de los niños de San Ildefonso en la televisión atraviesan el pladur en un murmullo monótono, como un rosario, o un mantra que, sin embargo, la desconcentra. No le hace falta gran cosa para desconcentrarse, como si supiera que, en el fondo, tiene tantas opciones de sacar la oposición como de ganar la lotería.
“¡Veintidosmildoscieeeentosveinticiiiinco! ¡Miiiiil euros!”.
La voz de uno de los muchachos que canta los premios es extraña, grave, nueva, casi sin usar todavía, todavía inocente. Se lo imagina con una pelusilla sobre el labio superior, con ese bigotito entre repelente y enternecedor, ese mostacho becario que es como un luto por el niño que está muriendo dentro de su cuerpo.
“No te despistes”, se riñe a sí misma, y devuelve la mirada a sus apuntes. “Artículo 35. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo”, repite varias veces, pero son solo palabras, que caen por los desfiladeros de su cerebro, sin fijarse en la memoria. Piensa que igual ya está vieja para estudiar, e incluso se siente ridícula e ilusa haciéndolo, estafada por la vida. Y por la Constitución. Lo que su memoria le dice es que, con sus cuarenta y cinco años, nunca ha tenido un contrato fijo, ni un trabajo digno.
Y además le duelen las piernas. Igual estudiar en la cama, pasar tantas horas tumbada no es lo mejor, piensa, y también que después de hacer el examen se apuntará al gimnasio, saldrá a andar todos los días, sacará a mear a esos dos perros peligrosos que ahora le muerden las pantorrillas, en un dolor sordo que le trepa hasta la cabeza y le vuelve la sangre densa, incapaz de hacer fluir toda esa información, todas esas leyes, con sus preámbulos, y sus disposiciones adicionales…
“¡Cuatromildoscieeentosquiiiince! ¡Miiiil euros!”.
El rosario de la suerte continúa durante varios minutos. Los niños de San Ildefonso desgranan sus cuentas en el bombo con un tedio que la va adormeciendo, mientras piensa qué haría ella si ganara la lotería, acabar de pagar la deuda, un viaje, arreglarse los dientes… Entre el momento de comprar el boleto y el día del sorteo, todo el mundo es millonario.
De repente, el mantra se interrumpe, un alboroto se escucha al otro lado de la pared, la voz del presentador se sobrepone sobre la del niño cantor y la despierta de su duermevela. Supone que acaba de salir el gordo o alguno de los premios importantes. Recuerda que tiene un décimo en la cartera, que han comprado entre todas las chicas, pero ni siquiera se molesta en levantarse, poner la tele y comprobar si la suerte le ha sonreído. “No te despistes”, se repite, y vuelve a coger los apuntes, confiando en que, a pesar de todo, algún día su vida cambiará y podrá, por fin, dejar el Club.