Hace algunos días en una entrevista cierto influencer, en una
de esas baterías de preguntas rápidas (una canción, una película,
etc.), al preguntarle por su libro preferido se jactaba de no haber
leído ninguno desde el instituto. No quiero imaginarme qué tipo de
influencia puede tener ese tipo entre sus seguidores (en mí desde
luego la tuvo, influyó en mi ánimo de tal modo que me dieron ganas
de estrangularlo, aunque me conformé con pintarle con un boli negro
uno de los radiantes dientes −radientes, podríamos llamarlos−
con los que sonreía, regodeándose feliz en su ignorancia).
Ese es el problema, en realidad: a uno no tiene por qué gustarle
leer ni estoy muy seguro de que resulte muy pedagógico obligar a
nadie a hacerlo (aunque, bueno, nadie se plantea que no sea
pedagógico ni saludable, qué se yo, obligar a aprender inglés o
hacer deporte en los institutos), pero alardear de tu analfabrutismo
te convierte directamente en un paleto, iba a decir, si no fuera
porque ahora los paletos se han apropiado de este adjetivo
calificativo y lo usan como un boomerang. Un
paleto puede ser hoy en día alguien que no conozca a nuestro
influencer, quien
además se autodefine como creador de contenidos. Yo diría, por
ejemplo, que probablemente sea más bien un creador de contenedores
(de los marrones, los de basura orgánica), pero me tengo que callar
porque soy solo un paleto. Y un pitufo gruñón.
El mundo al revés. Y así, es
probable incluso que Radientes, que aborrece la lectura, lleve
tatuado en un costado una cita literaria de algún intelectual como,
qué sé yo, Paulo Coelho o Paquirrín. Del mismo modo, hace unos
días veía otra entrevista, en la tele, con algunos de los fans que
durante el Zinemaldia esperan horas y horas a la caza del autógrafo
de alguna actriz o actor famosos y me preguntaba intrigado si esas
personas entran también a ver las películas en las que salen esos
artistas. No lo sé, lo cierto es que desde hace algún tiempo muchos
de los quioscos callejeros de prensa de las grandes ciudades se han
reconvertido en tiendas de souvenirs.
Menos mal que para solucionar todo esto el Ministerio de Culturismo ha impulsado una campaña con la que ha llenado las marquesinas y vallas publicitarias de carteles con el lema “Hambre de cultura”. Yo es que es verlo y me entran unas ganas irrefrenables de leer a Dostoievski. Si de verdad se quisiera arrancar a la juventud de las garras de los analfabrutos a mí me parece que resultaría mucho más efectivo que en esos anuncios apareciera, qué se yo, un cuadro de Pieter Brueghel, el Viejo, o de Simónides, o un párrafo de alguna novela, por ejemplo, este de Solo quería bailar de Greta García: “En mi vida he tenío tres grandes aspiraciones: ser bailarina, matar a gente y tener un ano enorme donde metérmelo to”, con el que si a algún que otro joven no se le despierta la curiosidad y el hambre de lectura es que entonces ya está todo perdido.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 14/10/23
“Según
a quién preguntes te dirá que mi versión de Rust in peace
de Megadeth no es jazz”
Satxa
Soriazu versiona en The Megadeth project: Rust in peace, uno
de los discos referenciales del heavy-metal, al que le dio
miles de vueltas siendo adolescente. Una propuesta singular y
rompedora que, pone a cabecear a los más fieles devotos del
thrahs-metal y puede
defenderse a la vez en cualquier festival de jazz.
¿Megadeth
a ritmo de jazz? ¡Sacrilegio!, pensarán los más puristas, tanto de
un bando, el heavy metal,
como del otro, el jazz, un género este último que, sin embargo,
enarbola como esencia la libertad creativa y desde el que ya hemos
asistido a fusiones de todo tipo. Miles Davis versionó el concierto
de Aranjuez, por ejemplo, o ha habido aproximaciones a temas y
artistas más próximos al pop y al rock: Beatles, Michael Jackson,
Radiohead, Oasis… Pero resulta más complicado encontrarse con un
disco que haga transitar el thrash metal por
el territorio del jazz. El pianista hernaniarra establecido en
Sarriguren, Satxa Soriazu, se ha atrevido y además lo ha hecho con
un disco completo, un clásico del género, Rust in peace
(1990) de Megadeth, que le voló
la cabeza cuando tenía doce años y ha seguido girando dentro de
ella hasta hoy. Le acompañan en su aventura Alejandro Mingot a la
guitarra, Kike Arza, al contrabajo y Dani Lizarraga a la batería, en
un trabajo editado por Aztarna (donde Soriazu publicó hace diez años
su anterior trabajo, Zuri,
junto con Jorge Abadías) y grabado el pasado mayo en el estudio Ona
Etxea de Areatza.
¿De dónde surge
la idea de grabar este disco?
El disco original,
Rust in peace, es uno de mis discos de cabecera. Aunque ya
estoy muy desconectado del heavy metal, en mi adolescencia sí
escuché bastante este trabajo de Megadeth, que salió en el 90, me
pilló con doce años y me explotó la cabeza. De hecho, hoy es el
día en todavía lo sigo oyendo de vez en cuando, y no por nostalgia,
como quien oye, yo qué sé, Parchís, sino porque realmente es un
disco muy bueno. Por todo eso, desde hacía tiempo me andaba rondando
la idea de llevar Rust in peace a mi terreno, aunque lo iba
dejando, porque a la vez era un trabajo complicado, que exigía mucho
tiempo y esfuerzo. Pero hace cuatro años hice un máster de
interpretación y el trabajo de fin de curso consistía en un
proyecto que tenía dos partes, una de investigación, y otra un
proyecto musical personal. ¿Y qué había más personal para mí que
ese disco? Fue así cómo arreglé cinco de los nueve temas del
disco. Luego eso quedó aparcado porque el máster fue en la
pandemia, pero el año pasado me decidí a terminar los cuatro temas
que faltaban y a grabarlo todo.
¿Cómo se
concilian o se fusionan dos estilos tan aparentemente diferentes como
el jazz y el thrash-metal?
Bueno, según a
quien le preguntes te dirá que mi disco no es jazz… Pero el jazz
por definición es una música bastante abierta, ecléctica, de hecho
hay fusiones del jazz con todo tipo de música, flamenco, música
electrónica, música clásica… Lo que tiene este disco de
particular es que se trata thrash metal, la parte más dura
del heavy metal, aunque tampoco es Slayer, ni Anthrax o
Sepultura. Rust in peace es bastante melódico, en la parte
de la guitarra, hay mucho fraseo, aunque no lo parezca… es decir, y
esa era mi idea, se pueden coger riffs y frases, y usarlos
como ingredientes para hacer tus propios temas. Lo que yo hago es
llevar la esencia de esa guitarra a mi terreno. En el thrash-metal
se usa mucha semicorchea, mucha nota repetida en la misma cuerda y
eso aparentemente no es muy pianístico. Pero esas figuras yo las
simplifico y las llevo a un terreno más “tocable”.
¿Cuáles han
sido las principales dificultades con que se han encontrado? Por
ejemplo, su disco es instrumental, pero el original tiene una parte
vocal.
Para mí -es una
opinión muy personal-, aunque las letras tienen su importancia, su
carga melódica es lo menos interesante y la verdadera carga melódica
está en las guitarras. Yo me he basado en eso. En el caso de la voz,
las melodías eran mucho más simples, y en algunos casos lo que he
hecho ha sido inventarme una melodía, lo que en jazz se llama un
contrafact, que es coger una estructura que ya existe e
inventarte, por tu cara bonita, una melodía por encima. En otros
caso, en otras melodías vocales más planas, casi recitadas, las he
sustituido por juegos de ecos entre guitarra y piano, por darle un
interés instrumental, igual eso ha sido lo más complicado.
¿Cómo se da
otro aire a un disco que se ha oído cientos de veces?
En el disco hay
mucha libertad, hay mucho mío, pero me ha salido más literal de lo
que yo pensaba originalmente, porque es un disco que tengo muy
interiorizado. Mi idea original del máster era coger de cada tema
una parte, un riff, y desarrollarlo, pero es un disco que
llevo treinta años escuchando, un disco, además, complejo, casi de
rock progresivo, con muchas partes en cada tema. Al final,
estructuralmente lo he respetado, es decir, digamos que cada parte
está donde tiene que estar, aunque luego en cada una de ellas me he
tomado esas libertades.
La aportación de
los músicos que le acompañan supongo que también ha sido
importante…
Por supuesto. Dani,
cuando le comenté que para el máster iba a hacer este disco, me
dijo que le flipaba Rust in peace. Y al final, claro, la
implicación personal de alguien que vive como tú este disco es
importante. Y lo mismo la de Kike y Alejandro, que son
superprofesionales, y que se implican también al cien por cien. Y
además con unos musicazos como ellos tienes la ventaja de que aparte
de tocar lo que tú les dices, cuando los dejas sueltos, uf, sube el
pan. Su aportación es vital, evidentemente.
¿A quién puede
gustar esta disco o los conciertos que ofrezcan? Lo pregunto también
porque con clásicos como Rust in peace a la gente más
purista le puede parecer un sacrilegio.
Al final este un
disco de una estética jazzística, pero también es cañero −salvo
una balada, aunque también tiene su lado oscuro−
y a cualquiera que le guste el heavy le puede gustar. De
hecho, hicimos un concierto en Gasteiz, en el Dazz, y como allí los
graban, al fondo de la sala había una pareja de amigos y a ella se
la ve entusiasmada, cabeceando, como si fuera un concierto de thrash
metal.
¿Cuál es el
recorrido que puede tener ahora el trabajo?
Estoy llamando a
todas las puertas que puedo, el 30 de noviembre, tenemos un concierto
en Bilbao, en La Bilbaina Jazz Club. Los festivales de jazz ya han
recibido la información, pero, claro, es difícil, son festivales
que reciben un montón de propuestas…
Pero tampoco
recibirán muchas como esta… ¿Tiene constancia de algún disco
parecido?
No, no tengo
constancia. La otra parte de mi trabajo del máster, la de
investigación, era precisamente un trabajo comparativo sobre
diferentes formas de llevar el pop o o el rock al jazz, cuánta
fidelidad había al original, etc. Una parte de ese trabajo fue
buscar que se había hecho, y, sí, hay muchas versiones de los
Beatles, de Michael Jackson, de Pink Floyd, Abba… Pero algo tan
complejo como esto… Bueno, en el jazz hay muchas ramificaciones y
también hay un jazz que es complejo, pero la esencia del jazz son
canciones con una estructura más o menos sencilla sobre la que los
solistas interpreten libremente. En un caso como el de Rust in
peace, de Megadeth, da mucha pereza, porque es un disco complejo
y hay que ponerse a sacar las diferentes partes de cada tema, ver
cómo se liga una con otra… No, no, yo no he encontrado nada
parecido. Hay algunas versiones de Iron Man de Black Sabbath,
que son una genialidad, ojo, pero Iron Man, aunque es un
temazo, estructuralmente es muy simple.
¿Tiene algún
otro proyecto entre manos?
Ahora mismo no, no
tengo muchas ganas, se me ocurren cosas, pero en este trabajo he
tenido muchos conflictos internos sobre hasta qué punto estaba
respetando el original, le he dado muchas vueltas a todas las
variables que se me ocurrían, que eran muchas…Ha sido un trabajo
arduo y he sudado lo mío, la verdad, pero creo que ha merecido la
pena.
Ahora frecuento menos los bares y no sé si el imán sigue
funcionando, pero hace unos años yo tenía la cuestionable capacidad
de atraer a los tipos más extraños, a los más locos y alucinados,
que solían ser además igualmente los más pelmas (una vez, por
ejemplo, tuve que aguantar durante horas a un tipo con una enorme
mochila a la espalda que pretendía convencerme de que llevaba dentro
de ella a su abuela disecada). Hasta hace poco pensaba que eso tenía
que ver con mi debilidad de carácter, con la falta de coraje para
quitármelos de encima sin que se molestaran o se sintieran
menospreciados, pero desde hace algún tiempo veo desde la ventana de
mi casa que en el banco que hay bajo ella viene con frecuencia a
sentarse gente rara. Así que quizás exista realmente ese imán de
frikis, algún tipo de fuerza electromagnética que los arrastra
hacia mí, o al menos hacia el lugar en que estoy. La ventaja ahora
es que, con un poco de disimulo, puedo observarlos sin que se den
cuenta, o sea, sin que me den la chapa.
En las últimas semanas aparece cada mediodía el medio-runner.
Lo he bautizado así porque, aunque algunos días se presenta vestido
de arriba abajo con ropa de correr, la mayoría lo hace solo de
cintura para arriba, con una camiseta Quechua, mientras de cintura
para abajo lleva puestos pantalones de pinzas y zapatos. Por eso y
porque durante la media hora que se queda en el banco se pimpla dos
latas de cerveza, al tiempo que enciende un cigarrillo con la chusta
del anterior o contempla cachazudamente a la gente que pasa.
Es un hombre de unos sesenta y cinco años. Mientras lo espío me
hago pajas (mentales, quiero decir), me acuerdo por ejemplo de El
adversario, de Emmanuel Carrère,
la crónica de un caso real cuyo protagonista se hacía pasar ante su
familia por un importante médico de la OMS cuando su ocupación
real, que desempeñaba paseando cada mañana por parques o
conduciendo sin rumbo por carreteras secundarias, consistía
precisamente en eso: hacer creer a su familia que era un importante
médico de la OMS, es decir, inventarse historias, jornadas
laborales, compañeros de trabajo, etc. Me pregunto si el
medio-runner también
tendrá una doble vida. Si es un prejubilado al que los médicos han
recomendado vida sana y que se despide cada mañana de sus hijos y su
mujer con un “Me voy a andar” más falso que un billete con la
cara del mono Txarli…
Me paso, pues, las mañanas
observándolo. Observando cómo observa a los demás. Tal vez, a su
vez, haya alguien que desde otra ventana observa cómo observo al
medio-runner, y así
en bucle. No lo sé, todo es un misterio. A veces, siento el impulso
de bajar a la calle y dejar que el imán funcione, que el hombre se
acerque a mí y me cuente su vida. Pero luego me acuerdo de que el
protagonista de El adversario
asesinó a sus padres, sus hijos y su mujer cuando descubrieron la
farsa y se me quitan las ganas.