Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 17/04/21
Uno de los dos momentos más extraños de mi vida fue el día
que estuve a punto de convertirme en espía del CESID. Todo empezó con un
anuncio del periódico. Sucedió poco después del año 2000, esa fecha en la que
—imaginábamos de pequeños— comeríamos ajoarriero en cápsulas e iríamos al
trabajo en naves voladoras. Por entonces yo estaba en paro y embarazado y era
una excepción —por lo primero, en cuanto a lo segundo técnicamente la que
estaba embarazada era mi novia—. Me refiero a que en aquella época prodigiosa
todo el mundo pagaba dos hipotecas, se compraba monovolúmenes, salía de pintxos
entresemana y vivía, en definitiva, “por encima de sus posibilidades”. Todo el
mundo menos yo, que vivía adelantado a los tiempos, era un precursor, un
profeta de la crisis, y buscaba trabajo pateándome todas las oficinas de
empresas temporales de empleo y otras agencias de esclavos o husmeando en los
anuncios de los periódicos.
“Se buscan licenciados en Humanidades para un estudio
social”, leí en una de aquellas batidas. Era perfecto para mí. Yo era un bicho
raro, una anomalía social, había nacido para tumbarme bajo el microscopio de un
sociólogo. Efectivamente, no tardaron en llamarme. Me citaron en un edificio
lleno de oficinas en sus bajos y una piscina en la azotea, y salió a recibirme
un tío guay, de esos que te aprietan la mano con fuerza y sonríen raro, como si
en lugar de una sonrisa tuvieran una cicatriz.
“Estamos llevando a
cabo un macroestudio sobre movimientos sociales”, dijo. Y a continuación añadió
que buscaban personas que pudieran recabar información sobre oenegés, radios
libres, grupos antimilitaristas, ecologistas, independentistas, proetarras, ahí
fue cuando yo, que siempre he sido muy sagaz, comencé a sospechar algo. El tipo
creo que se dio cuenta. Y entonces fue cuando sucedió: él deslizó un billete de
cincuenta euros por la mesa y dijo “Cógelo”. Yo sentí que el mapa de
Groenlandia se dibujaba en mi espalda. “No, no”, rechacé el dinero, mientras
veía como al tipo se le saltaban los puntos de la cicatriz en la boca, incapaz
de comprender como yo, un embarazado, un anormal social, un muerto de hambre,
podía declinar una oferta semejante. No, yo debía coger la pasta, estrechar
fuerte su mano y, ahora que también era un guay, subir con él a la piscina de la azotea a que
me explicara los detalles de mi nuevo trabajo y me diera un periódico con
agujeros para los ojos. Pero en lugar de eso, me puse en pie y salí de allí
como alma que lleva el diablo.
“Ya te llamaremos, cuando te lo pienses mejor”, lo oí
todavía decir, al abandonar la siniestra oficina.
Y, de hecho, mi teléfono estuvo sonando durante varios y
angustiosos días. Después, supongo que encontraron a otro con menos escrúpulos.
Fue, ciertamente, una escena tan chusca que me costaba encontrarle sentido. Con
el tiempo fui comprendiendo que entre los procedimientos de la TIA de Mortadelo
y Filemón y los del CESID tampoco había
tantas diferencias (la diferencia principal es que personajes como Villarejo no
tienen ninguna gracia).
Nunca he dejado de preguntarme quién era realmente aquel
tipo, qué habría pasado si yo hubiera aceptado aquel billete, si acaso ahora
tendría 53 propiedades a mi nombre —me imagino que no, que yo habría sido un
espía desastroso—.
Fue, como digo, uno de los dos momentos más extraños de mi vida. El otro fue la noche que me convertí en Leonardo Dantés. Pero eso ya lo contaré otro día.
“El cine ha sido siempre un maravilloso instrumento de subversión”
En Rebeldes y peligrosas de cine la escritora y especialista en cine y género María Castejón Leorza ofrece una guía sobre las mujeres que en el cine se han alejado de las normas, han dinamitado el mandato de género y han encarnado nuevos referentes. Un ensayo escrito en un tono desenfadado —un ensayo macarra, lo ha llamado ella—.
“Vaqueras, guerreras,
vengadoras, femme fatales y madres”, lleva por subtítulo el ensayo, publicado
por Lengua de trapo. Todas ellas, y más —piratas, pistoleras, aventureras,
cazafantasmas…— desfilan por las páginas
de este libro, una didáctica, amena y exhaustiva guía de películas y actrices
que se han alejado de los roles que habitualmente el cine ha deparado a las
mujeres, reducidas casi siempre a personajes secundarios o convertidas en
comparsas del héroe masculino. Rebeldes y
peligrosas de cine se estructura en capítulos dedicados a diferentes
géneros (películas del oeste, de acción… o “Amas de casa hartas y madres
sobrepasadas”, así se titula el último de ellos), cuenta con prólogo de Jon
Sistiaga (“Esa ha sido la parte más fácil”, destaca la autora la disponibilidad
del periodista) y por él desfilan películas como Alien, Jhonny Guitar, Instinto básico… en un recorrido que reivindica
el séptimo arte como instrumento de denuncia, pero también su poder para
construir imaginarios y para hacernos soñar y disfrutar.
En la introducción del libro comenta que
rebeldes y peligrosas en el cine son aquellas que se alejan de las normas y rompen
el mandato de género, pero que eso tiene un precio…
El cine ha sido
siempre un vehículo maravilloso de subversión, y de eso va este libro, pero
también un eficaz instrumento para un sistema como el patriarcado, que necesita
de un orden simbólico para perpetuarse. Si te están constantemente repitiendo o
mostrando en las películas que las mujeres son personajes secundarios o que
solamente son malas o tías buenas, que solo viven hasta los 25 años, estás
naturalizando algo que no es para nada natural. Muchas de las mujeres que se
han salido de esa norma efectivamente pagaron un precio, me refiero por ejemplo
a las femme fatales de la década de
los cuarenta, que eran malvadas, fumaban,
eran mujeres muy sexualizadas, ambiciosas, tenían siempre un hombre al
que casi hipnotizaban y convertían en un pelele; mujeres, en fin, a las que había
que castigar. Luego, afortunadamente, llegan películas como Instinto básico y le dan un poco la
vuelta a todo esto. El libro, de todos modos, se fija más en la que se resistieron a pagar
ese precio o cambiaron la situación.
El libro se estructura con un recorrido
por la historia del cine, con capítulos dedicados a diferentes géneros (acción,
pelis del oeste, etc.) pero a la vez tiene un tono desenfadado, macarra
incluso. ¿Ha intentado con ello huir de lo académico?
La verdad llevaba mucho tiempo intentando escribir de otra manera, quienes venimos de tesis doctorales o hemos escrito artículos para la academia, sabemos que ese es un registro muy exigente, y a mí me estaba ya pesando. Hay un antes y un después bastante claro en mi manera de escribir, que es un texto que escribí para un libro titulado SCI-FEM. Variaciones feministas sobre teleseries de ciencia ficción, que publicó Txalaparta hace un par de años y en el que escribí un artículo sobre V, aquella serie de nuestra infancia, en el que ya conseguí escribir divirtiéndome, y en el que recuperé el estilo de bloguera que ya usaba hace años en Las princesas también friegan. Lo que quería era que, ya que no tengo tiempo para escribir o que lo saco de mis ratos de ocio, de mis vacaciones, al menos me resultara divertido; y este es un libro con el que, aunque me ha costado, me lo he pasado muy bien, creo que se nota y que quien lo lea se va a encontrar con un libro que es un ensayo, pero con ese registro mucho más libre, más suelto…
En Rebeldes
y peligrosas de cine se citan un montón de películas, sería imposible hablar
aquí de todas ellas, pero, por citar, por ejemplo, el primer capítulo ¿cuál es
el papel que solían representar las mujeres en las películas del oeste y que
ejemplos tenemos de mujeres que escaparon a él?
Cuando oímos el
término western, lo que nos viene a la cabeza es Clint Eastwood con el poncho, esa
figura del héroe solitario, películas protagonizadas por hombres, en las que el
papel de las mujeres se reducía a que se quedaban en casa esperando o
cocinando, o eran las que estaban en el bar y eran putas, y ese es el modelo
predominante. El capítulo del libro dedicado a este género es quizás un tanto
excepcional, porque las pelis protagonizadas por hombres son abrumadoramente
mayoritarias, pero buceando un poco se pueden encontrar figuras como la de Anne
Oakley, que existió realmente, una tiradora excepcional, que formó parte del
espectáculo de Buffalo Bill; o hay dos westerns canónicos y muy clásicos, uno
más conocido que el otro, como son —el más conocido— Jhonny Guitar,
una barbaridad de película, protagonizada por la siempre excesiva Joan Crawford,
en el papel de Vienna, una película además de gran poderío visual. Para mí era
muy importante seleccionar ese tipo de personajes y películas, que proporcionaran
poderío y también un punto de divertimento y goce; es el caso de Cuarenta pistolas el otro western que
menciono, el menos conocido de los dos, que creo que no se llegó a estrenar en
salas pero que fue editado hace unos años en DVD, y en el que el personaje de Jessica Drummond,
interpretado por Barbara Stanwyck capitanea una banda de hombres y a la que
vemos, en la escena inicial, cabalgar al
frente de ellos, una gozada; luego ya nos metemos en otro tipo de westerns, como
Cat Ballou, interpretado por Jane
Fonda, o Raquel Welch en Hannie Caulder,
una película muy desconocida, pero que es una de las que inspira películas como
Kill Bill de Tarantino ni más ni
menos, u otras más actuales como Cuatro
mujeres y un destino, o Rápida y
mortal, que no vale mucho cinematográficamente pero que tiene ese aliciente
de ver a Sharon Stone en el oeste, y terminamos con Meek’s Cutoff, el primer western dirigido por una mujer, Kelly
Reichardt; un viaje por el oeste, en fin, bastante ecléctico.
Alien,
La isla de las cabezas cortadas, las pelis
de Tarantino, la lista es larga, pero hay un título muy elocuente respecto al
tema del cine —en este caso el cine de acción— y el género, entre otras cosas
por las reacciones que despertó el estreno de la película. Me refiero a la
tercera entrega de Cazafantasmas…
Es interesante esa reacción, que también sucedió con Mad Max. Fury Road: cuando las mujeres asumen roles de acción entran en un mundo en el que no es habitual su presencia, y eso hace saltar las alarmas, más en estos dos casos concretos que son remakes de pelis clásicas. Esas reacciones tan furibundas vienen a decir algo así como: mientras las mujeres interpretéis melodramas, u os quedéis en vuestros grupúsculos viendo pelis de mujeres que sufren, vale, pero la acción no, eso es cosa de hombres. Con Mad Max incluso hubo una llamada patética al boicot; y con Cazafantasmas, cuando pusieron el tráiler en youtube fue el que más comentarios de odio recibió de la historia. Claro, en Cazafantasmas nos encontramos con mujeres de más de cuarenta años, gordas lesbianas, negras… ¿Dónde vamos a parar? Pero es una película que crea referentes, porque las niñas que van al cine a verlas se encuentran con mujeres científicas, que les pasan cosas divertidas, interesantes…
Para acabar, en la solapa de su libro
usted menciona que creció en un pueblo sin cine, a pesar de lo cual es evidente
que a lo largo de su vida ha visto muchas pelis y series. ¿Cómo llega usted al cine, como es su
relación vital con él?
Yo cuando era
más txiki en Lizarra, donde efectivamente no había cine, lo que hacía era leer,
leer mucho, siempre me han encantado las historias que te lleven a otros
lugares, a vivir otras situaciones. Pero el cine también estaba, de todos
modos, muy presente, recuerdo, por ejemplo, que en casa compraron aquel aparato
reproductor de video VHS (la primera peli que vimos fue Loca academia de policía), o que mi madre siempre me ha dejado ver
películas que quizás otras niñas no veían. Siempre he tenido mucho acceso a la
cultura por parte de mi familia, y al final me pudo esa pasión por el cine a la
hora de elegir un tema para dedicarme académicamente a él. Y la verdad es que,
sí, veo muchas películas, muchas series,
y más en estos momentos tan mierdosos que vivimos, y me sirven para evadirme,
tranquilizarme, aparte de que el cine es un gran instrumento de transformación.
CINCO PELÍCULAS
No es la primera
vez que María Castejón escribe sobre género y cine, anteriormente publicó
títulos como Fotogramas de género o Más fotogramas de género. Colabora,
además, en Pikara magazine o en eldiario.es y ha programado ciclos de cine como
Heroínas de cine, circunstancia que
aprovechamos para pedirle que seleccione cinco películas. Antes, eso sí nos
señala, que todas las que se mencionan en el mismo están en un canal dedicado a
Rebeldes y peligrosas de cine en
Filmin. Esta es la selección de María Castejón: Función de noche, de Josefina Molina, aunque, advierte, “es
intensita”; Tres anuncios en las afueras,
que trata el tema de la violencia de género; Miss agente especial, con Sandra Bullock, “por recomendar también
algo divertido”; No soy un ángel,
protagonizada por Mae West, “una pasada por la modernidad que tenían las
mujeres en los años 30”; y para acabar Instinto
Básico, de Paul Verhoeven o Kill Bill,
de Tarantino.
Publicado en Rubio de bote, colaboración semanal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 03/04/21
Ja, ja, este tío es la monda. Estaba el otro día
oyendo en la radio al cómico Ignatius Farray pinchar unas canciones y va y pone
una de su grupo Pétroleo, uno de los conjuntos más punkis que he escuchado
últimamente. Pero a continuación aclara que en realidad Petróleo ahora se ha
convertido en Plástico, y que este es un grupo tributo de Petróleo, aunque
casualmente los músicos son los mismos. No sé si me explico. Es decir, un grupo
tributo formado por los componentes del mismo grupo al que tributan, tocando
sus mismas canciones. Genial. Además, probablemente, en esta sociedad del
simulacro en la que vivimos, les vaya mejor. El espectador, después de todo,
prefiere a menudo la copia que el original, el karaoke al artista. No hay más
que ver Operación Triunfo. Yo tampoco voy a hablar mucho porque la vida del
escritor es también un simulacro. Todo lo que le sucede, las personas que
conoce, lo que estas le cuentan, lo convierte en materia literaria. Si al
escritor, por ejemplo, le acuchillan por la calle se frota las manos llenas de
sangre pensando en el cuento tan estupendo que escribirá sobre eso. Su vida
verdadera es la literaria, la otra es solo una especie de ensayo o borrador.
Volviendo a Ignatius, después de escucharlo en
la radio leí su libro Vive como un
mendigo, baila como un rey, en el que narra sus inicios en el mundo de la
comedia, dejando al descubierto todas sus inseguridades, ansiedades o contando
que una vez se le salió un huevo delante de una cámara y otra se metió una raya
de cocaína en directo y eso se convirtió, para su pesar, en su vídeo con más
visualizaciones, da igual que el tiro fuera de fogueo, con cocaína de pega (es
decir, otra vez la sociedad del simulacro).
Al inicio de dicho libro Ignatius cita a
Murakami. “El destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás”. Lo
cual me hace recordar el libro que leí justo antes que el de Farray, Un armario lleno de sombra, las memorias
del poeta leonés Antonio Gamoneda, en las que este indaga cómo se formó su
conciencia poética escarbando con afán arqueológico entre recuerdos de su niñez
llenos de tierra y huesos sepultados y dentaduras de muertos en los que siempre
encuentra un destello de oro —y esto es algo más que una metáfora—.
Si Ignatius soñaba con convertirse en cómico y Gamoneda en poeta, yo de niño imaginaba que era el sustituto de Corbalán, el base del Real Madrid. Y para ir forjando mi destino, colocaba una percha de manera horizontal sujeta con la puertecita que había en la parte superior de mi armario, percha que simulaba ser una canasta —no sé si me explico— del mismo modo que una pelota de tenis era el balón o el escueto espacio que quedaba entre la cama de mi hermano y la mía la cancha. Con el tiempo llegué a ser, en la vida real, un buen jugador de baloncesto (de vez en cuando exhibo en la redes sociales, puesto que nadie me cree, recortes de periódico en los que se me ve en alguna foto de la selección juvenil navarra), nada comparado con los partidos que jugué en mi habitación, en los que me convertí en el mejor baloncestista de todos los tiempos y en los que a la vez que jugaba era también el público, quien retransmitía los partidos o quien al acabar los mismos me autoeentrevistaba.
La pregunta que me hago ahora es si aquello fue también un simulacro, si no soy un grupo tributo de mis propios recuerdos, o si no fueron acaso reales, para mí, aquellos partidos en mi cuarto. No lo sé. Lo que sí sé es que nunca llegué a ser Corbalán, pero ahora me gano la vida, entre otras cosas, imaginando historias. Y esa es la realidad. No sé si me explico.
Una madeja de miradas se enreda en esta fotografía. Observen, por ejemplo, a la chica del centro de la foto, la más alta de todos, con el pelo cardado. Sus ojos están clavados en uno de los dos guitarristas que nos dan la espalda a la derecha de la imagen (Alfredo Piedrafita y Boni, de Barricada). Su mirada, y su postura, apoyada de costado en la barra, despiden una mezcla de seguridad y naturalidad, como si estuviera acostumbrada a ver a los músicos a esa distancia (el ¡Hola! del Rock Radikal Vasco nos apunta que la chica quizás sea la pareja de una de sus artistas más reconocidos); la media sonrisa de la chica, de hecho, parece indicar también algún tipo de atracción por alguno de los guitarristas, no necesariamente una atracción sexual, sino por la propia figura del músico sobre un escenario, o más bien por la propia música, por el propio rocanrol.
Observen ahora al
chaval que hay apenas un paso por detrás de la chica. Es una de las dos únicas
personas que no mira a los músicos, él mira a la chica que mira a los músicos,
lo hace con una mezcla de timidez y embobamiento, le gusta y a la vez la
considera inalcanzable, pero ha encontrado la manera de llegar a ella, de
mirarla sin que ella se de cuenta. Gracias al rocanrol puede robarle una mirada.
Tal vez al chico que mira a la chica que mira a los músicos le gustaría ser uno
de los músicos para que ella lo mirara a él de esa manera (o tal vez al chico
que mira a la chica que mira a los músicos también tiene un grupo, también es
músico, y en sus conciertos hay chicas que le miran a él arrobadas —el chico es
guapete— y chicos que miran a las chica que le miran a él, en un bucle infinito
y misterioso, como la vida misma)
Pero aún hay más. Para completar este enrevesado cruce de miradas y de venas del corazón, en la parte izquierda de la fotografía, justo encima del platillo del batería (uno de los aciertos de esta fotografía es que nos ofrece la perspectiva del baterista y nos hace así sentir parte de la banda) otra chica sentada observa a uno de los guitarristas con un gesto tenso y aburrido, que tiene algo de doméstico. El ¡Hola! del Rock Radikal Vasco afirma en este caso sin atisbo de duda que ella sí es la pareja de uno de los músicos. Seguramente ha escuchado decenas de veces ya la canción que Barricada está interpretando (tal vez No hay tregua, tal vez Aún queda un sitio, tal vez Juegos ocultos –¡Tus ojos buscando la complicidad!—) y a pesar de todo, teme que algo salga mal, que algún punteo desafine, o que el guitarrista golpee con el mástil de la guitarra algún micrófono, algún bafle…
Seguramente comparte con el guitarrista ya su pasión por el ruido, sus sueños, un proyecto de vida en común…
La otra persona
que no mira a los músicos es una jovencísima Marisa, la eterna camarera del bar
Garazi. Ella encara la cámara con desparpajo, tal vez porque al otro lado de la
misma quien retrata la escena es su primo Peio, con tino (con el tino y la
profesionalidad suficientes para invisibilizarse, a pesar de estar junto al
baterista, y que nadie, salvo su prima, se fije en él).
La fotografía de Peio H. recoge un momento de la presentación de No hay tregua en 1986 en el legendario bar de la calle Calderería de Iruña. No hay tregua es el tercer disco de Barricada, y para entonces los de la Txantrea ya no eran unos descamisados, a pesar de la pose a pecho descubierto —a espalda para nosotros—de El Drogas. Nos lo hace ver el resto de protagonistas de la imagen, los chavales que se agolpan en las primeras filas, con su indumentaria ochentera (las John Smith, los jerseys de lana…), o al fondo, subidos a algún banco, la devoción con que observan al grupo, sin moverse, ni parpadear, como si quisieran aprehender cada gesto, cada acorde… Observan a los músicos como a auténticos ídolos. Como a maestros. Hay incluso algo extraño, religioso, en su gestualidad corporal, una especie de retraimiento, de temor, de inmovilismo, no hay nadie que se deje arrastrar por la música, nadie que cierre los ojos, siga el ritmo con los pies o la cabeza… Como si Barricada, en realidad, no estuviera tocando en ese momento (algo que desmiente la ligera genuflexión de El Drogas o el leve balanceo de las melenas del Boni o Alfredo). Como si todos posaran para la posteridad en esta fotografía, o fuera en realidad a nosotros a quienes miraran, desde una enigmática máquina del tiempo.