MIS PRIVILEGIOS
Publicado en Rubio de bote (magazine ON, diarios grupo Noticias) 02/06/2018
Sí, es verdad: tengo privilegios por saber euskara. Me sentí privilegiado cuando me enamoré en euskara de mi mujer. O cada vez que puedo leer en esa lengua a Iban Zaldua o Karmele Jaio. Cuando escucho a Mikel Laboa o a Berri Txarrak. Cada vez que puedo atender en euskara a los usuarios vascohablantes de la biblioteca en la que trabajo. Siento que es un privilegio cada día que oigo a mis hijos hablar en la lengua que perdieron mis abuelos. Me siento privilegiado sabiendo que sé euskara –con todas mis carencias— gracias a todos los esfuerzos que he tenido que hacer y a todas las dificultades que he tenido que superar.
Supe —es muy triste— que donde yo vivía se hablaba otra lengua que también era la mía demasiado tarde, cuando tenía diez o doce años, a pesar de mis apellidos (una casualidad del destino) o del nombre de la casa de mi madre: Casa Oberena. Todavía tardaría varios años más en pisar por primera vez un euskaltegi y la primera estuvo a punto también de ser la última, pues me tocó hacer un antzerki, un teatrillo, y jugar al balón con un señor con barba. Aguanté, a pesar de todo, un par de años, hasta que me salió un trabajo a turnos en una fábrica, un trabajo agotador que me quitaba hasta el habla. Después, cuando me despidieron, me tomé la revancha y me fui a un barnetegi, un internado, durante nueve meses. Como un embarazo. Allí conocí a mi mujer y me enamoré de ella. Durante nuestros primeros meses juntos solo hablamos en euskara. Después, un día, de repente, el corazón eligió otra lengua para nosotros, el castellano, nuestra lengua materna, y no pudimos hacer nada en contra. No tengo, sería absurdo, nada en contra del castellano (al contrario, soy licenciado en Filología Hispánica, he escrito más de treinta libros en esa lengua, es la materia prima de mi trabajo, a la que amo, con la que disfruto y me sorprendo a mí mismo cada día; es la lengua que hablo habitualmente). No creo tampoco que ningún euskaldun tenga nada en contra del castellano, porque sabe y no tiene que explicar a nadie que es también su lengua, una de sus lenguas.
Cuando nacieron mis hijos quisimos matricularlos en una escuela infantil en euskara. No fue posible, porque en Pamplona solo había dos, entre más de una quincena, a pesar de que la demanda era mucho mayor. Tuve que manifestarme y pagarme el autobús para ir a las manifestaciones para que en el colegio público de mi hijo abrieran una línea en ese modelo (a la que finalmente se apuntaron el doble de niños que en los demás). He tenido que escuchar, hace solo unos días, en una cafetería, que los padres que decidimos educar a nuestros hijos en euskara los adoctrinamos, hablándoles en esa lengua desde que comenzamos a darles el biberón…
Siento por todo eso mucha tristeza cuando oigo, sin embargo, a algunos decir que “quieren imponernos el euskara”. Me parece injusto y falso. Dicen también que no tienen nada contra el euskara pero a muchos incluso les cuesta pronunciar su nombre y prefieren llamarlo vascuence; pero lo menosprecian y se mofan de él… Algunos de ellos incluso dicen que lo aman. Y es que hay amores que matan. El euskara es una lengua minorizada y, por tanto, amenazada. Una lengua que hay que fomentar y proteger e incluso discriminar positivamente, que es lo lógico y lo que recomiendan algunos de los organismos europeos a los que apelan quienes hoy convocan la manifestación contra la política lingüística del Gobierno de Navarra. Para ellos la mejor política lingüística es que no haya ninguna; o la de antes, cuando alguno de los directores generales de esa área incluso desconocía una de las dos lenguas de su comunidad. El euskara, en definitiva, no es una lengua que se habla para fastidiar a quien la ignora, sino para enamorarse, para desenamorarse, para protestar, para educarse y trabajar en ella, para cantar, leer, escribir… Para dar el biberón. Como cualquier otra lengua. Como cualquiera que no tiene, por el contrario, la obligación de justificarse una y otra vez por existir.