EL CENSO DEL MIEDO (Versión íntegra del cuento para VINALIA TRIPPERS)
Me gustaba aquel trabajo. Conducía por carreteras secundarias del Pirineo o del valle del Roncal mientras escuchaba música, comía pochas y trucha con jamón en ventas y posadas, a veces me paraba a ver alguna foz o una iglesia románica… Pero sobre todo me gustaba el momento en que llegaba a los pueblos (al menos hasta que aparecía algún vecino desconfiado, con una azada o una escopeta de caza entre las manos)… Me gustaban las calles vacías, el silencio, el aire puro de la montaña, los gatos — dueños y señores de las ruinas y los caserones— que salían a recibirme, curiosos a veces, otras desafiantes…
En Ezizena, sin embargo, desde el primer momento en que bajé del coche tuve ganas de irme. Al principio, fue solo un presentimiento, una posición defensiva ante un silencio distinto al de otras veces, compacto y doloroso, como una piedra golpeando mis oídos; o quizás fue la arquitectura de las casas, una serie de unifamiliares, todos idénticos, con sus huertas y sus perros también idénticos (Ezizena era un pueblo nuevo, de repoblación, una de aquellas islas que levantó el Instituto Nacional de Colonización en mitad de nuevos regadíos abastecidos por los pantanos y canales que mandara construir Franco)…
Después, de repente, escuché algunas risas, vi a varios niños, jugando en el patio del colegio y durante unos instantes aquel pequeño caos de un recreo infantil me tranquilizó. Pero solo fue un momento: cuando fijé la vista en alguno de los niños percibí también algo extraño, que todavía no llegaba a identificar.
—Haz cuanto antes tu trabajo y márchate de aquí— me dije.
De modo que me acerqué a uno de aquellos unifamiliares y llamé a la puerta. Siempre, cuando llegaba aquel momento, veía brillar los ojos como cuchillos detrás de las persianas, pero después, cuando conseguía que alguien me abriera, la noticia se transmitía, no sabía cómo, a través de conductos invisibles, y en el resto de casas me estaban esperando, a veces con un vaso de vino o un trozo de pan con txistorra. En Ezizena, para mi sorpresa, me abrieron a la primera. Una mujer alta y corpulenta, pelirroja, me recibió amable, aunque algo fríamente. En la casa de al lado lo hizo un hombre que, pensé, debía de ser su hermano gemelo, pues se apellidaba igual, también tenía el pelo rojo y la misma sonrisa correcta e inquietante.
Llamé a una tercera casa. Esta vez apareció un matrimonio, que parecía compuesto por los dos gemelos que me habían atendido anteriormente, como si ellos también pudieran pasar de una casa a otra a través de pasadizos subterráneos. Comencé a asustarme. Todos los que me abrían las puertas eran pelirrojos, se llamaban del mismo modo y me mostraban sus dientes como resplandecientes cubitos de hielo. Acabé, muerto de miedo, de recoger los datos de puerta en puerta y corrí hasta mi coche. Al pasar junto al patio del colegio, vi otra vez a los niños. Había varios de ellos junto a la verja, observándome, y fue entonces cuando descubrí qué era lo que me había llamado la atención antes: todos ellos tenían algún incipiente mechón rojo en sus cabellos.
Arranqué y me alejé de Ezizena, como alma que lleva el diablo.
Han pasado muchos años desde entonces, y nunca he vuelto por allí. Al principio busqué el nombre de aquel pueblo misterioso en los mapas, en los libros de geografía, en Google… Nunca hallé rastro de él. Después decidí que para mi salud mental lo mejor era olvidarme, que quizás lo había soñado, o que se trataba de uno de los territorios míticos, de los no-lugares que imaginaba para alguno de mis cuentos. Pero esta mañana, al ir a comprar el pan, me ha atendido, con una sonrisa glacial, una chica nueva, alta, corpulenta… y pelirroja. Y no he podido evitar recordar aquel día en Ezizena. He pensado, sin embargo, que se trataba de una casualidad, algo perfectamente normal. Hasta que en el pasillo del supermercado me he cruzado con un tipo con una cara, una sonrisa y un pelo idénticos a los de la dependienta de la panadería. Y después en la calle, cogidos del brazo, con un matrimonio de pelirrojos que parecían gemelos… Aterrorizado, he ido a recoger a mi hijo al colegio, y al llegar, detrás de la verja del patio, he visto a varios niños observándome. Un pequeño mechón rojo comenzaba a incendiar las cabezas de todos ellos.