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Tagged with "VIAJES Archivos - Página 2 de 3 - Patxi Irurzun"

VIAJES (IX): HOBBIT HOUSE (MANILA)

Sep 26, 2009   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

En el Hobbit House de Manila todos los camareros son enanos. Es algo extraño, sin otra justificación que el nombre del bar, o un gran cuadro con una imagen del libro de Tolkien tras el escenario. Nada más. Como si a todo ello le faltara algo, quizás los enanos disfrazados de elfos. Como si a todo ello le sobrara algo, algo que no encajara, quizás los dobles filipinos de Dylan o Jhon Lennon sobre ese escenario.
Los clientes del Hobitt House intentan aparentar una falsa naturalidad, al menos cuando los camareros saltan ante sus narices para servir en las mesas las cervezas y los chopitos. Después, en la intimidad, quizás llaman «el alto» o le ponen por nombre Demetrio Diez al encargado, un enano que en realidad anda entre el límite de enano y señor bajito. Unos hipócritas de mierda, los clientes del Hobbit House. A fin de cuentas están, estamos allá por puro morbo.
Algunos días entre esos clientes hay un hombre como una montaña, que multiplica su inmensidad al colocarse junto a los pequeños camareros. A menudo va acompañado de su hijo. El niño rondará los doce años y lleva todas las trazas de superar a su padre, de convertirse en un ochomil humano. Pide un plato, lo engulle, vuelve a pedir otro… Y habla al oído de los camareros, que tienen que colocarse de puntetas para tomar nota, o convertirse en pequeños sherpas cuando le sirven. Entretanto, desde la otra esquina su padre pide una jarra de cerveza, la vacía, vuelve a pedir otra… Y mira orgulloso a su hijo, satisfecho de sí mismo, de haber encontrado un lugar en el que su hijo no se sienta un monstruo, la diana en la que hacen blanco, sin esforzarse demasiado, todas las miradas. Un lugar en el que los monstruos son los demás. Aunque los demás intenten, intentemos disimular.

Viajes (VIII). Un hotel de mil estrellas. (Navotas, Manila)

Sep 20, 2009   //   by admin   //   Blog  //  2 Comments

El sitio más cutre en el que he dormido ha sido a su vez en el que mejor me han tratado. Fue en Navotas, el municipio más pobre de Manila, en una chabolita de pescadores levantada sobre una lengua de mar que mecía mareas de aguas fecales y desperdicios, tumbado sobre un frágil suelo de madera y acompañado de una legión de mosquitos, una rata enorme que perseguía a un gato sarnoso y un fotógrafo loco con insomnio obsesionado con fotografiar montañas de basura. En realidad yo tampoco llegué a dormir aquella noche. Por la tarde los vecinos de Navotas nos habían dado la bienvenida emborrachándonos con «sanmigueles» y aunque al volver a la casita de Arret -así se llamaba nuestro anfitrión- tenía la vejiga a reventar no conseguía echar ni gota ni gota. Sobre el agujero en mitad del pasillo que hacía las veces de urinario, Arret, que se dedicaba a criar y vender pajarracos, había apostado un águila, y cada vez que yo intentaba desahogarme me daba por pensar que aquel bicho confundiría «aquello» con una lombriz y se lanzaría en picado. Después volvía al cuarto y le pisaba el rabo a un perro con escorbuto, que despertaba con sus ladridos a una prole de niños que a continuación nos traía Arret para que les chupáramos la barriga porque, eso decía, les calmaba. Fue una pesadilla, y sin embargo, Arret nos había cedido su mejor habitación, y por la mañana nos preparó café y un pastel que se llamaba puto y después nos paseó por los callejones de Navotas con el mismo orgullo con que mostraría su canario más canoro. Todo a cambio de nada, porque Arret no aceptó que le pagáramos un céntimo. La chabola de Arret no aparece en guías de alojamientos y sin embargo, a pesar de todo, es un hotel de mil estrellas, tantas como se ven brillar en el cielo a través de los agujeros en su tejado de hojalata.

VIAJES (IV): Port Moresby (Papúa Nueva Guinea)

Jul 28, 2009   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment


En el viaje-odisea que cuento en Atrapados en el paraíso (con su Penélope y todo, esperando en Pamplona) la segunda parte del libro corresponde a Papúa Nueva Guinea, donde estuvimos un mes, la mayor parte de tiempo en el río Sepik, una auténtica autopista de agua (a falta de otros medios y vías de comunicación). La puerta de entrada a este país alucinante, sin embargo, es su capital, Port Moresby, desde la que escribí esta postal. La foto de arriba es de Eric Lafforgue, y si uno se fija bien, lo que esos hombres en apariencia tan primitivos llevan en la nariz es un CD, algo que explica muy bien el texto que sigue a continuación:

POSTALES DEL MUNDO: PORT MORESBY

Port Moresby, la capital de Papúa Nueva Guinea, y en realidad toda esta gran isla situada al norte de Australia, es un lugar sin ninguna posibilidad de desarrollo, desahuciado por completo para el capitalismo. Dicho de otro modo: Papúa Nueva Guinea es uno de los pocos países del mundo en el que no hay McDonalds. Tal vez porque los ejecutivos de McDonalds creen que la dieta carnívora de los papús ya está completamente satisfecha con los corazones humanos que, tras arrancar con manos de carteristas de almas, allá acostumbran a devorar crudos.

Lo cierto es que cuando uno aterriza en Port Moresby todas las leyendas sobre antropofagia que se asocian con Papúa toman visos de realidad. Las vallas publicitarias que nos reciben en el aeropuerto muestran el rostro en primer plano de un hombre cuyo gesto feroz descascarilla sus pinturas de guerra. “La última frontera”, podemos leer bajo la foto, mientras imaginamos al guerrero únicamente ataviado con una funda peniana. Pero sobre todo, cuando el viajero recorre por primera vez las calles de la ciudad y descubre adheridos a las dentaduras de los hombres y mujeres que se cruzan con él unos sospechosos cuajarones rojos, no puede evitar sentir un calambre que recorre su columna vertebral, como si esta se convirtiera de repente en un pincho moruno. Las aceras de Port Moresby, además, están completamente cubiertas de escupitajos que semejan sangre. El terror se desvanece casi inmediatamente, cuando se descubre que en realidad estas manchas no son las pulpas de los corazones de los escasos turistas sino restos de “betelnut”, el popular estimulante local (una especie de nuez, que se amasa en la boca con raíces de mostaza y cal viva y después se escupe).

Por lo demás, no hay demasiado que ver en Port Moresby, entre otras cosas porque a partir de las cuatro de la tarde, las calles pertenecen a los “raskal”, bandas de delincuentes armados. La capital de Papúa Nueva Guinea es una ciudad pequeña —unos 200.000 habitantes— y dormilona, sin otros atractivos que la playa (una de esas playas que te revelan que siempre hay playas con el mar de un azul más hiriente y la arena de un blanco más nuclear que todas las que has visto hasta entonces) y algún mercado. Port Moresby es sólo punto de paso hacia otras zonas del país, como el mítico Río Sepik, uno de los ríos más caudalosos del mundo, una auténtica autopista de agua y a veces incluso un túnel del tiempo, pues a sus orillas viven tribus que sólo conocieron la rueda hace 30 años. Desde Port Moresby, en definitiva, sólo escriben postales filólogos y etnógrafos (en Papúa Nueva Guinea conviven —a veces— unas 700 etnias, con sus respectivas lenguas), naturalistas, entomólogos (allá, entre aves del paraíso, cocodrilos de nueve metros y casuarios, revolotean algunas de las mariposas más grandes del mundo)… Personas, en definitiva, acostumbradas al rigor y que sin embargo, cuando se trata de la remota Papúa Nueva Guinea, no pueden evitar el impulso romántico de pintarla más enigmática e indómita de lo que en realidad es, ese impulso que les lleva a no revelar que, en realidad, los terribles guerreros de las fotos antes de envainarse la funda en el pito se han despojado para la misma, a cambio de unas monedas, de unos vaqueros y una camiseta , o que en Papua Nueva Guinea no se comen hamburguesas pero tampoco corazones humanos.

MADRID 2016

Jul 17, 2009   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

Ahí van dos fotos (o algo así) que saqué en Madrid, por donde pasamos a toda prisa, dos tonterías que a mí que soy un simple me hacen gracia. Una es en un baño de un supermercado DIA, por La Latina, pinchen para ampliarla y fíjense en lo que alguien ha escrito con rotulador en un momento de inspiración . La otra en la Plaza Mayor: para entrar en esa tienda hace falta un GPS. Unos metros más adelante, en la calle Toledo, se me acabaron las pilas y no pude sacar un rótulo en el que se leía. Doner Kebab. Cómida típicamente española.

Por lo demás, no sé si a Madrid le darán las Olimpiadas en 2016, pero para las Paraolimpiadas la llevan clara, moverse en metro con una silleta es una odisea, así que no quiero ni imaginarme qué debe hacer alguien con una silla de ruedas (y que encima irá tan confiado y tan feliz si se le ocurre preguntar sobre barreras arquitectónicas en las oficinas de información turística).

VIAJES (III) ‘HACIENDEROS’ DEL MAR (MALOH, FILIPINAS)

Jun 30, 2009   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Foto tomada de la web de Marc Serena, www.lavueltadelos25.com

Desde Manila viajamos al la isla de Negros oriental, con la idea de hacer varios reportajes sobre niños buceadores, cortadores de caña de azúcar y una guerrilla comunista, pero por problemas de salud y otros, todo se torció y el reportaje, que se publicaría en Zazpika, y cuyo texto sería seleccionado entre los finalistas del concurso Historias de viatges (Premios Constatí, 2004), acabó siendo una crónica de la vida cotidiana en Maloh, un paradisiaco pueblito de pescadores. Aparentemente.

‘HACIENDEROS’ DEL MAR

10 o 12 tifones asolan Filipinas cada año. Ni siquiera entonces los pescadores, como éstos de la pequeña aldea de Maloh, en la isla de Negros, dejan de mirar al mar. Porque el mar es su hacienda, y deben cuidar de ella. Cuando hay temporal, sin embargo, lo único que pueden hacer es esperar. Y mientras esperan, los pescadores cantan en los karaokes, beben ron, continúan viviendo, en definitiva, de espaldas al mundo. Un mundo que igualmente ignora, cada vez más, valores como la solidaridad, todavía en alza en aquel remoto lugar del sudeste asiático.

Tifones y ron

-Nosotros somos «hacienderos»- dicen los jóvenes pescadores del pueblecito de Maloh, en la Isla de Negros Oriental (Filipinas), mientras esperan al borde de la carretera, botella de ron en ristre, algún vehículo que les lleve hasta una aldea próxima, donde se celebra una fiesta.
-Nuestra hacienda es el mar.
Y señalando un horizonte gris de olas alborotadas añaden entre risas:
-Pero hoy el mar está roto.
Es una tarde de agosto, estación de lluvias, y hay tifón. La noche anterior el viento resquebrajó un puente y la carretera que conduce hasta Dumaguete, la capital de la provincia, quedó cortada. Es la única manera de llegar hasta allí, pero a nadie parece preocuparle. Algo más al sur, dicen, la riada arrastró algunas casitas y han muerto cuatro personas. Y lo dicen de la misma manera que hablan del puente, con una alegre, dulcificada por el ron, resignación. La misma con que apenas unos días atrás la familia de un hombre al que un cáncer como un perro rabioso había arrancado los pulmones a mordiscos, retiró el karaoke y colocó en su lugar, a la puerta de la casa, el ataúd para velarlo sin lágrimas, jugando a cartas y bebiendo ron durante una semana. La muerte es insignificante cuando tu hacienda es dueña de tu vida- y no al revés-, cuando se mira al frente y sólo se ve una inmensa hoguera de cenizas líquidas, o un horizonte inabarcable del azul más intenso.

Un cangrejo en el culo

Cuando es eso último lo que sucede, cuando el mar está en calma y los pescadores salen a restañar con sus botes esa herida de luz resplandeciente, desde sus pequeñas embarcaciones Maloh se asemeja a una isla desierta, paradisiaca, pues lo que se distingue son sólo sus palmeras, sus playas de arenas níveas, perladas únicamente por pequeñas esquirlas de corales y conchas multicolor a las cuales, sin embargo, los lugareños no conceden valor. Para ellos es tan extraño recoger corales y conchas como para nosotros lo sería ver a alguien hurgando entre las montañeras de hojarasca otoñal. Quizás porque allí tan sólo acostumbran a remover la arena para enterrar la basura (con la cual, otras veces alumbran pequeñas hogueras que, de paso, marcan el camino de regreso a quienes salen a pescar por la noche); para eso o para desenterrar cangrejos que usarán bien como cebo, bien con unos dudosos y arriesgados fines terapéuticos, en el caso del «bacoco», un pequeño molusco que, aseguran, corta una fiebre que no es nada recomendable sufrir en aquellas latitudes, pues el «bacoco», para que haga efecto, debe de ser introducido vivo en el ano.
Un paraíso sin agua corriente

Para los habitantes de Maloh, en realidad, quizás lo que es extraño no es que un coral o una concha puedan convertirse en pequeñas joyas sino que un turista recale en su aldea y escarbe ávidamente con la mirada en la arena en busca de ellas. Por mucho que, vistas desde el interior, desde la carretera que recorre paralela la isla, las casitas de los pescadores, alineadas en playas de ensueño bajo frugales cocoteros, semejen pequeños bungalows.
A pesar de su apariencia paradisiaca Maloh dista mucho de ser destino turístico, pues carece de agua corriente y potable -e incluso embotellada, es preciso desplazarse a Siaton, la localidad más cercana, si no se desea ser doblegado por una espantosa diarrea tropical-, de línea telefónica -sorprendentemente también de cobertura, en un país en el que la telefonía móvil es dueña y señora- e incluso a veces de electricidad, al menos en la época de lluvias, cuando el suministro queda a merced de los tifones. El turismo, el «progreso», no ha contaminado, no ha globalizado en esta parte del mundo ciertos valores, o cierto modo de entender la vida (lo cual, por otra parte, es muy fácil de decir cuando son otros los que deben de ducharse en cuclillas, vertiendo agua con un cazo sobre el cuerpo).

Los ojos de los pescadores

Una vida que en Maloh transcurre lenta, tranquilamente, con la vista hundida entre las olas, buscando en sus profundidades abisales una señal, o, simplemente, mucho más sencillo, un pez de buen tamaño. Cuando se vive mirando al mar se le da la espalda a la tierra, y los días que no queda otro remedio que arrostrarla, los días de tifón, los pescadores simplemente dejan pasar las horas, esperando a que amaine el temporal: se sientan frente a los karaokes, y los únicos ecos que llegan de la sociedad de mercado son las canciones de grupos de moda que cantan de oído; beben un ron que nunca se les agria dentro; juegan al billar, al baloncesto…; o esperan al borde de la carretera a que pase algún vehículo que les lleve hasta el próximo pueblo, en el que hay una fiesta, que quizás se celebre o quizás no, porque quizás haya corriente o quizás no… Tampoco importa demasiado. Si el tifón corta el suministro eléctrico, incluso si lo hace en el momento álgido de la fiesta, volverán a esperar tranquilamente a que regrese; o si no a que se encienda otra vez el sol para salir al mar y convertir sus ojos en dos pequeños hombres-rana. Esos ojos de los pescadores que tienen un color mezcla de arena, salitre y cielo reflejado en el agua, un color indefinido, erosionado por el mar y el sol, e inquietante, que a veces cuando te miran te hacen sentir más como si fueras el pez, un atún, o un besugo, que esa señal de las profundidades abisales. Ojos capaces de transmitir la sencillez de sus existencias, de encanijarte y culpabilizarte por las ridículas preocupaciones que amargan las nuestras. Filipinas es un país en el que todavía se puede vivir, en cierta medida, sin la presión de problemas trascendentales como una raya en el coche. Un país en el que las mujeres todavía salen a la calle con el cabello húmedo y los hombres se ponen tiernos cuando cantan en los karaokes. Un país en el que los niños juegan en las calles y la llenan con sus risas.

Trabajo infantil

Hay, por cierto, más niños en el colegio de la pequeña aldea de Maloh que en varios de los de nuestras ciudades juntos. Se les puede ver a todos en formación cuando a las cinco de la tarde se escuchan desde el patio de la escuela el sonido de los tambores que precede a la izada de la bandera, al son del himno nacional (que es como de organillo, gitano y cabra, tal vez como deberían de ser todos, para quitarles solemnidad, para reducir la patria a una cancioncita entonada alegremente por un coro de inocentes). La mayoría de esos niños, una vez rotas filas y abandonada la escuela, hará lo que hacen o deberían hacer los niños de todo el mundo, jugar en las calles y llenarlas con sus risas. Son ya muy pocos los que salen de madrugada a pescar en los botes, y ello se debe sobre todo al trabajo de diferentes ONGs locales que luchan contra el trabajo infantil de una manera inteligente, aportando junto a soluciones de carácter más general, como la denuncia, la concienciación, otras más prácticas, como pagar los estudios de niños y jóvenes que de otra forma no podrían ir a la escuela porque en su casa hay que ducharse de cuclillas y salir a pescar todos los días si se quiere comer algo más que cocos. Un trabajo que además comienza a dar frutos, pues hoy muchos de estos jóvenes son maestros o trabajadores sociales en sus propias comunidades.

El viejo y el mar

El trabajo infantil, sin embargo, era hasta relativamente poco frecuente y muchos, los llamados «child-drivers» o niños buceadores salían a faenar por la noches en los «koud koud», pequeños balandros de carácter familiar, desde los cuales se sumergían en el mar para pescar a pulmón libre; otros lo hacían al amanecer en «Likom», barcos de mayor envergadura y más tripulación. Son estas dos las principales técnicas de pesca en la región, junto con los «sahid», barquitas de una sola plaza a los que se puede ver, regresando al amanecer, mientras el mar engulle un sol como una gran naranja ensangrentada. Y de vez en cuando, como hace unos días, justo antes de que el tifón comenzara a rugir, lo hacen con un pez enorme, cuya cola o espada asoma por los flancos del pequeño bote, en una imagen que evoca al Santiago de «El viejo y el mar». Se arremolinan entonces los niños alrededor del botín, palpan temerosos al animal, vuelven a reír, y ahuyentan con su risas el miedo, lo convierten en curiosidad, y después llegan otros pescadores, que felicitan al afortunado sin grandes alardes, con naturalidad, e incluso le ayudan a cargar el pez hasta una balanza próxima, en la que las mujeres calculan el precio que pagarán por él en el mercado en Siaton, un precio ridículo, una broma comparada con el resto de los días en que en las redes sólo caen pequeñas piezas y, muertas como ellas, las horas bajo un sol de justicia; y comienzan después a despojarlo de la piel, a limpiarle las tripas y puede que incluso decidan finalmente no llevarlo al mercado, sino trocearlo y repartirlo equitativamente entre las distintas familias.

Sokatira contra el océano

El concepto de solidaridad está muy arraigado entre los pescadores de Negros. Nunca hay discusiones tras replegar, en una especie de paciente sokatira contra el océano, las grandes redes amarradas desde la orilla. Cada cual parece saber cuál es la medida exacta que debe recoger, e incluso apartan algunos pececillos para los ancianos que ya no pueden tirar de la cuerda ni salir a faenar. Los niños aprenden desde pequeños. Si alguien alarga a alguno de ellos una propina para que compren golosinas, o una botella de Pop-Cola, el refresco nacional, repartirán la compra entre todos, e incluso guardarán una parte si algún compañero se retrasa, o no está presente. Es una inversión de futuro. En Maloh los niños saben que un día serán viejitos que no pueden pelear contra el océano, y que alguien deberá ocuparse de ellos, separarles pececitos de la red. En Maloh, los niños son también hacendados; o «hacienderos», como dicen en Filipinas. Pequeños «hacienderos» del mar que saben que deben compartirlo todo porque no tienen nada, sólo un océano inabarcable, a cuya merced viven y a cuya orilla esperarán tranquilamente a que amaine el temporal, o a que un día las canciones se terminen y alguien retire, a la puerta de su casa, el karaoke y beba ron, durante una semana, en su memoria.

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