EL MURAL DE TANIPERLA.
El sindicato CGT editó ese reportaje en una edición especial (y posteriormente yo viajé con ellos a La Culebra, municipio en el que se volvió a pintar el mural, tras ser destrudio por el ejército; fue un viaje increible, conocí a gente maravillosa, escribí un libro basándome en él, En el desierto de la soledad, que aguarda en un cajón su oportunidad).
Además, habilité una web sobre el mural, un número especial de Borraska, en el que se pueden encontrar traducciones del reportaje a varios idiomas (italiano, francés, euskera, catalán, gallego y portugués… si alguien se anima con otro) y colaboraciones literarias (Antonio Orihuela, Julián Sánchez, Eva Vaz, Sor Kampana…). También se puede descargar el texto en PDF.
Este es el enlace: http://www.ctv.es/USERS/patxiirurzun/once
Y esta la entradilla del reportaje:
VIAJES (XII): ALGUNOS HOMBRES BUENOS (LA HABANA)
Existe una sociedad secreta internacional de hombres y mujeres buenos con los cuales yo a veces he tenido el privilegio de entrar en contacto. La última en La Habana. Fue en las escaleras del Capitolio, mientras esperaba a que escampara una tormenta tropical. Me encontraba enredando en la cámara digital cuando un tipo con aspecto de cobrador de seguros se me acercó. «¿Es usted fotógrafo?» me interrogó. «No, no», contesté, algo borde, pues en aquel momento, precisamente, me encontraba mandando a la papelera todas las fotos en las que le había cortado la cabeza a alguien. «Soy periodista» respondí, lo cual todavía sonó peor, porque en realidad yo solo soy un juntaletras. Pero lo cierto es que me encontraba allá, en La Habana, realizando un trabajo periodístico sobre la ciudad, y así se lo hice saber. «¡Cooooño, colegas!», exclamó Leonardo. Así se llamaba: Leonardo Depestre, y era el editor de «Mar y Pesca». Me temí lo peor, una charla terrible sobre las costumbres sexuales de los camarones, pero resultó que el hombre había escrito decenas de artículos sobre La Habana que generosamente, una vez en la redacción, fue echando a un disket para que hiciera uso de ellos como me diera la gana. También me dijo lo que le pagaban por cada uno de esos artículos. Al día siguiente yo regresé con algunos cuadernos y bolígrafos, y también con un sobre en el que había metido el fajo de pesos que no había conseguido que me admitieran en tiendas y bares. En realidad era una forma de aligerar equipaje. El caso es que Leonardo no solo no aceptó aquel dinero sino que me invitó a pizza y helado. El era un hombre bueno. Y yo… yo siempre he tenido la impresión, cuando los hombres y mujeres buenos, me han admitido entre ellos, de ser sólo un intruso.
CORAZÓN VIAJERO
Y eso que la cosa empezó mal, la maleta o mochila con ruedas, más bien, tenía una especie de clon de la mitad de tamaño que se unía a ella por una cremallera, y el día de su estreno las siamesas se desgajaron nada más echármelas al hombro. Pero luego cada una siguió su propio camino, la más pequeña hoy la utiliza mi hijo Hugo para guardar sus Clics de Famobil, que ahora son de Playmobil, y la mayor aguantó como una campeona hasta el otro día en que, de regreso de la gran manzana, viéndola hecha una piltrafilla, decidí, no sin pensármelo una y dos veces, bajarla a la basura.
Como la maleta no entraba en ningún contenedor la dejé apoyada en uno de ellos, y subí a por una segunda tanda de basura –hay que ver la cantidad de mierda que generamos- y cuando volví, me puse tontorrón y quise echarle un último vistazo, pero ¡había desaparecido! Miré a mi alrededor y vi entonces un camión de “Remar”, en cuya parte trasera estaba mi Dockers, de pie, mirándome orgullosa, dispuesta a continuar recorriendo mundo. Eso es lo que se llama tener corazón viajero. Y yo me alegré por ella. ¡Buen viaje, compañera, y larga vida!
VIAJES (XI): POLO MONTAÑEZ (La Habana)
Hacía tanto tiempo que no me cansaba de escuchar un disco, una y otra vez, una y otra vez… Como una obsesión. Como cuando me aprendía de memoria las letras de las canciones (o las traducía del inglés al guachiguachi). Uno comienza a hacerse viejo cuando descubre que Triki ya no es el monstruo de las galletas sino un cantante inglés.
Pero ahora Polo Montañez ha llegado para rejuvenecerme el corazón con sus canciones sencillas y desesperadas. Suenan en todos los bares de La Habana, en los bicitaxis, o desde las azoteas de los viejos edificios. Venden sus discos en el top-manta cubano los jineteros. Todos, viejos y jóvenes, le adoraban incondicionalmente cuando estaba vivo y lo han convertido en un mito de la música cubana ahora que murió.
La historia de Polo Montañez contiene ciertamente todos los componentes del mito. Hijo de un leñador, aprendió de manera autodidacta a acariciar con sus dedos gruesos de campesino las cuerdas de una guitarra y a cantarles de una manera natural a las cosas sencillas y trascendentales de la vida. Lo hacía en un garito para turistas por el que, como en las películas, cayó por casualidad un representante que se lo llevó para Colombia donde de un día para otro vendió 400.000 discos. Ya de regreso a Cuba Polo se convirtió en un fenómenos de masas. Y de repente, en el momento álgido de una fama que nunca se le subió a la cabeza ni le hizo olvidar quien era, un guajiro natural, murió en un desgraciado accidente de tráfico. Sólo 15 días antes había escrito «La última canción», un tema que pone en piel de gallina el corazón, y en la cual Polo vaticina que el último minuto de su vida debe de ser extraño, romántico y amargo. Polo, Polito, gracias por todo y ojalá que allá, estés donde estés, de una vez, la suerte vaya a visitarte.