Solo guardo ocho o diez fotos del viaje a Filipinas ( al basurero de Payatas, en Manila) y a Papúa Nueva Guinea. Debe de haber muchísimas más, porque fui con un fotógrafo que apretó el gatillo unas siete mil veces, pero como reñimos nunca las he visto (solíamos decir en broma durante el viaje que acabaríamos como
Almodóvar y
Carmen Maura, y así fue). La del río puede que de un poco de grima, porque aunque de natural ya soy tirillas, la dieta papú me hizo perder aún más kilos y cuando subí a la avioneta que nos llevó a Ambunti, en la cabecera del mítico Río Sepik, la báscula marcaba sesenta kilos raspados (había que pesarse para volar, en un cacharro que pilotaba un austaliano con las piernas como las de
Caponata que tenía que sentarse de medio lado, y en el que el otro pasajero, además del fotógrafo y yo, era un tipo con una camiseta con la foto de
Bin Laden); en otra foto lo que cuelga de mi mano es una cría de cocodrilo, que luego nos comimos con arroz. «Sabe a pollo», dijimos, que es lo que se dice siempre cuando se come algo exótico y no sabe ni fú ni fá, o igual estaba delicioso pero a nosotros nos remordía un poco la conciencia, porque lo habíamos cazado la noche anterior, cuando nos llevaron por el río y en las orillas se veían brillar los ojos rojos de los cocodrilos al apuntarles con la linterna. La tercera foto es un kararoke de Manila en el que acabé cantando
Bésame mucho y una de
Marea.
No sé muy bien por qué las cuelgo en este blog, no sé en realidad ya muy bien qué sentido tiene publicar un blog, a quien le interesan las tonterías que uno cuenta, si es una perdida de tiempo… Yo este «Ajuste de cuentos» lo abrí como apoyo de mi libro homónimo y después pensé que también podía ir incluyendo cosas relacionadas con mi obra, oh, mi obra, reseñas, entrevistas, autobombo… Quería que fuera ese tipo de blog, nada más, por si alguna vez alguien se interesaba por algún libro mío, o le preguntaba a Google por mí. Total, que al final uno acaba colgando fotos propias, en plan exhibicionista, aunque también tengo excusa, cuelgo las fotos para certificar que hice ese viaje, que estuve allí (y por si el fotografo con el que reñí lee esto y como gesto de buena voluntad, de reconciliación, que también la hubo entre Maura y Almodóvar, y en cierto modo entre nosotros, me envía alguna de las fotos del viaje). Pienso también en libros fantasma. Yo podría haber inventado perfectamente que estuve allí y todo lo que pasó y creo que no habría nada de malo en ello, al contrario, sería todo un mérito. Pero es que alguna vez he pensado que incluso, podrían existir libros fantasmas per se, libros presentados, reseñados en prensa, promocionados, que nunca se hubieran escrito. Lo pensé por última vez, en concreto, ayer mismo, cuando fui a la nueva biblioteca general de Navarra, y en el panel de novedades me encontré, sorprendentemente, un libro mío, Odio enamorado, que publiqué hará cuatro o cicno años (a la Biblioteca, por cierto, fui a hacer una donación de 20 ejemplares para los clubes de lectura, de otro libro del que no voy a mencionar el título para no perjudicarlo, al pobre, pero del cual la editorial me ha enviado cien ejemplares que reclamé antes de que procedieran a destruirlos; un libro que se publicó hace tres años, no funcionó nada mal, tuvo cierta repercusión… y que pese a todo ello no se ha librado de las llamas de la santa inquisición que hoy es el santo mercado; la biblioteca, por lo demás, muy chula, casi monumental, el doble o triple de grande que la otra pero con la misma plantilla y ubicada donde cristo perdió el mechero); ¿por donde iba? Ah, lo de Odio enamorado. Pues bien, ese libro lo editó una editorial canaria, sin distribución en la península, yo mismo tuve que llevarlo a librerías (a las cuales nunca vuelvo a preguntar si se han vendido ni a recoger el dinero, soy un desastre); el caso es que me hicieron algunas entrevistas, hablé de él, y siempre pensé mientras lo hacía que en realidad daba igual si el libro estaba en las librerías o no, que quizás cinco o diez personas podrían haberse dado una vuelta por ellas por si lo veían, y si no lo veían se habrían ido a sus casas sin preocuparse demasiado. Me ha pasado más veces, la presentación de Atrapados en el paraíso (lo premió y editó el Gobierno de Navarra), por ejemplo, se hizo sin que el libro estuviera distribuido todavía. Pero nunca nadie me dijo nada, nadie pareció echarlo de menos, el libro daba lo mismo, lo importante es lo que yo contara sobre el basurero en el periódico, ni siquiera eso, sino llenar media página de la sección de cultura, y que los del Gobierno cumplieran, ¡hala, ya hemos dado el premio, a otra cosa!
Y así. Así de triste es esto de la literatura (al menos para autores como yo -una vez dije que yo calculaba que estaba en segunda división B, pero ya no sé muy bien ni a qué juego; tal vez todo se reduzca a que soy un puto paquete). 200, 300 ejemplares vendidos; cincuenta, sesenta visitas diarias al blog (aunque, ¿eso es mucho o es poco?; que sesenta personas se interesen a diario por uno, si lo miras bien, es mucho; imagínate que en vez de visitas al blog son llamadas de teléfono, eso no pasa ni aunque se pongan de acuerdo los departamentos comerciales de Jazztel, Movistar…); pero sobre todo, -y volviendo a las fotos, para cerrar de una vez este post arborescente- ¡la de canas que me han salido desde el 2002!
LA VIDA PRIVADA DE ADOLF HITLER
PATXI IRURZUN
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Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.
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Durante el desayuno, cuando Eva Braum le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.
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Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.
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-Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.
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-Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.
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Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli… Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.
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-Déjame solo, Hermann- le pidió.
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Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados…
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-Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.
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Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió («Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche») sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.
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Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.
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Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que ella se voló los sesos.
En general todos mis libros han corrido bastante mala suerte, pero la palma se la lleva Odio enamorado, y no voy a fustigarme entrando en detalles. Sin embargo, a mí me parece una de mis obras más serias, en todos los sentidos. ‘Odio enamorado’ es un blues, y así lo entendieron los pocos que hablaron de ella: «Hombres malos haciendo cosas buenas», escribieron en Diario de Noticias; y en Diario de Navarra «Un blues literario sobre extremos humanos». Claro, que tratándose de un blues, quien mejor podía hablar de ‘Odio enamorado’ era Alfonso Xen Rabanal, que escribió lo que sigue abajo sobre la novela (por cierto, a propósito de blues, para blues literarios en estado puro, el libro de Alfonso, La Cámara de Niebla, en Eclipsados; y dos, en septiembre presentaré en Pamplona Blues y otros cuentos (Baile del sol) de Iñaki Echarte Vidarte, un libro lleno de silencios que hablan a gritos). Ah, los dibujos -como el de arriba-y portada de ‘Odio enamorado’, una vez más corrieron a cargo del gran Kalvellido
hace algún tiempo, un amigo músico me dijo que a él le gustaba tocar blues…pero que tocarlo no significaba vivirlo… que podía tener su trabajo, su vida social, su familia… y tocar blues…yo, me quedé callado… le entendía, sabía de su pasión por el blues; pero algo dentro de mí sabía, y me voy a citar, que el blues muere cuando las notas se ordenan…cuando una ex me echó de su casa, de su vida ordenada, supe por qué no había escrito en unos años: por no haber aprendido a tocar el blues, por no haberme mentido, por no haberme «concedido una bula vitalicia para el desengaño», como define Patxi a los restos de esa revolución que mató todas las revoluciones porque se vendieron…… por no haberme vendido: -«Vete a vivir tu blues» -me dijo. Y algún día se lo dedicaré.pero quien vive el blues, quien tiene el blues, no se percata de ello… quizá porque su camino son las notas que otros han de ordenar, interpretar… y hasta que algo se desgarra en su alma y estallan todas esa pequeñas cosas que obviamos, las mismas que amontonamos en ese «rincón donde huele a orines», y coge la desviación de la garganta, de la pluma… o de los sinuosos caminos del descenso…… no tienes la oportunidad de ser consciente de tu camino, de tu vida, una vez quitadas todas las máscaras que la vida en esta sociedad individualista nos va imponiendo…eso es un cruce de caminos…
«odio enamorado», la última novela del autor navarro Patxi Irurzun es un blues al que no hay que poner ningún adjetivo, porque sólo quien tiene el blues está capacitado para describir un cruce de caminos; el mismo que ahora, poco a poco, esta generación en la que malvivo, roto el espejo de su narcisismo sin raíces, va intuyendo en su desorientación entre la niebla, el humo de las derrotas maquilladas de consumismo… el vacío que decora esta sociedad decadente que mira hacia el integrismo de sus mentiras…toda generación tiene su oportunidad para cambiar algo, al menos en su interior, antes de venderse al «imperativo» social… Y Patxi nos describe, fino él, a esa generación que tuvo la oportunidad, la fuerza de mil gargantas, el duende, el son, el feeling cedido generosamente por millones de voces oprimidas para cambiar algo… pero que, en su cruce de caminos, se vendió y la sociedad descubrió que la mercadotecnia acallaría todas las revoluciones posteriores…Y, en ese cruce, las salidas eran: verderse o matarse… Y la gran mayoría eligió la mentira que, cuando su vida se distrae hacia el declive, pesa y remuerde las conciencias capadas…es esa la generación que me legó un vacío, un puto desierto donde agonizo buscando un algo de luz… de donde parte mi blues…la música es una sucesión de notas y silencios, con variaciones que retoman un tema principal, con melodías que siempre han de alcanzar una resolución en las que se justifican a sí mismas… Pero, ¿qué pasaría si una melodía se clonase hasta el infinito? ¿Cómo se resolvería esa aporía?Patxi Irurzun, en odio enamorado nos da las pautas para intentar responder a esa pregunta mientras nos adentra en los más profundos recovecos humanos, allí, como la clave alquímica, donde lo que se ve se ve a través de espejo… donde, a través de las sombras, sepultado por la maraña de la locura, el ser humano todavía es capaz de crear algo bello en su interior…aunque su raciocinio acabe convirtiendo lo bello en una obsesión…lo que distingue al hombre de la máquina, al blues de todo lo demás, es la improvisación…y algo así quise decirle a ese amigo músico que interpretaba el blues… que un blues en el que no se filtraba tu mundo interior, toda la mierda que almacenas en ti… y en tus dedos o en tu voz o en tu papel no surgían esas notas que te guiasen por los mundos oscuros, tus propios mundos oscuros… no era un blues…puedes tocar una partitura, puedes bordarla, pero cada vez que lo haces estarás matando lo bello que nace del alma y tan sólo pulirás el brillo de la máquina de tu cerebro que lo interpreta…en las intensas páginas de odio enamorado, el autor va quitando máscaras a esta sociedad de miraombligospropios en la que nos vemos inmersos… pero quizá sea eso la vida…un blues… una gran novela que me gustaría que leyeseis, que escuchaseis…las ilustraciones de
Kalvellido se convierten, con gran maestría, en una melodía, que no eco, dentro de la melodía…desde esta niebla se felicita a ambos… pues es uno de esos libros que sabes que has de volver a leer, a escuchar, porque algo de ti se engarzará entre sus palabras e imágenes que lo harán fluir y tendrás el blues…
Este libro tardó en publicarse siete u ocho años desde que lo escribí, por suerte, porque cuando Ediciones Idea se decidió a publicarlo, quise añadir un prólogo que me di cuenta que venía a completar esta historia sobre extremos, sobre el bien y el mal (por reducir los términos de una forma algo manida) que anidan dentro de todos nosotros. Con estas líneas terminé de limpiar toda la basura con la que edifiqué los cimientos de esta historia, fue el acto final de catarsis. Odio enamorado, por lo demás, es uno de mis libros que peor suerte ha corrido (si es que alguno de ellos la ha tenido), pues nunca se ha distribuido fuera de Canarias (donde fue editada), excepto a través de Internet o algunos ejemplares que yo he llevado a la librería Elkar de Pamplona, pero también creo que es una de las obras de las que más satisfecho me siento, y en la que, aunque parezca mentira, más he contado sobre mí mismo. Este prólogo creo que es… doloroso.
Un zulo en el alma
El germen de Odio enamorado me infectó durante un turno de noche, en una fábrica de plásticos inyectados. Yo tenía que cortar con un cúter las rebabas de unos cajones para frigoríficos que salían por una cinta transportadora. Uno detrás de otro, uno detrás de otro… No podía para ni para mear, porque cuando volvía del baño me encontraba con una montaña de aquellos cajones, esperándome para ser desorejados. Mi única distracción era una pequeña radio, en la que movía frenéticamente el dial, para espantar a todos los oyentes que se posaban sobre él como moscas gordas y verdes y que arrastraban en sus patitas todavía restos de la mierda sobre la que habían estado posados (los maderos alcohólicos a los que la farlopa no les dejaba dormir y que llamaban a los programas para insultar a los «moromierdas»; los taxistas fachas y aburridos; los locutores franquistas, desterrados a los más profundo de la noche radiofónica…). De vez en cuando, también se colaba alguna otra mosca a la que le habían arrancado las alas, pero entonces no era el asco lo que me hacía cambiar de cadena, sino un sentimiento de pudor e impotencia, al escuchar los testimonios desesperados de mujeres golpeadas, adolescentes suicidas, viejecitos solos y rotos…
Una noche, mientras deambulaba de emisora en emisora, el dial se detuvo en una que emitía una música extraña, preciosa, tan reparadora con la vida que incluso me hizo olvidar aquel trabajo mecánico y aniquilador, en la cadena de producción. Al menos durante los tres o cuatro primeros minutos. Después me di cuenta de que la melodía no hacía sino repetirse cada 10 o 20 segundos, y se convirtió en una tortura, en una erección priápica, que se prolongaba hasta convertirse en dolorosa, nada placentera. De todos modos aguanté el tirón todavía durante un buen rato, con curiosidad gatuna, dispuesto a sacrificar una de mis siete vidas con tal de saber cómo acababa aquello, si reventaba en un orgasmo cósmico de hermosura sobrenatural.
Pasó otro cuarto de hora. La música llegaba ya hasta mis oídos fría, plástica, inhumana, del mismo modo que a mis manos los cajones de frigorífico por la cinta transportadora.
–¿Quién puede haber sido tan torpe, tan cruel, para dejar que una música como ésta se pudra en su propia belleza?– me preguntaba.
(La maquinaria ya estaba en marcha. La situación, el personaje…)
Me dije que sólo una mente enferma, maníaca, alguien radicalmente malvado podía haber ideado una música como aquella, hipnótica hasta la enajenación… Y sin embargo, aquel monstruo había tenido un impulso creador, y a su naturaleza le había sido dada la capacidad de vislumbrar la belleza, aunque sólo fuera un relámpago, 10 segundos de talento en toda su existencia.
Apagué la radio. No quería saber nada más. No quería oír regresar al locutor y oírle disculparse por haber salido a fumarse un cigarrillo tras dejar pinchado un disco rayado. No quería que nada distrajera a ese germen que comenzaba a escarbarme hambriento en lo más profundo.
Durante las noches siguientes lo fui engordando con otros programas radiofónicos. A menudo sintonizaba uno de música de blues, y dejaba que las voces desgarradas de Janis Joplin, de Bessie Smith, o la guitarra afinada como un escalpelo de Django Reinhardt, me abrieran en canal, para que aquella novela que se iba gestando dentro de mí fuera encontrando la salida.
Otro día, mientras regresaba en el coche a casa, puse la radio para oír las noticias y me encontré con una locutora presa de un ataque de risa, justo cuando hablaba de alguna noticia trágica (algún asesinato, alguna catástrofe natural, alguna guerra o una hambruna; alguna de esas noticias que han dejado de ser noticia). Aunque se trataba de un comportamiento a todas luces inadecuado me pareció terriblemente humano. Tal vez porque a mí también me daba por reírme en los funerales. Era algo que no podía evitar, nada premeditado. Y desde luego no había en ello insensibilidad, al contrario, se trataba de la otra cara de la misma moneda: el amor ciego e irracional y el odio calculado, la venganza servida fría; la certeza de la muerte y el apego a la vida…Todo ello estaba ahí, en un zulo oscuro en lo más intrincado de nuestra alma, y cuando uno introducía sus manos a ciegas no siempre encontraba las armas adecuadas.
Pero lo que hizo manifestar definitivamente la historia fue algo que me tocó mucho más cerca y mucho más fuerte, casi como un puñetazo en la boca del estómago, que me arrebató el aliento y me hizo vomitarla, junto con cuajarones de sangre, pulpas de mi propio corazón. No era para menos: durante mucho tiempo yo estuve convencido de que había matado a un hombre. A un hombre que me llamaba hermano. Por supuesto, no lo había hecho con mis propias manos (tal vez así habría sido más limpio, más honesto).
Se llamaba, o al menos así firmaba sus poemas, Alimotxe y colaboraba en el mismo fanzine que yo. Lo conocí en una fiesta que organizó el editor de la revista en Castellón. No, en realidad lo conocía, o creía conocerlo, ya con anterioridad, gracias a sus poemas, que parecían escritos con un cúter y en los que Alimotxe conseguía pulir hasta la perfección ideas, sentimientos que a mí me venían a la cabeza cubiertas de rebabas. En Castellón apenas hablamos, sólo abrimos la boca para tragarnos latas de cerveza. Una detrás de otra, una detrás de otra…. Después, cuando regresé a Pamplona, comenzamos a intercambiar correspondencia. Cada una de sus cartas parecía un tratado sobre los temas más peregrinos (las sagas artúricas, la novela de caballerías, la generación beat…) y a la vez conseguía hablar, unir a ello con total llaneza, escenas de su vida de perro apaleado: heroína, escopetas recortadas, sida… Me abrió de tal manera su corazón que yo me acomodé en él como si fuera mi cuarto de estar: puse las piernas sobre la mesa camilla y le conté toda mi vida. Para nosotros no había secretos, ni tabúes. Nos convertimos en “hermanos”. Esa clase de hermanos que se llevan mejor cuando no se ven.
Unos días antes de los sanfermines de aquel año Alimotxe se presentó en mi casa (en la casa de mi madre). Su aspecto era lamentable: los dientes corroídos por las pastillas, el cuerpo consumido, remendado con mil picotazos, mil cicatrices como muescas de fugaces visitas a un paraíso que era un infierno… Y sobre todo aquel olor, el olor pegajoso de su aliento, que por las noches, en mi habitación (donde le acomodé en una cama supletoria) bajaba como una tenia hasta el centro de mis tripas. Alimotxe sólo conseguía disimular aquel olor fumándose unas enormes trompetas de hachís, o sacudiendo los pájaros heridos de su árbol pulmonar con unas toses inquietantes. Otras veces madrugaba para desayunarse un coñac triple y solía coincidir en la cocina con mi madre, con la que yo le oía desde mi dormitorio mantener largas conversaciones. Me preguntaba de qué demonios hablaban. Nosotros apenas cruzábamos palabra. Era como si ya nos hubiéramos contado todo en aquellas cartas. Supongo que por eso el día del chupinazo, Alimotxe me dijo que prefería pasar las fiestas ir a su aire, dormir en los jardines con los “piesnegros”… Lo único que me pidió fue dejar su mochila en casa y poder pasarse cada día para recoger su dosis de metadona (que tenían su correspondiente autorización médica). Yo, sinceramente, me sentí aliviado. Pasé aquel primer día de fiestas, el día grande de las mismas, fuera de casa, emborrachándome tranquilamente con mi novia y mis amigos. Pero cuando volví a casa (a casa de mi madre) al día siguiente, ella me dijo:
-Ayer vino la policía preguntando por ti.
-¿Por mí, qué he hecho?
-Tú nada, Alimotxe: le han pillado traficando con drogas. Por lo que se ve tenía derecho a comunicárselo a alguien y dio tu nombre.
-¿Cómo? No lo entiendo. ¿Por qué?
Era incapaz de pensar, de asimilar aquella noticia. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Alimotxe había dado mi nombre para que le llevara la mochila, con sus dosis de metadona? ¿Pero, y si dentro de aquella había algo más, otra plancha de hachís?… De tripas corazón. Esa era la respuesta. Eso era lo que debía hacer. Mi novia, la que era mi novia entonces, tenía un cuñado que era policía nacional, así que le llamé pidiéndole que me echara una mano. Nunca me había sentido tan humillado, tan mezquino, tan incómodo conmigo mismo. Para colmo el cuñado de mi novia estaba de servicio y vino a buscar la mochila de Alimotxe en un coche Z. En mi barrio había pocas cosas peores que que te vieran hablar con la policía. Lo natural era salir pitando, o cambiar de acera cuando esta aparecía.
-No te preocupes, ya me encargo yo de que ese Kalimotxo te deje en paz- me dijo mi contacto en el infierno, lo cual me tranquilizó una barbaridad.
Sin embargo, me callé como un perro. Lo cierto es que no volví a saber nada de Alimotxe hasta dos o tres semanas después, cuando recibí una llamada de su editor, en la revista de Castellón.
—Patxi, Alimotxe murió ayer —me dijo—. Volvió de Pamplona bastante tocado, ya sabes que estaba muy mal, con los anticuerpos…Lo soltaron dos días después de la detención y se pasó el resto de las fiestas emborrachándose, metiéndose de todo… En realidad fue a Pamplona a reventar, eso es lo que me dijo. También me dijo que estaba muy decepcionado contigo… Lo siento, pero creo que debías saberlo…
Me quedé helado. Bloqueado. Durante varios días. Después, todo comenzó a resquebrajarse. El concepto que yo tenía de mí mismo. Mi integridad como persona. Siempre me había considerado un hombre bueno, pero ahora descubría que, como decía Calamaro, “hay algunos hombres buenos que son buenos porque tienen miedo”. Y que ser bueno era sencillo, lo realmente difícil es ser honesto, mirar en tu interior y reconocer una escombrera, llena de ratas, o al asesino que cobijas y cuyo corazón late disimulado al compás del tuyo. Yo había asesinado a un hombre. Alimotxe había confiado en mí, me había lanzado un mensaje de auxilio y yo lo había ignorado. Me había entregado su corazón y yo se lo había arrojado a los perros.
Pasé varios meses realmente afectado. Intentaba agarrarme a algunos argumentos, que llevaban su parte de razón: Alimotxe también había traicionado la confianza que yo le di, me había mentido… Pero no resultaba suficiente. Hasta que un día vomité todo aquello. Necesitaba hacerlo. No podía seguir adelante, tenía que limpiar la escombrera, sacar toda aquella basura que me ahogaba. Y escribí Odio enamorado. Lo hice en una especie de trance, como si fuera otra persona quien me lo dictara. Pero no, era yo, y allá estaba todo aquello que me torturaba: el corazón humano con todas sus contradicciones; la muerte, como una tenia que llevamos dentro desde que nacemos; la amistad; la traición…
Algunos años después, trabajando como barrendero, vi salir a Alimotxe de un bar del casco viejo de Pamplona. Lo juro. Se me quedó mirando durante unos segundos, sonrió, me saludó, como un viejo amigo, y se fue. Desapareció. Como un fantasma. Por un momento me pregunté si toda aquella historia no había sido sólo una gran farsa. Si Alimotxe, compinchado con su editor, había escenificado su muerte para mí, pero seguía vivo para el resto del mundo. Probablemente sólo fuera alguien que se le parecía demasiado. Daba igual. Lo que realmente me importaba era que yo había resucitado para él. Y para mí mismo. Y que lo había hecho gracias a esa novela que había escrito. Esta novela. Odio enamorado.
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