PATO BUENO PATO MUERTO
Patxi Irurzun
—O matas al puto pato o te matamos a ti —fue la última frase que me vino a la mente, antes de que a mi coche le fallaran los frenos y se estrellara, conduciéndome hasta esta galaxia extraña, poblada de hombrecitos verdes, en la que he permanecido perdido estos últimos días.
Yo volvía a Pamplona desde mi escondrijo de los últimos meses, en un lugar que no había revelado a nadie: mi mujer, mis padres, mi camello habitual… Nunca, desde que era un adolescente, había dejado de sumergirme en la olla a presión que es la plaza consistorial el día 6 de julio a las 12 del mediodía (ni de cocerme hasta las trancas dentro de ella). Y este año tampoco iba a ser menos. Pensaba que ni siquiera esos cabronazos me iban a fastidiar el chupinazo. Pero ellos, como perros de presa, me habían encontrado.
Permítanme que me presente. Me llamo Dimas Otxoa y soy fontanero. Aunque nunca en mi vida haya puesto el culo en pompa debajo de un lavabo. A lo que me dedico (a lo que me dedicaba, mejor dicho) era a desatascar otro tipo de cañerías. Mis compañeros del servicio de inteligencia me llamaban “Señor Lobo”, porque, al igual que aquel personaje de “Pulp fiction”, solucionaba problemas. Se los solucionaba a esa panda de forajidos que nos gobiernan. Eran cosas sencillas. Chapuzas. La última, por ejemplo, consistía en romperle el cuello a Fermintxo. Fermintxo, no se asusten, era uno de los patos del parque de la Taconera. Les explico: durante las últimas semanas habían arreciado las protestas por el funcionamiento de nuestros hospitales y centros de salud: listas de espera, falta de personal…Eso, por una parte. Por otra, la psicosis sobre el avance de la gripe aviaria se extendía como el fuego en la rastrojera y algún lumbreras del Gobierno había tenido la brillante idea de cargarse un pato para que al día siguiente la noticia apareciera en el periódico. Y junto a ella un detallado informe que explicaba cómo nuestra red de salud estaba sobradamente preparada para afrontar una posible epidemia. Una epidemia que, por supuesto, nunca iba a tener lugar, porque Fermintxo era un pato que estaba hecho un toro. De ese modo, lo que quedaría de toda aquella esperpéntica historia serían algunos chistes de Oroz y la sensación de seguridad que proporcionaba saber que nuestra comunidad todavía se encontraba a la cabeza en materia de sanidad.
El caso es que yo nunca había rechazado hasta entonces una misión. Pero una cosa era hacerme pasar, en llamadas de los oyentes o cartas al director, por un experto en lenguas minoritarias bielorruso que avalaba la política lingüística del ejecutivo foral —por poner un ejemplo— y otra bien distinta convertirse en un asesino de patos inocentes. Más todavía cuando el único tablón al que se agarraba mi dignidad desde que había aceptado zambullirme en las cloacas era mi militancia en un grupo ecologista. Por otro lado, también era cierto que, si me negaba, me arriesgaba a perder un trabajo que me proporcionaba los ingresos necesarios para mantener una serie de vicios de lo más esclavos y que no me da puta la gana de detallarles porque yo con mi cuerpo hago lo que quiero.
Me encontraba, por tanto, entre la espada y la pared y retrasé la solución a aquel dilema hasta el último momento, cuando ya vestido de camuflaje en los fosos de la Taconera sostenía al pobre pato entre mis garras.
—Tienes que hacerlo, Señor Lobo, el periódico ya está impreso —me dijeron por el móvil, cuando finalmente comuniqué que no ejecutaría a Fermintxo.
—¿Y qué pasa si me niego? No podéis despedirme. Sé demasiadas cosas —jugué mis bazas.
—O matas al puto pato o te matamos a ti—contestaron. Y me colgaron. Pero yo pensé que no tendrían huevos. Así que dejé en libertad a Fermintxo, arrojé el móvil al estanque y me largué. Muy lejos. Aunque no les tenía miedo, durante una temporadita me convendría quitarme de en medio.
En cuanto a Fermintxo, no pudo eludir su condena a muerte. Algún otro fontanero con menos conciencia ecológica aceptó el encarguito y a la mañana la noticia apareció en portada, como estaba previsto.
Me dio mucha pena por el patito, pero en cierto modo me sentí liberado. Así sólo tendría que permanecer callado, dejar pasar el tiempo y esperar a que todo se olvidara.
Además esas semanas de retiro me vendrían muy bien. Aprovecharía para desintoxicarme y después me limpiaría también por dentro. Dejaría de ser el “Señor Lobo” y qué sé yo, tal vez me embarcara en el Rainbow Warriors, el barco de Greenpeace, o montaría mi propia oenegé y me iría a darles de hostias a esos cabrones que matan bebés focas en Groenlandia…
Mi particular cuento de la lechera, vamos, porque lo cierto fue que en cuanto saqué la cabeza de mi agujero me hicieron añicos el jarrón. No sé cómo se enteraron mis excompañeros, pero me encontraron, manipularon los frenos del coche y en la primera curva que tomé aquel 6 de julio, me pegué contra un árbol una castaña de campeonato.
—Mierda, precisamente hoy, que me he puesto la tanga con trompa de elefante —recuerdo que me dio tiempo a pensar, en lugar de todas esas zarandajas “new age”: que si una luz blanca, que si la película de tu vida…A mi, por el contrario, en un momento como aquel me salió la madre que todos llevamos dentro, esa que te dice “tú siempre con mudas limpias, que nunca se sabe cuando puedes tener una accidente”.
Recuerdo también que me avergonzó pensar que aquel podía ser mi último pensamiento: una reflexión sobre un tanga rematado por delante con la cabecita de un elefantito de color rosa, en cuya trompa uno tenía que embutir la suya (me lo habían regalado en una estúpida despedida de soltero y sólo me lo calzaba —con bastantes dificultades, pues me tiraba de la sisa— para hacer el ganso en días como el del chupinazo). Intenté, por ello, buscar alguna otra explicación que no redujera la vida a un trance absurdo. Fue entonces cuando estalló el fogonazo (“o matas al puto pato o te matamos a ti”). Y después, el coma, esa nebulosa blanca y roja como un océano de sangre y semen en el que mecí, haciéndome el muerto, durante varios días.
Cuando me desperté estaba en la UCI.
—¿Qué día es hoy?—fue lo primero que pregunté.
—10 de julio— me contestaron, y aunque lo hizo uno de los hombrecillos verdes sentí una sensación de alivio.
Nunca en mi vida me había perdido unos sanfermines y me alegró saber que, aunque fuera desde la cuneta de la fiesta, todavía podía participar de alguna manera de ella. Pronto supe, por ejemplo, que en la cama de mi izquierda yacía un torero al que un cebadagago había convertido en un colador y al que, en cuanto pude moverme un poco, yo solía torturar, desconectándole los goteros.
—Que aprenda lo que es sufrir, como los toros que se carga —me decía.
—Eso, eso —me alentaba el piesnegros de mi derecha, al que habían ingresado con un subidón terrible de anestésico para caballos y con el que por la noche, cuando las enfermeras daban alguna cabezada, solía tomarme unos chupitos en los vasitos de los análisis de orina (sus colegas solían traerle de estranjis güisqui, pacharán, kalimotxo y a veces una mezcla de todo ello).
Era divertido, nuestros pequeños sanfermines. Pero también había momentos malos, recaídas. A veces me costaba pensar. No lograba recordar, por ejemplo, cómo había caído tan bajo, quién me había ofrecido aquel trabajo como fontanero. Sólo sabía por qué lo había aceptado. Estaba harto de ver cómo los más bobos del colegio, los niños de papá, los putos “peteuve” que no sabían hacer la o con un canuto pero tenían un apellido, eran los que acababan convertidos en jefazos, en esos forajidos que nos gobernaban. La sociedad era como un puzzle en el que las fichas se encajaban en los lugares que no correspondía y yo ya estaba harto de ser la última de esas fichas, la que se encajaba a la fuerza, a hostia limpia. Prefería ser un cabronazo. Pero no estaba orgulloso. De hecho, cada vez que pensaba en ello, allá en el hospital, me deprimía. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los hombrecillos verdes. Venían cada mañana, con el rostro tapado, se descolgaban vestidos de camuflaje del techo y trataban de taparme la boca, ahogarme, hacerme callar para siempre.
—¡Os conozco, sé quienes sois! —gritaba yo, y conseguía que las enfermeras se acercaran y los hicieran huir.
Hoy, día 14, me han bajado a planta y hace ya varias horas que los hombrecillos verdes no intentan entrar a mi habitación. Los médicos dicen que sólo eran alucinaciones, como consecuencia de la medicación. Pero yo sé que mientras escribo estas líneas (para que alguien, ustedes sepan la verdad) ellos siguen ahí fuera, al acecho. Como perros de presa. Puedo incluso oír sus voces:
—O matas al puto pato o o te matamos a ti —dicen.
Y yo, por lo bajinis, entono el pobre de mí, con más pena y más resignación que nunca.
Patxi Irurzun
Mi última colaboración en blogsanfermin.com:
CHINOS
Se hicieron medio famosos hace unos años, cuando salió en el periódico su foto: aquella pareja de chinos, corriendo de la manica, sonrientes, como si con ellos no fuera la fiesta, mientras a unos centímetros pasaba un morlaco blandiendo la navaja de su cornamenta. Los chinos eran inmunes a todo: a la muerte, a las miserias del resto de la humanidad, a los comentarios de todos quienes leían el periódico y decían “¡Menudos locos!”, “¡No saben lo que hacen!”, etc. Estaban enamorados y todo lo demás, todo lo que había fuera de sí mismos, de su burbuja, de su escudo, les sonaba a chino.
¿Qué habrá sido de aquellos chinos? ¿Seguirán amándose?¿Vivirán en Pamplona? ¿Habrán abierto un bazar, un restaurante, un “bar de los toda la vida que ahora lo llevan unos chinos”? ¿O continuarán viajando, en una luna de miel perpetua, desafiando también toda esa máxima de la cultura del esfuerzo, que ahora algunos pretenden poner de moda e imponer como modelo?
No sé por qué me he acordado de esa pareja estos días. Supongo que por esto último o quizás porque (ahora viene la habitual cuña de autobombo), porque en mi obra de teatro ‘Fiambre’, que la pasada semana premió y seleccionó para representar en junio el Gayarre, dentro del ciclo “San Fermín, a escena”, también sale una chinita, en este caso una vendedora ambulante; el caso es que de vez en cuando sucede, personajes anónimos consiguen, gracias casi siempre a una foto del periódico, su pequeña parcela de fama (estoy hablando siempre de una fama local, endémica, del comentario en boca de todos que no sale de esa otra burbuja en que convertimos los sanfermines, cuando para nosotros todo lo que sucede fuera de ellos nos la trae al pairo, no existe, por nosotros como si el mundo se acaba, si el mundo efectivamente se va acabar este 2012 que lo haga entre el 6 y el 14 de julio, porque nosotros nos salvaremos; estoy hablando, por ejemplo, de aquellos otros enamorados que se dejaban notas en la puerta del ayuntamiento; de los inconscientes a los que apalean los pastores con su vara y a los que les afea su conducta Javier Solano —“Observen ese inconsciente de raza negra”, le oí decir una vez; de esos otros corredores que Berta Bernarte o Luis Azanza fotografían en extrañas posturas, o fumando…).
Algunos de estos famosos anónimos se fijan con más fuerza en nuestra memoria sanferminera. Y entre ellos, aunque quizás me equivoque (porque, por otra parte, no he podido encontrar su foto en la procelosa mar de internet, quizás el servicio de documentación del blog lo consiga), esta pareja de chinos ocupa un lugar de honor en nuestro corazón, no sabemos durante cuánto tiempo, eso sí, ahora que todos vamos a ser chinos y vamos a trabajar como chinos. Menos mal que siempre nos quedarán los sanfermines para reírnos de la muerte y del fin del mundo y del dueño de Mercadona, de todos, en definitiva los que se rían de nosotros solo porque somos felices, como enamorados, durante unos días de julio.
Hoy en Diario de Noticias publican esta colaboración en la que repaso (o casi enumero) los libros de ficción que han utilizado los sanfermines como material literario. Como suele suceder en estos casos seguro que no están todos los que son; agradeceré nuevas aportaciones. Buena parte de la información la he conseguido (o la he saqueado) gracias a la ayuda de los amigos de blogsanfermin.com.
FIESTA MÁS ALLÁ DE HEMINGWAY.
Patxi Irurzun
VIENDO a algunos guiris en San Fermín escalar la fuente de Navarrería, hacer un calvo y lanzarse temerariamente desde varios metros de altura en brazos de otra cuadrilla de guiris igualmente empapados en kalimotxo -por dentro y por fuera- resulta difícil imaginarlos leyendo Fiesta de Hemingway, Plaza del Castillo de Rafael García Serrano o The drifters, de James A. Michener (que en su edición castellana tiene una traducción algo más carpetovetónica: Hijos de Torremolinos). No, la mayoría de ellos, y de los pamploneses en realidad, seguramente no hayan leído ninguno de esas novelas ambientadas en los sanfermines, pero es algo comúnmente aceptado que estos se internacionalizaron gracias a un libro: The sun also rises (Fiesta) la famosa obra de Hemingway; o más bien, al personaje que de sí mismo interpretó o le obligaron a interpretar al Premio Nobel, convertido en Pamplona en una postal, un souvenir, una estatua apoyada sobre la barra de un bar o el desdibujado modelo original de un concurso de dobles. Un anzuelo turístico, en definitiva, perfecto, con varios cebos irresistibles para jóvenes de todo el mundo sedientos de aventuras y sangría: alcohol, sexo, adrenalina…
En Fiesta (1927), sin embargo, hay casi más páginas que transcurren lejos de Pamplona y de los sanfermines que en estos, pero la selva del Irati, a donde Hemingway iba a curarse las resacas, no se superpuebla cada verano de pescadores de truchas venidos de todo el mundo. Pamplona y sus actuales fiestas deben mucho al escritor norteamericano, es cierto. Él «descubrió» al mundo el chupinazo («El domingo seis de julio a las doce del mediodía explotó la fiesta») o los encierros (algo exageradamente, eso sí: en algunas de sus crónicas periodísticas afirmaba que los toros entraban en la plaza a ¡180 kilómetros por hora!, y eso ni los Fórmula 1, que también enfilaron el callejón en 2008 para un spot televisivo). Pero Hemingway no ha sido el único ni siquiera el primero que ha glosado los sanfermines en una obra de ficción.
Hombres-pulpo, pochas y txistularis
El neoyorkino James A. Michener en su novela The drifters (1971) cuenta las peripecias de seis jóvenes expatriados que vagabundean por diferentes países y lugares: Mozambique, Marruecos, Portugal… y que en plena efervescencia hippie, también pasan por Pamplona durante los primeros y agitados días de julio de 1969. Michener no es Hemingway, «solo» un Premio Pulitzer, pero su novela fue en un auténtico superventas de la época en muchos países y además contiene muchos de los ingredientes necesarios para convertirse en una biblia mochilera: sexo, droga y rocanrol, que en su versión sanferminera se convierte en hombres-pulpo, alubias pochas y txistularis. Sin embargo, entre nosotros The drifters es una obra desconocida, probablemente gracias al título que la editorial Plaza y Janés le adjudicó en la edición española de 1973 y que invita más a pensar en una película de Mariano Ozores: Hijos de Torremolinos (Torremolinos, o sus bares, donde el autor vivió algunos años, es el lugar en el que se conocen los seis protagonistas del libro).
Algunos años más tarde, a finales de los setenta, sitúa el sueco Hans Tovoté parte de su novela Las bodas de Pamela (1998), en concreto durante los sucesos de 1978, cuando las fiestas fueron trágicamente interrumpidas con la muerte del joven Germán Rodríguez por disparos de la policía, tras irrumpir ésta en tropel en la Plaza de Toros durante la segunda corrida de feria. Tovoté, que lleva visitando Pamplona y sus fiestas desde 1960, se siente capacitado para dar un paso adelante y ambientar su obra de principio a fin en los sanfermines -no solo unos capítulos de la misma- y desde el punto de vista de un pamplonés, alejándose del viajero anglosajonamente perplejo que ve los toros desde la barrera.
Un sueco haciéndose pasar por peteuve. Y es que los autores autóctonos tal vez hayan interiorizado demasiado o demasiado tiempo aquello de que los sanfermines son unas fiestas sin igual, una colección de «momenticos» difícilmente explicables con palabras. «Narrar las fiestas de San Fermín es tarea imposible», tira la toalla Alfredo Fraile Filare en la primera línea del prólogo a su Catorce cuentos sobre San Fermín (1990). Y continúa: «Aunque plumas de muchos perifollos han intentado siquiera reflejar el ambiente, el clima, solamente el aire de la calle, todo ha resultado palidísimo destello de una realidad inaprehensible». No sabemos si entre esos perifollos se incluye a Rafael García Serrano, con su Plaza del Castillo, o a Félix Urabayen con El barrio maldito, escritores ambos de obra consolidada y con varias líneas en los manuales de literatura.
‘Plaza del Castillo’ y ‘El Barrio maldito’
Félix Urabayen se adelantó dos años a la Fiesta de Hemingway con El barrio maldito (1925) y fue por tanto el primero que se atrevió a ambientar una obra de ficción en las fiestas de Pamplona. Su obra, una estampa costumbrista del Valle de Baztan y de sus personajes, como la misteriosa y marginada raza de los agotes, los contrabandistas, etc., dedica tres capítulos a las fiestas de Pamplona, que conoce bien, de modo que mientras que en Fiesta son solo el ring con un público local al fondo sobre el que combaten los conflictos morales del boxeador Robert Cohn, en la obra del navarro Urabayen los sanfermines adquieren protagonismo en sí mismos: los encierros, las danzas y canciones típicas… A pesar de esta visión aparentemente tradicionalista, Urabayen fue un hombre de izquierdas: consejero de Cultura en el Gobierno de Azaña, sufrió cárcel al acabar la guerra, y, gravemente enfermo, murió un año después (1942) de salir de prisión, siendo su obra olvidada y silenciada durante años.
Al nombre del pamplonés Rafael García Serrano, por el contrario, se cuelga casi automáticamente el lastre de escritor falangista, porque lo fue e hizo gala de ello en sus obras («Mi amigo requeté», lo llamaba Hemingway), pero su obra Plaza del Castillo (1955) seguramente sea, con permiso del norteamericano, la novela sanferminera de mayor aliento literario: «Emilio, el mejor camarero del mundo, le trajo el vermú y aquellas aceitunas gordas como cupletistas», escribe, por ejemplo. Plaza del Castillo narra las fiestas de 1936 (que entonces duraban desde el día 6 hasta el 19 de julio) y paralelamente los prolegómenos y las primeras horas del alzamiento militar, contado desde las filas del bando ganador.
Salvando todas las distancias con la tragedia de la guerra civil, la muerte sobrevolando unas fiestas tan vitalistas como estas es algo también recurrente en otras obras más recientes, como Las lágrimas de Hemingway (2005), de Reyes Calderón o Un extraño lugar para morir (2010), de Alejandro Pedregosa, ambas novelas de género negro, con crímenes misteriosos de por medio aprovechando el tumulto sanferminero. En el libro de Alejandro Pedregosa, autor casado con una pamplonesa, un escritor aparece muerto en una habitación del hotel La Perla, el mismo en el que se alojara el inevitable Hemingway durante algunas de sus estancias en Pamplona. Un inspector local, de nombre Uriza se encarga del caso, algo que comparte con Reyes Calderón, quien coloca en su novela a otro comisario autóctono de nombre Juan Iturri al frente de la investigación de una muerte por cornada de miura que acaba derivando en asesinato por sobredosis de ketamina.
El cuento sanferminero
La muerte y la vida, el día y la noche, el vino y la sangre… Todo se confunde durante los sanfermines, unas fiestas llenas de contrastes y contradicciones, como ya bien señalara Pío Baroja (a quien no se puede decir que estas fiestas encantaran, precisamente) en Juventud, egolatría (1917): «Entonces y después, una de las cosas que me parecieron ridículas fueron las fiestas de Pamplona. En Pamplona había una mezcla de brutalidad y de refinamiento verdaderamente absurda. Durante unos días se iba a las corridas, y después, de anochecer, se recibía con luces de bengala a Sarasate. Un pueblo rudo y fanático olvidaba una fiesta de sangre para aclamar a un violinista».
Es esa esquizofrenia, esas dos caras de la moneda y de la condición humana las que, en mi opinión, convierten a los sanfermines en fiestas universales y ofrecen todas las condiciones para elevar la materia narrativa que proporcionan a subgénero literario, como aventuré en el prólogo a Cuentos sanfermineros (2005), mi modesta y actualizada aportación a la literatura sanferminera: relatos protagonizados por piesnegros con perro y flauta, por adolescentes-croqueta, por porteros de Osasuna y alcaldesas enredados en un affaire sexual, por guiris que no han leído a Michener ni a Hemingway y que se lanzan de cabeza desde la fuente de Navarrería… O, también, por barrenderos (la otra cara de la moneda: quienes trabajan en San Fermín), como el que protagoniza mi novela ¡Oh , Janis, mi dulce y sucia Janis! (2011) en la que varios capítulos transcurren igualmente durante las fiestas de Pamplona y en la que aparecen escenarios y ambientes que comparte con otra novela publicada este año: A las 12, en el Iruña, de Pedro Pastor Arriazu, quien dice que «la esencia de los Sanfermines es meterse en ese barullo infecto de Jarauta». Si hay, en definitiva, cuentos de fantasmas o de fútbol no parece descabellado reivindicar los cuentos de San Fermín.
Los sanfermines son el tablado perfecto para el gran teatro del mundo y de la vida, ofrecen miles de situaciones y vivencias, de estampas rocambolescas, coloridas, ridículas, épicas, se convierten en un rito de iniciación para miles de adolescentes, en su primer contacto con el sexo, el alcohol y las drogas, con el relente de la mañana o con el aliento de la muerte a la espalda. Materia literaria prima que transciende lo local y que permite todos los puntos de vista: la irreverencia, el humor, la tragedia, la novela negra o erótica… Hay, en definitiva, miles de sanfermines ahí fuera, tantos como personas que lo viven, y todavía tan solo un puñado de obras de ficción escritas. Hay vida literaria más allá de Fiesta.
http://www.noticiasdenavarra.com/2011/07/08/especiales/sanfermines-2011/39fiesta39-mas-alla-de-hemingway