Es curioso, Raymond Carver está considerado uno de
los maestros del género del cuento o el relato corto y entre sus virtudes se
destaca siempre su minimalismo, la austeridad, la económica precisión de sus
narraciones, en las que elude las descripciones innecesarias, los adornos y
fuegos de artificio, hasta conseguir esos cuentos fibrosos y desapasionados,
como una cuchillada limpia y certera, en la que la sangre brota una vez acabada
la lectura; y, sin embargo, todo ello no se lo debemos a él, si no a Gordon Lish, el editor de sus primeros
libros de relatos, como De qué hablamos
cuando hablamos de amor, quien, corrigió, cambió los finales con frases propias
y podó los relatos de Carver hasta eliminar en ocasiones el setenta u ochenta por
ciento de lo que el escritor de Oregón le había entregado.
Los relatos
originales de De qué hablamos cuando
hablamos de amor fueron publicados (en España por Anagrama) tiempo después bajo
el título igualmente original de Principiantes
(esto también es curioso, que el barroco Carver eligiera un título corto y
el podador Lish uno tan largo), de modo que quien sienta curiosidad por la
vivisección puede comparar los respectivos trabajos y juzgar.
Dos versiones del mismo cuento
Veamos, por ejemplo, uno de los relatos más famosos de Raymond Carver, El baño (o Parece una tontería en la versión original). En él, una madre encarga para el cumpleaños de su hijo un pastel, pero el chico es atropellado por un coche y la fiesta debe ser suspendida, pese a lo cual, mientras el niño permanece en coma en el hospital, el pastelero, que desconoce esa circunstancia, reclama insistentemente por teléfono a la familia que pasen a recoger su pastel. El relato de Carver-Lish (¡atención, spoiler! — aunque, de todos modos, los suyos no son cuentos cerrados, que se resuelven con un giro sorprendente, sino más bien escenas cotidianas bajo las cuales se adivina una grieta, un latido del horror; en el caso de El baño, por ejemplo, ese teléfono terrorífico repiqueteando—),el relato de Carver-Lish, decíamos, finaliza precisamente con una de esas llamadas, en la que no sabemos muy bien si quien llama (“Se trata de Scotty”, dice) lo hace desde la pastelería o desde el hospital. En el cuento de Carver-Carver, por el contrario, esta escena final se alarga de tal modo que sabemos que Scotty, el niño, finalmente morirá e incluso vemos más tarde al pastelero reuniéndose con la familia.
Es evidente que Gordon Lish talla el diamante en bruto hasta convertirlo en una piedra preciosa lo cual no quiere decir que Carver carezca de talento. Gordon Lish descubre con su poda una voz, un estilo propio. Sin su trabajo de edición probablemente Carver nunca habría sido Carver, pero también es cierto que cuando este, frustrado, se rebeló contra su editor y decidió plantarse, obligarle a respetar su trabajo, dio a la imprenta trabajos notables como Catedral.
El cuento y sus decálogos
Carver, además, teorizó a menudo sobre el género del cuento, demostrando que conocía perfectamente sus mecanismos y secretos (la importancia de un inicio y un final contundentes, la necesidad de mantener la intensidad, el ritmo y la unidad…).
Son muchos
los autores de relatos, además de Carver, que han reflexionado sobre un género
cuya mejor definición quizás sería que un buen cuento es aquel que se escabulle
de todas las definiciones (algo que, por lo demás, se puede aplicar a la
novela, la música, la pintura…). Cortázar,
por ejemplo, decía en un decálogo sobre el género que “no
existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista”. Y fue
Cortázar también quien, en las Clases de
literatura que impartió a regañadientes en la Universidad de Berkeley dijo
que, extrapolándolo al lenguaje del cine,
si una novela era la película, un cuento era la fotografía (o, llevándolo
al mundo del boxeo, que “la novela gana siempre por puntos, mientras que el
cuento debe ganar por K.O.”).
Los decálogos sobre el
cuento son un subgénero por sí mismos, que han cultivado autores como García Márquez (“Cuenta un cuento que
te gustaría leer”), Julio Ramón Ribeyro (“El
cuento debe solo mostrar, no enseñar”) u Horacio
Quiroga (“No adjetives sin necesidad”)… A este último, por cierto, la
escritora argentina Silvina Bullrich
contestó con una refutación en la que, por ejemplo, detecta dos adjetivos
prescindibles en una frase de un cuento del escritor uruguayo.
Por el rabillo del ojo
Otra escritora, autora de grandes cuentos, Flannery O’Connor, reflexiona sobre el género en un texto titulado El arte del cuento en el que señala que este es “una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana”. Y, si lo pensamos bien, estamos constantemente contando cuentos. Un chiste es un pequeño cuento. Cada vez que le explicamos a alguien por qué hemos llegado tarde a una cita, con quién nos hemos encontrado en la calle, qué hicimos el fin de semana, estamos contando un cuento y utilizando inconscientemente los recursos y estructuras del género: un inicio que atrape su atención, un discurso que mantenga la tensión, un final que resulte revelador, sorprendente o cómico o que deje en el tejado de nuestro interlocutor la pelota…
Joseba Sarrionandia, por su parte,
escribió un cuento reivindicándolos en el que decía que son cuentos lo que los
niños piden a sus padres cuando van a dormir, no novelas. Lo cual, nos lleva a
aclarar algo que a los cuentistas nos preguntan a menudo —incluso en
entrevistas— y que encajamos con una sonrisa glacial: “¿Pero lo que usted
escribe, son cuentos para niños?”. Esperamos que a estas alturas del artículo
todos quienes los estén leyendo comprendan que no, o que igual también sí, pero
que eso es otra cosa, y estamos hablando de relatos, historias cortas, de un
género literario (o un subgénero, si nos ponemos quisquillosos), porque si no,
corremos el riesgo de que alguien vaya a la librería y se lleve para su hijo de
seis años un libro de Bukowski.
Volviendo, para acabar, a Raymond Carver, en su artículo Escribir un
cuento señala: “La definición que da V.S.
Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo” otorga a
la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina
un instante susceptible de ser narrado”.
Algo que nos sirve para concluir con una definición, de nuestra propia cosecha, que puede servir para aproximarse a este género tan escurridizo y que tanto nos apasiona y que vendría a decir, en fin, que el cuento es como encender una cerilla en un cuarto a oscuras: todo aquello que se ve mientras permanece encendida la llama.
PATXI IRURZUN Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 22/08/2020
Publicado en magazine On, suplemento semanal de diarios de Grupo Noticias (15/08/20)
Uno de los
libros más emocionantes y bonitos que he leído es, sin duda, Capitanesde la arena, de Jorge Amado.
Pero no me hagan mucho caso. Lo que a uno le parece bonito a otros les puede
parecer un horror. Tengo comprobado, además, que hay un nada despreciable (en
cuanto a número) grupo de lectores a los que no les gustan los libros que
hablan sobre desgracias (es decir, el ochenta por ciento de la literatura
universal), a los cuales les recomiendo que no sigan adelante con este artículo
en el que, además de esta novela del escritor brasileño Jorge Amado, vamos a
hablar de literatura sobre sintecho o escrita por sintecho.
Capitanes de la arena cuenta las peripecias de una banda de
niños de la calle, de meninos da rua
de Salvador de Bahía (el libro se publicó en 1937, pero, por desgracia, sigue
siendo terriblemente actual), sus temores, sus sueños y las razones que les
llevaron a la marginación y la delincuencia. Las novelas de Jorge Amado, el
gran narrador de la ciudad de Bahía, pobladas por prostitutas, vagabundos,
campesinos, obreros, siempre lo hacen, siempre nos enseñan que tras cada una de
esas historias hay una injusticia y que nadie nace ni se hace pobre por
vocación. En el caso de Capitanes de la
arena, por ejemplo, hay dos momentos de la novela que resumen perfectamente
la misma: la escena de los meninos da rua
subidos a un tiovivo en el que por unos momentos son capaces de olvidarse de la
miseria, la violencia, el hambre en la que viven sumidos; o el capítulo en el
que uno de ellos, Sin-Piernas, es
adoptado por una acomodada familia y se debate entre la misión por la que se
deja acoger por esa familia: marcar la casa y facilitar al resto de la banda el
asalto de la misma, y la felicidad que, repentina e inesperadamente, encuentra al
sentirse por una vez querido —más allá de la camaradería de sus compinches—.
Los niños de la calle, se puede concluir, son solo niños, y lo que le añade la
apostilla “de la calle” es la persistencia a lo largo de los siglos de miseria,
desigualdades y atropellos.
El pan desnudo de Mohamed Chukri Jorge Amado narra la historia desde una óptica cercana al realismo social e incluso socialista, y así algunos de los capitanes de la arena evolucionarán a lo largo de la narración hasta convertirse en una brigada de choque de lucha obrera. Todo ello sin que de las páginas de esta novela se borren nunca los trazos profundamente líricos con que es contada.
Al igual que en
las novelas de Jorge Amado, la literatura se ha ocupado en muchas otras ocasiones
de quienes no tienen nada: vagabundos, alcohólicos, mendigos…, a veces con un
halo romántico que se desvanece cuando los propios autores han sido sintecho y
han escrito sobre ello, como el escritor bereber Mohamed Chukri, que fue otro niño de la calle y escapó a la pobreza
a través de la literatura (aprendió a escribir con veinte años) dejándonos una
obra memorable, a la altura de Capitanes
de la arena como es El pan desnudo (o El pan a secas, así ha sido traducido en sus últimas ediciones).
Tom Kromer y Victor Hugo Viscarra Otro escritor sintecho
es el estadounidense Tom Kromer, autor
de Nada que esperar, un clásico de la
literatura de la Gran Depresión, que narra los cinco años que el autor pasó
deambulando por albergues, vías de ferrocarril, descampados o pensiones de mala
muerte.
La vida de los vagabundos estadounidenses de ese periodo (retratada también en otros libros, como el magnífico Tallo de hierro, de Willian Kennedy, adaptado al cine por Héctor Babenco e interpretada en su papel protagonista por Jack Nicholson), está escrita en Nada que esperar sobre papeles de fumar o en los márgenes de los folletos religiosos de los albergues cristianos. Kromer refleja la desesperanza de un ejército de pobres vencido por el hambre y el desempleo, sus triquiñuelas para pedir limosna, la muerte de algunos compañeros, desmembrados al intentar subir en marcha a trenes de mercancías, las palizas de la policía…
A las palizas de
la policía, precisamente, achacaba otro escritor vagabundo, el boliviano Víctor Hugo Viscarra, su ruina física,
en lugar de a los treinta años malvividos en las calles de La Paz, o al alcohol
trasegado durante todo ese tiempo. Víctor Hugo Viscarra, que murió en 2006 a
los 49 años cuando parecía que tenía 70, dejó títulos como Alcoholatum y otros drinks, en los que describe la vida de los
borrachos, delincuentes y vagabundos de La Paz, es decir, su propia vida: los
bares como pudrideros (bares con nombres como El pezón de la mariposa o El
Averno; bares en los que es posible encerrarse bajo candado para beber hasta
reventar, literalmente); el sexo indigente,
buscando calor en la pestilencia y la llaga; el mundo y el lenguaje del
pequeño hampa paceño… De Víctor Hugo Viscarra, una leyenda de la noche y de la
literatura maldita boliviana, se han ocupado más y mucho mejor otros autores
como Alex Ayala o Miguel Sánchez-Ostiz; y la editorial
gasteiztarra Mono Azul, con Jabo H.
Pizarroso al frente, publicó su título quizás más conocido y accesible, Borracho estaba, pero me acuerdo.
El escritor apestado, y Miquel Fuster El mexicano Carlos Flores Vargas no es propiamente
un escritor sintecho, pero sí se puede decir que vive y trabaja en la calle,
que la recorre cada día de arriba abajo con sus libros a cuestas, y con los
recortes de prensa que hablan de “su caso”. Ganador del prestigioso concurso
internacional de cuentos Max Aub en 1988, Flores firmó un contrato con la
editorial mexicana Diana, pero esta retuvo sus cuentos, dilató ad infinitum la publicación de los
mismos, ante lo cual el escritor inició una huelga de hambre frente a sus
oficinas e incluso amenazó con amputarse y comer su propio brazo si la
editorial no cumplía el contrato. La editorial finalmente indemnizó al escritor
pero su pequeña victoria fue a la vez su tumba, pues a partir de ese momento
ninguna otra editorial quiso publicar a un autor con fama de conflictivo como
Flores Vargas. Desde entonces, este vende de manera ambulante sus libros, que
él mismo edita bajo sello propio (El patito feo), por el Zócalo de México DF.
Por cada uno de ellos pide 0,60 pesos, y además tiene una página web, www.elescritorapestado.com, en las que se pueden leer algunas de
sus obras, como Cuentos de sexo o Estela y la sangre.
Un caso más cercano es el del dibujante e ilustrador barcelonés Miquel Fuster, que tras entrar como aprendiz con dieciséis años en la Bruguera y trabajar como ilustrador durante un tiempo en otras editoriales de prestigio, como Norma, o agencias de prestigio como Selecciones Ilustradas, se vio en la calle a causa de una acumulación de desgracias: una ruptura sentimental, el refugio en el alcohol, el incendio fortuito de su vivienda… Miquel Fuster pasó quince años viviendo al raso, sobreviviendo gracias a la mendicidad, hasta que en 2007 comenzó a publicar sus vivencias en un blog que finalmente se convertiría en una novela gráfica titulada Miquel, 15 años en la calle. Miquel mantiene además un blog (www.miquelfuster.com) en el que se pueden ver algunas páginas de este trabajo, y otras ilustraciones de trazo desgarrado y oscuro que dejan constancia de sus años como sin techo.
Fuster, Viscarra, Flores, Jean-Marie
Roughol, cuya autobiografía
se convirtió en un best-seller en Francia, los cuatro vagabundos polacos
autores de Invisible, un curioso
libro cuya tinta solo es visible bajo cero, de modo que quienes lo lean sientan
qué es vivir a la intemperie, el Diario
de una vagabunda de la japonesa Fumiko Hayashi…
Hay, en definitiva y por desgracia, muchos capitanes de la arena y, para
disgusto de esos “lectores” que citábamos más arriba, nos tememos que, como
decía el tango de Discépolo, puesto que “el mundo fue y será una
porquería” seguirá habiendo también
quien, afortunadamente, dé cuenta de ello en novelas crudas y hermosas como las
de Mohamed Chukri o Jorge Amado.
Cualquiera que disfrute husmeando en las librerías de segunda mano se topará en ellas con este título una y otra vez, en diferentes ediciones. Debieron de venderse en su día millones de ejemplares de Alguien voló sobre el nido del cuco y a ello, sin duda, contribuyó la exitosa versión cinematográfica de Milos Forman, con Jack Nicholson interpretando al rebelde MacMurphy. Ken Kesey, sin embargo, el psicotrópico autor de la novela, abominaba de esa película. Quizás no al extremo de Boris Vian con la adaptación de Escupiré sobre vuestras tumbas, quien falleció de un infarto sentado en la butaca de un cine que la proyectaba. Pero casi.
Kesey consideraba que el director de Amadeus había traicionado el espíritu de su novela (y así era, aunque lo hiciera de un modo magistral), cargando el protagonismo de la misma en MacMurphy-Nicholson y dejando en un segundo plano al narrador de la historia, el Gran Jefe Brondem y a su mundo interior. De hecho, mientras la novela está contada con la voz del Gran Jefe, en la película este no pasa de ser un secundario, a quien solo se escucha pronunciar una reveladora frase, pues hasta entonces todos lo habían considerado sordomudo (en una clara metáfora de la situación de los naciones indias en Estados Unidos). También contribuyó, claro, al rechazo de la película por parte de Kesey el hecho de que los productores del film desestimaran el guión propuesto por él o que el escritor, de todos modos, vendiera los derechos de su libro sin demasiado margen de maniobra para intervenir.
Los experimentos, con LSD
Alguien voló sobre el nido del cuco, recordemos, nos cuenta la lucha de un grupo de enfermos psiquiátricos contra el despótico trato de su enfermera, la todopoderosa Gran Enfermera Ratched, lucha que se desatará con el ingreso de MacMurphy, un pequeño delincuente, exveterano de la guerra de Corea, que simula trastornos mentales para eludir la prisión y los trabajos forzados. MacMurphy alentará al enfrentamiento y la desobediencia a sus compañeros — a veces con consecuencias funestas— en una historia tras la que palpita el cuestionamiento de una sociedad, como la de los Estados Unidos de los años 60 (la novela se publicó en 1962), conservadora, uniformadora, castrante y controladora.
La idea para escribir Alguien
voló sobre el nido del cuco, en la que una de las formas de sometimiento de
los pacientes es la farmacología, se le ocurrió a Ken Kesey tras participar
como cobaya humana en un experimento auspiciado por el gobierno de los Estados
Unidos sobre los efectos de los psicotrópicos, en el transcurso del cual el
escritor conoció el ácido lisérgico o LSD, de cuyas virtudes se convertiría en
uno de los principales profetas, dándose la paradoja de que una de las herramientas
de liberación de la contracultura, las drogas, se propagara desde la
administración (recordemos, además, que la propia CIA experimentó con el ácido
lisérgico como elemento de control mental, antes de que los beats primero y luego los hippies le
dieran un uso recreativo).
Un viaje fluorescente al Más Allá
Ken Kesey, uno de los abanderados, precisamente, de la generación beat —aunque quizás no tan conocido como Jack Kerouac, Willian Burrougsh o Allen Ginsberg— estuvo al frente de los The Merry Pranksters, los Alegres Bromistas, un grupo de jóvenes que en 1964 (es decir dos años después de la publicación de Alguien voló sobre el nido del cuco) recorrieron los Estados Unidos de costa a costa a bordo de un fluorescente autobús, al que bautizaron como “Further”, es decir, “Más allá”, en un psicodélico viaje en el que ofrecían catas públicas de LSD. El conductor del “Más Allá” fue Neil Cassady, el espídico muso de la generación beat, inmortalizado en la novela En el camino de Jack Kerouac, y a la tripulación se sumó también el grupo de música Greateful Dead. Tom Wolfe, por su parte, el autor de La hoguera de las vanidades, hizo la crónica del accidentado viaje (tan solo doscientos metros después de iniciarse el autobús se quedó sin gasolina) en Ponche de ácido lisérgico, uno de los libros señeros del llamado periodismo gonzo, aquel que hacía crónicas desde dentro, en primera persona y sin eludir la experiencia propia.
No fue el de Wolfe el único testimonio del lisérgico itinerario de los Alegres Bromistas, ellos mismos llevaban consigo algunas cámaras, aunque a la postre estas sirvieron más bien como elemento disuasorio cada vez que la policía les daba el alto, alegando que su comportamiento se debía a que estaban rodando un documental, pues las imágenes del mismo acabarían perdidas en un desván, del que finalmente las rescatarían y restaurarían Alison Elwood y Alex Gibney, que estrenarían en 2011 Magic Trip, en donde podemos ver —no resulta difícil encontrarlo en internet— a Kesey, Cassady y compañía en pleno viaje, nunca mejor dicho.
¿El libro o la película o los dos?
Volviendo a Alguien voló sobre el nido del cuco, el libro contiene uno de los finales más hermosos y redentores de la literatura, que no vamos a contar aquí, y que quien quiera conocer tendrá que leer, tras buscar la novela en alguna de esas librerías o ferias del libro de segunda mano. La abundancia de ejemplares de la misma en esos lugares, por cierto, no deja de resultarnos en este club de lectura de verano sorprendente. Se supone que si están allí es porque alguien se los has quitado de encima. Quizás la explicación se deba a que quienes se desprenden de ellos ya han visto la película, cuando lo lógico, en la mayoría de los casos debería ser lo contrario: “No, ya he leído el libro”, no vaya a ser que nos pase lo mismo que a Boris Vian al ver la adaptación cinematográfica. En el caso de Alguien voló sobre el nido del cuco, de hecho, si bien la película de Milos Forman es notable, la novela de Ken Kesey resulta imprescindible.
Publicado en magazine ON (diarios grupo Noticias) 01/08/20
Existe un tipo
de literatura juvenil de la que disfrutamos, sin complejos, lectores de
cualquier edad. No sabría muy bien cómo llamarla, entre otras cosas porque
podría caer en el error de etiquetarla y ponerle por nombre esos engendros que
el marketing utiliza para reducirla a un producto e imbecilizarla: Young adult, New adult… Yo me estoy refiriendo a títulos como El guardián entre el centeno, de John Salinger, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, El diario completamente verídico de un indio
a tiempo parcial, de Sherman Alexie,
Un puñado de estrellas, de Rafik Schami, el Diario de Anna Frank o
incluso algunas novelas de Baroja
como Zalacaín el aventurero o El árbol de la ciencia…Probablemente ninguno de estos autores escribió estos libros
pensando exclusivamente en los jóvenes; y seguramente por eso interesaron tanto
a los jóvenes, a diferencia de esas novelas juveniles que se escriben como si
fueran una hoja de cálculo y que ofrecen una visión edulcorada de la juventud; una visión en la que lo políticamente
correcto borra por completo todo el mundo en el que los jóvenes se
desenvuelven: sus primeros contactos con el sexo, con las drogas y el alcohol,
la agresividad, incluso la violencia con la que se enfrentan al mundo de los
adultos, a las imposiciones, a una vida que se les echa encima con intención de
reducirlos, de hacerles olvidar cuanto antes su sospechosa y amenazante
condición de jóvenes.
Delincuencia y lucha de clases
En el caso de la novela juvenil por antonomasia, Rebeldes, S.E. Hinton (¿qué demonios significan esas dos iniciales?) rizó el rizo, porque no solo escribió una novela en la que por primera vez todo eso estaba presente (la rebeldía y el ímpetu juveniles, el doloroso y súbito tránsito a la edad adulta, y, por otra parte, la delincuencia y la lucha de clases) sino que además quien la escribía sabía perfectamente de qué hablaba, pues Hinton firmó esta novela cuando tan solo contaba ¡17 años!
En Rebeldes
se nos narra la historia de
Poniboy, un joven quinceañero que vive con sus dos hermanos (al igual que en
otros libros juveniles, como las aventuras de Pippi Calzaslargas, se excita de ese modo otro de los sueños
juveniles: la ausencia de padres y de autoridad, la independencia y la libertad
total) y que se desenvuelve en un ambiente enconado, con diferentes bandas
juveniles enfrentadas. Poniboy pertenece a los greasers, los chicos de extracción humilde del East Side, cuyos
mayores enemigos son los socs, los
pijos del West Side (toda la estética de la novela remite a películas como West Side Story, Rebelde sin causa o Grease,
esta última con una visión casi paródica del tema). La novela lo tiene todo para llamar la
atención de un chaval: peleas, huidas, amores imposibles, cadáveres hermosos,
redenciones, incluso los extraños nombres de sus protagonistas: Poniboy,
Sodapop, Two-Bit…
Rebeldes y guapetones
Y a ello se suma, hablando de cine, que en su adaptación a la gran pantalla, a cargo de Francis Ford Coppola, en 1983, estos fueron interpretados por un ramillete de jóvenes, guapetones y tan desconocidos como prometedores actores: Matt Dillon, Patrick Swayze, Tom Cruise, Rob Lowe, Ralph Macchio, Emilio Estévez, Michael J. Fox (en el reparto aparecía, en contrapartida, incluso el mismísimo Tom Waits), con lo cual el éxito estaba garantizado; o mejor dicho, la prolongación del éxito, pues la novela se publicó quince años antes, en 1967, cuando, como hemos dicho, la autora contaba tan solo con diecisiete años (tras las iniciales S.E. —esto no lo hemos dicho aún— se ocultaba los nombres Susan Eloise, pues la joven escritora dudaba de que nadie fuera a creer que alguien de su edad y, sobre todo, una mujer, firmara aquella historia plena de violencia e incorrección política). En todo caso, Rebeldes se convirtió inmediatamente en un fenómeno, en un superventas, para “desgracia” —hablando en términos creativos— de su autora que, como sucede a menudo en estos casos, ha vivido toda la vida lastrada por el peso de ese éxito.
Tras Rebeldes S.E. Hinton escribió otras obras y secuelas de su novela, como La ley de la calle, también llevada al
cine por Coppola, y a cuyo elenco se sumaron actores, digamos, con otro perfil,
como Mickey Rourke o Nicholas Cage; pero sin conseguir nunca
alcanzar el éxito arrollador de su primera obra, lo cual la sumió en una
depresión durante algún tiempo.
Autores de un solo éxito
Susan Eloise Hinton podría, en ese sentido, contarse entre esas autoras one hit wonder, de un solo éxito, como Anna Frank y su diario (por razones obvias), Harper Lee y Matar un ruiseñor (de quien también nos ocuparemos en otra entrega), o J. D. Salinger y El guardián entre el centeno (aunque el enigmático Salinger también ha entregado a la imprenta algunos cuentos memorables). De hecho, si bien Salinger merecería otra sesión del club de lectura dedicada íntegramente a él, no nos resistimos a citar algunas curiosidades sobre su memorable novela que, por otra parte, se anticipó a Rebeldes a la hora de abordar sin tapujos algunos aspectos de la cultura juvenil, como la sexualidad o el lenguaje desenfadado. Al contrario que la novela de S.E. Hinton, El guardián entre el centeno, que en otros países de habla hispana se titulo El cazador oculto, no tiene una adaptación cinematográfica, pero se resarce ampliamente con los numerosas canciones que han dedicado a la novela grupos, en su día, rabiosamente juveniles, como Guns N’ Roses (Catcher in the Rye),Green Day (Who Wrote Holden Caulfield?), The Offspring (Get It Right) o Beastie Boys (Shadrach). Sin olvidar, hablando de música, la desgraciada influencia que tuvo la novela en un mal lector de la misma, Mark David Chapman, que como es bien sabido esperó a la policía leyéndola después de haber asesinado a John Lennon.
Dos recomendaciones más
No me gustaría acabar estas líneas sobre novelas-juveniles-que-pueden-leer-y-disfrutar-lectores-de-todas-las-edades sin citar brevemente dos por las que siento especial debilidad: El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial, de Sherman Alexie, un autor nativo norteamericano, con una obra tremendamente recomendable en la que los protagonistas de sus cuentos y novelas son, como él, indios spokane, cuyas historias transcurren en reservas en las que tratan de evadirse del racismo y la marginación bebiendo, jugando al baloncesto o, como es el caso del protagonista de esta novela, dibujando cómics —sin caer por ello en la resignación ni el victimismo— y en las que no falta un toque de humor. En el caso de El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial hay dos argumentos que hacen inevitable su lectura: que la revista Time la haya colocado en el puesto número uno de la lista de mejores libros juveniles de todos los tiempos; y, sobre todo, que la Asociación de bibliotecarios estadounidenses la haya incluido en otra lista: la de libros que han recibido más peticiones de censura.
Contra la censura precisamente, y contra la desaparición de algunos de algunos de sus vecinos, la agobiante presencia de policía secreta y la falta de libertad en la Siria de los años 60, escribe un periódico mural en las paredes del barrio antiguo de Damasco el protagonista de Un puñado de estrellas, de Rafik Schami, una obra emocionante y hermosa (que, al igual que la de Sherman Alexie, se articula en forma de diario), y que es, en definitiva, como todas las anteriores, una novela para jóvenes rebeldes de todas las edades como ustedes y como yo.
La semana pasada acabábamos la primera entrega de este repaso por los libros que se han ocupado del RRV (Rock Radikal Vasco) citando La mejor banda del mundo, de Anjel Landa y Crisóstomo Amezaga, una obra que está a caballo entre la biografía y la ficción. El libro, de hecho, comenzó siendo una novela. Sin embargo, se puede decir que el RRV no ha tenido apenas reflejo, o al menos el reflejo que se merece, en la literatura de ficción. No son muchas las novelas en las que aparece, ni siquiera como música de fondo(esta es una de las carencias y debilidades que, por ejemplo, le achaca Iban Zaldua a un libro como Patria, una obra vendida a mansalva como el relato definitivo de una época y en la que sin embargo, extrañamente, ningún protagonista escucha la música de esa época: Kortatu, Barricada, La Polla Records…). Sí aparece, sin embargo, en algunos otras novelas y cuentos, sobre todo en euskara, como Galdu arte, de Juan Luis Zabala, o en las obras de Xabier Montoia, que como decíamos la semana pasada fue el primer cantante de Herztainak, o estuvo al frente de M-ak… Pero en general da la impresión (aunque seguro que hay muchos más libros de ficción que se nos escapan) que hay un pequeño vacío en ese sentido y por eso nos gustaría citar otra novela sobre Eskorbuto, o, en concreto, sobre uno de sus componentes: Pasión y muerte de Iosu Expósito, de Beñat Arginzoniz, en la que, en una narración impregnada de poesía, se relata con una imágenes muy evocadoras los últimos días de la vida del guitarrista y cantante de la banda.
Una novela impresionante, como lo es también Agua para los muertos, que el propio Arginzoniz dedica a un componente de otro grupo que sigue la estela de Eskorbuto, Subversión X, y cuyo cantante, Jabi Arroyo, acompañó precisamente a Iosu Expósito en sus últimos días de vida (y que, posteriormente, llevó una vida bastante similar, marcada por la toxicomanía, la delincuencia y la autodestrucción, aunque, en este caso, con un final feliz; Arroyo, de hecho, es hoy en día uno de los más activos reivindicadores de la memoria histórica del grupo de Santurtzi, impulsando iniciativas como el gran mural que se pintó en honor de Eskorbuto recientemente).
Qué dura es la vida
del artista
Con Eskorbuto tuvieron sus más y sus menos otro de los grupos referenciales del RRV, La Polla Records, a quienes, al parecer, Iosu Expósito robó una guitarra durante un concierto en el que compartieron cartel. Se cuenta que el rifirrafe dejó también un intercambio de temas con recado entre un grupo y otro (Cuidado, por parte de Eskorbuto, y El avestruz, de La Polla). La cuestión es que, si bien el grupo de Agurain no tiene una biografía propiamente dicha, Evaristo Páramos, su icónico cantante, una de las mentes más lúcidas y rápidas del rock vasco, ha generado abundante bibliografía que podemos incluir en este repaso de la literatura del RRV. Páramos fue, de hecho, uno de los primeros en animarse con la pluma. Publicó Por los hijos lo que sea en 2001 , una colección de relatos con estética de cómic (el propio Evaristo ha renegado en más de una ocasión de este libro que originalmente fue concebido como tal, como un cómic; el libro, a pesar de todo, tenía varios e interesantes hallazgos literarios), a los que siguieron, años más tarde, una serie de desconcertantes publicaciones , Cuatro estaciones hacia la locura y Cuatro estaciones en la locura, en las que Evaristo relata en forma de diario, entre otras cosas, su aproximación al esotérico mundo de las runas o el tarot.
Aunque, sin duda, para esta bibliografía mínima del RRV la obra que más nos interesa es la titulada Qué dura es la vida del artista, un anecdotario del grupo en el que el cantante de La Polla Records repasa muchos de los momentos vividos con el grupo, sus orígenes, las giras, las subidas y bajadas, todo ello con la sorna y el desparpajo que caracteriza al que es, sin duda alguna, uno de los letristas más atinados del rock vasco (la universalidad y permanencia de sus mensajes así lo demuestran).
Barricada y RIP
Continuando con los grandes grupos del RRV, tenemos la biografía de Barricada, Electricaos, escrita por David Mariezkurrena y por Fernando F. Garayoa, un exhaustivo trabajo que recorre treinta años de carrera del grupo de la Txantrea, y a la que solo le faltan los capítulos finales, con la separación de la banda, la carrera de El Drogas en solitario, la perdida de la voz de Boni…, pero únicamente porque sus autores no eran adivinos y el libro se escribió antes de todos esos acontecimientos… Un gran trabajo, en todo caso, editado a todo lujo y muy recomendable. A él, relacionado con el universo Barricada, cabe sumar los trabajos que El Drogas ha publicado en los últimos años: el libro de poemas Tres puntadas(con prólogo de un servidor) y el dirigido al público infantil Las zapatillas de volar .
En cuanto a RIP, uno de los grupos a menudo injustamente en la segunda fila del RRV, hace poco ha sido editado un disco-libro o disco-fanzine titulado Larga vida a RIP, que, como reza su sinopsis, “reconstruye la trayectoria de la banda a partir de los testimonios de Txerra y de muchas de las personas que estuvieron al lado de RIP. Un relato crudo y feroz que narra las vivencias del cuarteto de Mondra, contextualizado en la Euskal Herria de los 80-90”, y que incluye un CD con versiones de diferentes bandas: Arkada sozial, Rat-zinger, Habeas Corpus e incluso dos temas inéditos grabados por Txerra, uno de los supervivientes de la banda.
Para ir acabando, aparte de libros como los ya citados dedicados a grupos concretos (y de otros, por ejemplo, Flores en la basura, que escribió Roberto Moso, el cantante de Zarama), también es interesante resaltar otros que han abordado el RRV desde un punto de vista más general, más académico incluso, dentro del género del ensayo.
De concierto en concierto y de mani en mani
Y así, tenemos en primer lugar el más antiguo de todos, Negación punk en Euskal herria, firmado en los 90 por Huan Porrah, un autor andaluz —Huan Porrah es una transcripción fonética de Juan Porras— y que es un primer intento por analizar el RRV como manifestación o expresión de un movimiento de negación, o de rebelión más amplio; el libro era o partía en realidad de una tesis doctoral, al igual que otro más reciente, de Jakue Pascual, Movimiento de resistencia: años 80 en Euskal Herria, Contexto, crisis y punk, del cual también vamos a reproducir parte de la sinopsis porque resume muy bien no solo lo que es el libro en sí sino además, efectivamente, todo este contexto en el que brotó el RRV: “Huelgas, conflictos obreros, agitación, guerra sucia, crisis, represión, paro, desilusión, heroína y bombas. La de los ochenta es una década llena de emociones, de cruda realidad y de sueños. Entre pelotazos, controles, botes de humo y porrazos, el no future desesperanzador y la utopía movilizadora, se abre paso en Euskal Herria una nueva generación, un potente y heterogéneo movimiento de resistencia compuesto por jóvenes de distintas adscripciones ideológicas. Abertzales, antimilitaristas, libertarios, ecologistas, feministas… se unirán en torno a una tupida red de medios contrainformativos y gaztetxes; rularán de concierto en concierto y de mani en mani”.
Jakue Pascual completa el trabajo con una segunda
parte titulada Radios libres, fanzines y okupaciones en la Euskal Herria de los años
80. Movimiento de resistencia II.
Tanto Movimiento
de resistencia de Jakue Pascual, como Negación
punk en Euskal Herria, de Huan Porrah están publicados por Txalaparta, al
igual que Party & Borroka,de Ion Andoni del Amo, que viene a
analizar cuál ha sido el rastro que la cultura del rock radikal ha dejado en
nuestra música, o cómo quizás llegó incluso a convertirse en algo hegemónico,
eclipsando la aparición de otras tendencias o corrientes, otras nuevas formas
en las que también la música funcionaba como aglutinador de la rebeldía y la
radicalidad.
Viviendo a toda velocidad
Para finalizar, esta vez sí, podemos concluir que al intentar abarcar todo lo que, desde la literatura, se ha aproximado de alguna manera a este fenómeno o a este movimiento de lo que se dio en llamar Rock Radikal Vasco, seguramente nos hemos dejado más de una y de dos referencias (por citar, aunque solo sea rápidamente alguna otra: Lluvia, hierro y Rock’n’Roll : Historia del rock en el gran Bilbao(1958-2008), de Álvaro Heras-Gröh). Seguramente también todavía queda mucho por escribir. No existe, por ejemplo, una gran enciclopedia o guía que recoja toda esa gran eclosión de grupos que se dio en los ochenta, por una parte porque sería casi imposible, pues cada barrio y cada pueblo, casi cada cuadrilla, prácticamente, tenía su propio grupo, y, por otra, porque también eran años de confusión, en los que se vivía sumidos en una especie de niebla y en los que nadie se preocupaba o pensaba en dejar constancia de aquello que estaba sucediendo, sino en -como cantaban Barricada- vivir a toda velocidad, como un ciclón.
Tal vez sea, en fin, la literatura de ficción —esta es una opinión personal—, las novelas, los cuentos —y en esas estamos algunos (Tratado de hortografía — Patxi Irurzun—) quienes tengan que reparar todo ello y quienes hagan nuevas aportaciones para reconstruir aquella época y aquellas vivencias que, de todos modos, el RRV expresó sin parangón a través de la música.