PATXI IRURZUN. Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 24/07/21
Los hábitos lectores pueden cambiar. Hace años, por ejemplo, yo nunca
leía varios libros a la vez. La culpa era de Vargas Llosa; o mejor
dicho, de su novela La tía Julia y el
escribidor, en la que un autor de
radionovelas mal pagadas se veía obligado a escribir varias al mismo tiempo y
acababa enloqueciendo, mezclando a los personajes y las tramas de unas y otras.
Temía que a mí me sucediera algo parecido. Después, forzado yo también por las
circunstancias (entrevistas, reseñas, clubs de lectura…), descubrí los
beneficios de simultanear lecturas. Por ejemplo, a menudo sucede que los libros
se atraen unos a otros, buscan almas gemelas, o pasadizos que los comuniquen.
Hace unas semanas, sin ir más lejos, al terminar Autokarabana, de Fermin Etxegoien, comencé Galdu arte de Juan Luis Zabala,
sin ningún motivo aparente que las conectara, y resultó, en una feliz
casualidad, que los personajes de ambas novelas frecuentaban el mismo bar, el
Atraskua de Azkoitia.
Al releer Nada me ha sucedido
algo parecido. La novela de Carmen Laforet ha compartido mesita de noche
con Regreso al edén, el último cómic
de Paco Roca, y con el último Premio Nadal, El lunes nos querrán, de Najat El Hachmi. En el caso de esta
última, los vasos comunicantes son claros y ya han sido reseñados en otros
artículos: la novela de Laforet y la de El Hachmi son el primer y el último
Premio Nadal, respectivamente, ambas son novelas de iniciación, las dos cuentan
historias de mujeres jóvenes que buscan su libertad en entornos y sociedades
adversas hacia su condición social o de género…
Una joven ganadora del Nadal
Carmen Laforet fue, efectivamente, la primera ganadora del Premio
Nadal, cuando solo contaba con 23 años y los galardones literarios —sobre todo
el Nadal— servían precisamente para eso, para descubrir nuevos y prometedores
autores, antes de convertirse en una especie de promoción interna de escritores
de la casa o de OPA hostil a otras editoriales.
Desde Laforet hasta El Hachmi han ganado el Nadal autores como Miguel Delibes, Francisco Umbral, Carmen Martín Gaite, Ramiro Pinilla, Francisco Casavella... Diecisiete mujeres en casi ochenta ediciones, la primera de ellas la desconocida Carmen Laforet, quien sin embargo obtuvo el premio in extremis, pues presentó su manuscrito el día que se cerraba la convocatoria y cuando el jurado ya había elegido sus candidatos, algunos de ellos escritores de postín. Nada, no obstante, era una novela incontestable, una retrato impresionante de la España de posguerra, gris, desesperanzada, opresiva como la casa de la calle de Aribau de Barcelona a la que llega una medianoche su protagonista, Andrea, la joven universitaria que ve cómo sus sueños y aspiraciones se diluyen junto a la extraña y violenta familia que la acoge, que es su propia familia, y de cuya locura trata por tanto a toda costa de huir, temiendo reconocerse en ella a sí misma.
Obra maestra
“Me marchaba sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba:
la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor”, escribe
Laforet en la última página de la novela, cuando abandona dicha casa.
Sorprende el escepticismo, a veces la resignación, el profundo
pesimismo, la tristeza insondable de esas frases y otras, sentimientos
impropios de una veinteañera (o quizás no, quizás son esos los años más felices
pero también los más atormentados de nuestra vida); en todo caso es portentoso
que con esa edad Carmen Laforet fuera capaz de escribir una novela tan
magistral, un clásico ya de la literatura española e incluso de la literatura
exitencialista; algo que, por otra parte, acabará en cierto modo lastrando la
carrera de la escritora, hasta ir apartándola poco a poco de la vida literaria.
“La verdad es que tuvo usted la rara fortuna (peligrosa) de comenzar
con una obra maestra”, le advierte Ramón J. Sender en una de las cartas
que durante largos años intercambiaron los dos escritores, y que se antologan
en el libro Puedo contar contigo.
Andrea y Naíma
Es también una larga carta la que escribe Najat El Hachmi en El lunes nos querrán, a una de sus amigas, otra joven musulmana catalana, en la cual ve el referente, el modelo para desatarse de las amarras, las imposiciones familiares y comunitarias (para desprenderse del velo o escapar a los matrimonios impuestos, por ejemplo…). Y son, como se ha señalado ya, varias las coincidencias entre esa novela y Nada (de hecho El lunes nos querrán se cierra con esta frase: “Nada más”). Si en Nada la casa de Aribau se convierte en un monstruo que devora a Andrea, Naíma, la joven protagonista de El lunes nos querrán lucha por huir de las fauces de los bloques de los barrios de la periferia, de los barrios verticales y sus leyes no escritas, o escritas a palos o con el desprecio visceral, la muerte en vida de quien las incumple; si la familia de Naíma y su interpretación estricta de la religión la retienen una y otra vez, Andrea siente sobre sus alas todo el peso de los traumas, los odios enquistados, la enfermedad mental de sus tíos; si esta bebe el caldo de verduras a escondidas, para mitigar su hambre, aquella se alimenta de comida basura, en pisos sin calefacción y paredes sin pintar…
Al oeste del edén
Y lo mismo podría aplicarse a Regreso al edén, de Paco Roca, cuya trama parte de una vieja fotografía, tomada en 1946 (Nada se publicó en 1944), a partir de la cual el dibujante reconstruye una historia familiar que guarda igualmente numerosos paralelismos con la novela de Carmen Laforet. Por ejemplo, en Nada Andrea es invitada en varias ocasiones por su compañera de universidad Ena a estudiar en su aristocrática casa, donde le dan de merendar, algo que a ella le avergüenza, pero que su estómago agradece (“Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo más que mi compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía”, escribe otra de sus demoledoras frases Laforet); pues bien, Antonia, una de las protagonistas del cómic de Paco Roca también aplaca su hambre merendando en casa de una vecina (o se vale de su amistad, en su caso algo menos desinteresada, para birlarle la merienda mientras juegan a dar de comer a las muñecas). Además, en ambas obras hay alusiones al estraperlo, se narran escenas de violencia doméstica, con una aparente —en realidad premeditada— naturalidad que resulta aterradora, pues refleja lo cotidiano de las mismas…
Pasadizos y trampillas
Creo, en fin, que he contado todo sin mezclar pasajes y personajes de unos libros con otros, como le sucedía al escritor de radionovelas de Vargas Llosa. Pero también sería bonito que, por ejemplo, los personajes de Autokarabana y Galdu arte coincidieran un día en el bar Atraskua, de Azkoitia; que existiera otro mundo paralelo, literario, en el que cada novela fuera un capítulo, formara parte de otra obra, de una entidad superior, llena de pasadizos, atajos, trampillas… Como si en realidad siempre estuviéramos leyendo el mismo libro y este (son las ventajas de simultanear lecturas, les invito a probar) nunca dejara de sorprendernos.
PAPILLON (HENRI CHARRIÈRE) Y OTROS LIBROS DE LITERATURA CARCELARIA
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 17/07/21
A lo largo de mi vida he leído un montón de libros, pero
luego la mayoría se me olvidan. A veces se me olvida incluso el libro que estoy
leyendo en ese momento. Pero algunos, muy pocos, permanecen en mi memoria como
una de esas marcas hechas sobre cemento fresco. Es el caso de Papillon, de Henri Charrière, que leí siendo adolescente y al que, además, nunca
he vuelto, a pesar de la honda impresión (nunca mejor dicho) que dejó en mi
memoria; o quizás precisamente por eso, por no borrar o tapar el recuerdo de
aquella lectura con otra que resulte decepcionante. A veces sucede, un libro
que nos ha impresionado en una época de nuestra vida en otras no nos deja
huella alguna (o nos hace preguntarnos por qué nos gustó tanto entonces, cómo
hemos cambiado, si ha sido para mejor, si acaso no nos habremos hecho ya
viejos, resabiados, conformistas…).
Papillon es, además, uno de los pocos libros prestados, tal vez el único, que nunca he devuelto a su dueño (lo cual, de todos modos, no compensa todos los libros, algunos muy preciados, que yo he prestado y de los que nunca he vuelto a saber). Una tontería, o un acto de puro fetichismo, porque ¿para qué conservar un libro que no tienes intención de volver a leer?
Las
peripecias de Papillon El
caso es que recuerdo con gran viveza muchos de los pasajes de este clásico de
la literatura de aventuras y carcelaria: los leprosos, que acogen a Papillon en
una de sus fugas (cómo al darle la mano a uno de ellos se desprende de esta un
dedo); Papillon desde lo alto de un acantilado estudiando las mareas, lanzando
cocos para ver cuáles de ellos se rompen contra las rocas y cuáles viajan mar
adentro, hacia la libertad; los escondrijos de dinero y armas en lo más recóndito
de las anatomías; las autolesiones para acceder a la enfermería y evadirse
desde esta, tras seducir al enfermero; la huida por la selva, fortalecido por
las hojas de coca, siguiendo a un “mugalari” que camina a saltitos, como un
animal; los días felices y plenos de amor, acogido por una tribu indígena (¿Por
qué se “fugó” también Papillon de aquel pequeño y escondido paraíso, en busca
de nuevos padecimientos? ¿Fue quizás para poder contárnoslo después?)…
Cito de memoria algunos de esos episodios, pero la novela de
Charrière es una sucesión de peripecias increíbles que dejan al lector sin
aliento y al mismo tiempo lo convierten en un fiel acompañante del narrador, al
que sigue —como si sus hojas de coca fueran las del libro, que devora de manera
adictiva— sin desfallecer por su periplo en penales siniestros, intrincadas selvas
tropicales, infectas celdas de castigo, manicomios, chalupas con vías de agua,
saltos al vacío…
Un preso ejemplar Papillon narra una historia real, la del convicto francés Henri Charrière, acusado (injustamente, según él) de asesinar a un proxeneta en París y enviado a una de las terribles prisiones de la Guayana francesa, concebidas como auténticos pudrideros de hombres o ataúdes de piedra, de las que Papillon (su apodo, que lo debe a una gran mariposa con las alas extendidas —papillon, en francés— tatuada en su pecho) intenta huir una y otra vez, a pesar de que lo que le espera sea con toda probabilidad la muerte u otra mazmorra en condiciones todavía, aunque parezca imposible, más duras que la anterior.
Si la obligación de todo preso es la de fugarse, Papillon
fue un preso ejemplar. Condenado en 1931, obtendría la libertad en 1945, tras
varias huidas, capturas, castigos,
condenas a trabajos forzados… hasta que finalmente consiguió escapar, ayudado
por las mareas y tras darle muchas vueltas al coco —nunca mejor dicho—, y
llegar a un país sin acuerdo de extradición con Francia, Venezuela, donde se
establece y se convierte en un rutilante empresario de la noche, primero, y
después, tras publicar su novela, en 1969, en el autor de uno de los best-sellers más vendidos de todos los
tiempos (éxito del que disfrutaría brevemente, pues murió, en Madrid, cuatro
años después).
El fenómeno literario en que se convirtió Papillon no es de extrañar, pues el
libro cuenta, por una parte, con el aval de su endiablado ritmo narrativo y con
esa sucesión de aventuras que hacen de él molde para innumerables clichés del
subgénero carcelario, tanto literario como cinematográfico: la tenacidad, el
equilibrio mental para salir vivo de una celda de castigo, arrugando los ojos
ante los hirientes rayos de sol; fingirse loco o enfermo para ser internado en
un hospital o un manicomio, desde el que la huida es más sencilla; el director
de la prisión que dice a los reclusos que nunca saldrán vivos de esta…
(La novela de Charrière ha sido llevada, por cierto, dos veces al cine, primero en 1973, con buena parte de la película rodada en Hondarribia*, e interpretada, entre otros, por Steve MacQueen y Dustin Hoffman, y con guión de Dalton Trumbo, el autor de Johnny cogió su fusil, novela que ya comentamos hace tiempo en estas páginas; y en 2017, con Rami Malek, el actor que encarnaría a Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody, haciendo de Louis Dega, el compinche de Papillon).
Por otra parte, Papillon, la novela, desprende autenticidad, es un relato autobiográfico (Charrière confesó que tres cuartas partes del mismo eran vivencias personales, pero que el resto las había extraído de las de algunos de sus compañeros de penal), todo lo cual lo acaba convirtiendo primero en un incontestable testimonio, una denuncia del inhumano sistema carcelario francés y finalmente, en un alegato a favor de algo que, en realidad, no solo debería ser la obligación de todo preso sino también de cualquier ser humano: la búsqueda incansable e irrenunciable de la libertad.
La literatura carcelaria Probablemente Papillon sea, junto con El conde de Montecristo, una de las cumbres de la literatura carcelaria, pero son innumerables las novelas que han llevado a sus páginas el mundo penitenciario (demasiadas como para hacer en las pocas líneas que nos quedan un resumen exhaustivo de este subgénero — sobre todo si quien lo hace es alguien que se olvida de la mayoría de los libros que lee—), aunque sí conviene distinguir entre obras, como el Quijote, escritas en prisión —es innumerable asimismo la lista de escritores que han sido encarcelados: Voltaire, Jean Genet, Oscar Wilde, Ken Kesey, Dostoievski, Miguel Hernández, Marqués de Sade…— y aquellas cuyo tema es la propia cárcel. Entre estas últimas me vienen a la memoria Archipielago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, algunos capítulos de las memorias de Giacomo Casanova (cuya descripción de la celda anegada en agua recuerda a la que hace Reinaldo Arenas en Antes que anochezca), En el patio de Malcolm Braly, en la que se relata la vida en el legendario penal de San Quintín, El astrágalo de Albertine Sarrazin, o más próximos a nosotros, la descarnada Carne apaleada, de Inés Palou, o Kartzelako poemak de Joseba Sarrionandia.
Pero me gustaría acabar citando al (injustamente) desconocido para el gran público poeta asturiano David González, el cual escribe, refiriéndose a la cárcel: “En este sitio/nadie cuenta estrellas por la noche”. El poema se titula Seamos realistas y pertenece a su libro Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, que les recomiendo encarecidamente —cualquier libro de este autor, en realidad— y que se puede leer aquí:
Los rayos paralelos, y otros cuentos KARMELE SAINT-MARTIN
Karmele Saint-Martin,
Carmen San Martin, Carmela V. de San Martin, Carmela V. de Saint-Martin,
Carmela Saint-Martin… Con todos esos nombres firmó sus obras la
escritora pamplonesa. Como si no acabara de encontrar acomodo, de sentir el
reconocimiento que merecía una obra literaria que hasta el día de hoy sigue
siendo en buena medida desconocida a pesar de sus méritos literarios y la
contundencia y actualidad de buena parte de, sobre todo, sus relatos, con los
que bien podría girar hoy en día por semanas y festivales de literatura negra,
por ejemplo.
(Karmele Saint-Martin fue el
último de los nombres literarios que adoptó y por eso es el que mantenemos
aquí, aunque quizás con el que más se prodigara o al que haya que recurrir para
encontrar muchos de sus libros sea Carmela Saint-Martin).
Vínculos familiares Su nombre real era María delCarmen Navaz Sanz. Nacida en Pamplona en 1895, era hija de María Ana Sanz, directora durante años de la Escuela Normal de Maestras de Navarra y pionera pedagoga, que reivindicó la promoción de la cultura y la lectura como fuente de aprendizaje, fuente de la que Karmele bebió desde su más tierna infancia. Uno de los hermanos de Karmele fue José María Navaz Sanz, amigo de Federico García Lorca o Luis Buñuel (a quienes conoció en la Residencia de Estudiantes) y actor de La Barraca, además de prestigioso oceanógrafo y jugador y entrenador de Osasuna en la década de los 20 del pasado siglo. La figura de José María Navaz ha sido rehabilitada y reivindicada recientemente en libros como Tras la pista de Federico García Lorca, de Joseba Eceolaza (en la que se sigue el rastro del poeta en una visita a Navarra) o Rojos. Fútbol, política y represión en Osasuna de Mikel Huarte, aunque curiosamente en ninguno de los dos se establece el vínculo familiar con la escritora.
Un
toque ligeramente negro Karmele,
no obstante, publicó nueve libros de relatos, dos novelas y algunas obras de
literatura infantil, y ganó o fue finalista de prestigiosos premios literarios
como el Leopoldo Alas para libros de cuentos, el Premio Doncel o el Premio
Sésamo.
Y eso a pesar de que comenzó a
escribir, o al menos a publicar, de manera tardía, con casi cincuenta años, tras
la muerte de su marido Rufino San Martín,
de quien tomó y afrancesó su apellido
literario y junto al que se instaló primero en Madrid y posteriormente en Donosti,
donde hoy una de sus calles homenajea a la escritora, distinción de la que
carece en su ciudad natal (al menos su madre, María Ana Sanz, nombra desde hace
décadas un centro educativo público en el barrio de la Txantrea).
Karmele Saint-Martin publicó su primera colección de relatos en 1959, con un título que es una declaración de intenciones: Ligeramente negro. Muchos de los cuentos de Saint-Martin tienen, efectivamente, un toque que los aproximan a la literatura negra, son cuentos poblados por personajes marginales o grotescos, con episodios truculentos, revanchas, arrebatos violentos, asesinatos, suicidios, estallidos de locura… Formalmente, sus relatos se caracterizan por sus finales sorprendentes y cerrados, giros que dan un sentido inesperado o resuelven la tensión creada, y que en ocasiones recuerdan a los de algunos autores del siglo XIX, maestros del género como Edgar Allan Poe o especialmente Guy de Maupassant. Y, en ellos, como en los de Maupassant, también late en ocasiones cierto tono zumbón, en el que el desasosiego y la burla revolotean junto a nuestra oreja.
Los
rayos paralelos En
el libro que nos ocupa, Los rayos
paralelos, publicado cuando la autora ya tenía más de ochenta años, esta
recupera algunos relatos que ya habían aparecido —aunque no todos— en otras de
sus colecciones, por eso, por su carácter compilatorio, lo hemos elegido (del
mismo modo podríamos haber elegido otra antología, Cruel Venecia, publicada por el Gobierno de Navarra y con edición
de J. L. Martín Nogales, que incluye
un estupendo y completo estudio sobre la autora y su obra).
Y así, podemos encontrar en Los rayos paralelos cuentos afilados
como navajas, es el caso de Celos, una
historia en la que ese sentimiento de posesión se enquista durante años y en la
que, en apenas unas intensas páginas, aparecen muchos de los elementos antes
mencionados: la violencia, el suicidio, la locura…
O Tablas, uno de los relatos sobre los que sobrevuela la influencia
de Maupassant, en concreto la de sus cuentos de guerra. En él se nos narra el
encuentro entre un pelotón de soldados liberales y una partida de carlistas,
que los oficiales al mando, cansados de los horrores y la crueldad de la
contienda, saldan de manera amistosa,
simulando que ese encuentro nunca se ha producido.
No faltan tampoco cuentos con
elementos fantásticos, como La exposición,
que bien podría haber servido de inspiración para una película como Noche en el museo, pues en él nos topamos
con el vigilante nocturno de un museo que ve cómo las piezas de la exposición Oro del Perú cobran vida y él mismo se
convierte en un ídolo inca.
Y hay, además, cuentos de
aventuras, misterio, terror (especialmente reseñable Mi santa madre, en el que aparecen en una cámara frigorífica
colgados de unos ganchos varios cadáveres), u otros protagonizados por enanos, gordas
— orgullosas de serlo—, niños en sillas de ruedas…
El ciclo vasco En sus últimas colecciones de cuentos Karmele Saint-Martin se interesó por temas relacionados con la cultura, la historia y el folklore vascos. Por ejemplo, con Las seroras vascas (no es una errata, la seroras eran sacristanas que se dedicaban a cuidar iglesias y ermitas) o con el que tal vez sea su libro más conocido, Nosotras, las brujas vascas, que prologó Julio Caro Baroja y algunos de cuyos relatos recuerdan, por cierto, a otros, como La dama de Urtubi, que el tío de este, Pío Baroja, incluyó en el que fuera su primer libro, Vidas sombrías.
Karmele Saint-Martin es, en fin, una autora injustamente olvidada o no lo suficientemente reconocida y que merece, sí, una calle en su ciudad natal —aunque ya me veo que entonces surgiría un enconado debate sobre qué nombre elegir para la placa, ¿Karmele, Carmela?, algo que podría solucionarse utilizando el título de alguno de sus cuentos: Calle las Gordas, Calle Dos navajazos, Calle Mi santa madre… creo que a ella le haría cierta gracia eso—; y es también y, sobre todo, una autora que merece la pena ser leída. Que es, a fin de cuentas, de lo que se trata aquí.
JOHNNY COGIÓ SU FUSIL, de DALTON TRUMBO, y otras novelas antimilitaristas
Publicado en magazine On (diarios de grupo Noticias) 06/02/21
Supongo que todos los lectores tenemos nuestros hábitos,
vicios y manías. En mi caso no puedo resistirme a la mala costumbre de leer
primero la última frase de una novela. No llego, eso sí, al extremo de
desecharlas por eso, entre otras cosas porque lo que convierte en bueno o malo
un final es todo lo que lo precede; y porque, incluso, si todo lo que lo
precede ha merecido la pena un final que no es redondo tiene una disculpa. Por
el contrario, a los inicios de los libros, al menos a aquellos que leo por
placer, les doy un margen de cinco o diez páginas antes de, si no me convencen,
imaginarme que soy Francisco Umbral y los arrojo a la piscina de mi dacha —como no lo
soy ni tengo dacha ni jardín ni siquiera balcón, me conformo con devolverlos a
la biblioteca pública—.
Literatura
y panfletos
Cuento todo esto porque si pienso en el libro con el que finalizamos esta entrega invernal del club de lectura, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo vienen a mi cabeza dos cosas: la primera es el video de la canción One de Metallica, en el que se intercalan imágenes de la película que el propio Trumbo dirigió para adaptar su novela y en el que vemos al protagonista de la misma aparentemente practicando headbanding, es decir sacudiendo su cabeza al ritmo de los acordes trash-metal de la canción, aunque lo que realmente está es intentando comunicarse en morse con la enfermera que cuida de él y suplicándole que lo eutanasie, pues ese protagonista es un soldado de la Primera Guerra Mundial al que un obús ha arrancado las extremidades y lo ha dejado ciego, sordo y mudo.
Y la segunda, la segunda cosa que me viene a la cabeza —y es
ahí a donde quería llegar— es el magnífico final de la novela, probablemente
uno de los que más me ha impresionado a lo largo de mi vida lectora: dos o tres
páginas que deberían hacer aprender de memoria en las escuelas de todos los
colegios del mundo y muy especialmente en las de los Estados Unidos o que habría
que esculpir en la fachada de la sede central de la ONU o, mejor, en la de FMI,
y en los muros de todos los cuarteles, antes de derribarlos… Sí, suena un poco
panfletario, pero es que ese final del libro lo es.
A menudo se utiliza ese término, panfletario, para denostar algunos libros o a algunos autores, pero Dalton Trumbo viene a demostrarnos con el impresionante remate de Johnny cogió su fusil que el panfleto también puede elevarse a la categoría de arte, convertirse en literatura de alto voltaje, como vemos a continuación (advertencia, la puntuación de la cita, o la no-puntuación, es la que aparece en el libro): “Recordadlo nosotros nosotros nosotros somos el mundo nosotros somos quienes lo ponemos en marcha hacemos el pan y la ropa y las armas somos nosotros el eje de la rueda y los rayos y la rueda misma…”.
Un
grito descarnado
Johnny cogió su fusil es junto con Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, la novela antimilitarista por antonomasia. En ella, como hemos anticipado, se narra el agónico monólogo de un soldado aprisionado en su propio cuerpo, en lo que queda de él, atormentado por sus recuerdos, las falsas promesas —los himnos, las banderas, la patria, las bandas de música que acompañaban a los soldados desde el centro de reclutamiento a las trincheras, es decir a la tumba o, como es el caso, al manicomio o al hospital—y por la imposibilidad de comunicarse con el exterior, hasta que descubre que cabeceando sobre la almohada puede enviar a su enfermera mensajes en código morse. El libro, por ello, está escrito con frases cortas, prácticamente sin comas, hasta desembocar en ese final en el que la ortografía se desvanece y deja limpio, desnudo el mensaje, ese grito antibelicista y descarnado, nunca mejor dicho. Toda la novela es en definitiva la respuesta a una canción popular estadounidense de carácter patriótico, que anima con ardor guerrero a los jóvenes a alistarse, y cuya primera estrofa dice: “Johnny, ¡coge tu fusil!”.
Pues bien, Johnny cogió su fusil y en eso es en lo que se
convirtió: en un tronco humano, con el cerebro intacto pero igualmente herido y
desquiciado, abandonado a su suerte en un sucio hospital militar.
La caza
de brujas
Johnny
cogió su fusil se publicó en 1939, a solo dos días de
iniciarse la Segunda Guerra Mundial, cuando, como señala Dalton Trumbo en un
prólogo fechado en 1959, el pacifismo era un anatema para la izquierda y un
enemigo a batir para la derecha. De hecho, la novela fue considerada inadecuada
y, si bien no llegó a censurarse o prohibirse, sí recibió todo tipo de
zancadillas, como elevar su precio hasta los seis dólares, un dineral para la
época. Comenzaba de ese modo el autor a entrever lo que le aguardaba a él y a
su trabajo como guionista de cine en los años siguientes, cuando se convirtió
en uno de los “Diez de Hollywood”, la primera de las listas negras elaborada por
el senador ultraconservador y anticomunista Joseph McCarthy.
Trumbo fue encarcelado durante un año y después se exilió a
México, desde donde escribió películas como Vacaciones
en Roma, que recibió un Oscar al mejor guión pero que él no pudo firmar ni
recoger. Sería Kirk Douglas el
primero que se atreviera a rehabilitarlo, volviendo a incluir su nombre en los
créditos de Espartaco, ya en 1960.
Posteriormente Trumbo escribiría los guiones de otras famosas películas como Éxodo o Papillon (inspirada en otro libro que también merecería un club de
lectura) o Johnny cogió su fusil, que
el propio Trumbo dirigió, después de que finalmente desecharan la idea otros
cineastas que habían mostrado interés en ella como el mismísimo Luis Buñuel.
Hay, por lo demás, también una película titulada Trumbo. La lista negra de Hollywood que cuenta la caza de brujas que padeció el escritor, interpretado en el film por Bryan Cranston, el actor protagonista de la serie Breaking bad.
Más
literatura antimilitarista
Hemos mencionado más arriba la otra gran novela antimilitarista: Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque. Como Johnny cogió su fusil, la novela transcurre durante la Primera Guerra Mundial, aunque en este caso el protagonista es un joven soldado alemán. En ella se describe de una manera naturalista la vida en las trincheras, la asfixia de los gases, el fragor de las bayonetas, el silbido de los obuses y las explosiones (lo cual nos recuerda también las asfixiantes primera páginas de otra novela, Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre)… Todo el horror de la guerra, en definitiva, abierto en canal, expuesto de una manera tan terrible como magistral.
Sin novedad en el frente también fue llevada al cine, en este caso por Lewis Milestone, que obtuvo con ella dos Oscar: mejor película y mejor director. Y si Johnny cogió su fusil inspiró a Metallica One, Elton John escribió All quiet on the western front basándose en el libro de Eric Marie Remarque.
Hay más obras literarias de carácter antimilitarista, como los Cuadernos de guerra de Louis Barthas o la demoledora La casa intacta de Willen Frederik Hermans, y no todas ellas usan el realismo, incluso el tremendismo, como alegato contra la barbarie. Es el caso de Las aventura del valeroso soldado Schwejk, de Jaroslav Hasek, quien se decanta por la sátira y el humor para denunciar lo absurdo de las guerras y la impunidad y la falta de escrúpulos de quienes las hacen posibles. Aunque si realmente queremos convencernos del despropósito del militarismo ni siquiera hace falta que recurramos a la literatura, sino a las matemáticas: basta con calcular cuántas camas UCI se podrían habilitar con los cien millones de euros que cuesta un avión Eurofighter, es decir un caza de guerra, de los que España planea comprar veinte unidades, que se suman a los setenta y tres con los que ya cuenta y sin los cuales yo no sé qué haríamos, la verdad.
MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA, de LUCIA BERLIN
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 23/01/21
En el caso de Lucia Berlin es cierto que, en vida, habían
visto la luz varios libros con sus relatos, algunos de ellos en editoriales de
cierto prestigio, al menos literario, como Black Sparrow, que John Martin fundó con el único fin de publicar
a Charles Bukowski (para ello vendió
su colección de libros raros y asignó a Bukowski un sueldo vitalicio para que
se dedicará sólo a escribir – a eso me refiero cuando hablo de prestigio
literario; eso es un editor como Dios manda; oh, Dios, ¿dónde está mi John Martin?—; la cuestión es que a John Martin la
apuesta le salió bien, Bukowski comenzó a vender libros como rosquillas, con
mucho sabor a anís, y eso le permitió a su editor publicar a otros autores como
John Fante, Paul Bowles, Joyce Carol
Oates o la propia Lucia Berlin); y es cierto también que esta, Lucia Berlin
llegó a ganar con alguno de esos libros algún prestigioso galardón, como el
American Book Awards, una especie de Premio Nacional en Estados Unidos con el
que han sido distinguidos, por ejemplo, Philip
Roth, Alice Munro, John Updike o la Premio Nobel de este año Louise Glück.
A pesar de ello, Berlin no dejó de ser una escritora
desconocida para el gran público hasta que en 2015, más de una década después
de su muerte, apareció Manual paramujeres de la limpieza, una selección entre
los 77 cuentos que escribió a lo largo de su vida. Y como suele suceder también
a menudo y paradójicamente en estos casos, su vida, la vida tortuosa de muchos
escritores que los aparta de la fama y el reconocimiento mientras la mantienen, mientras están vivos, se
convierte en algo que atrae o lleva hasta su obra a muchos lectores una vez
muertos.
Una
vida dura
Lucia Berlin no tuvo desde luego una existencia plácida. Errante, alcohólica, atormentada por la escoliosis, a pesar de lo cual se echó a las espaldas la crianza de sus cuatro hijos, vivió dando tumbos por diferentes lugares del mundo, Alaska, Chile, México, trabajando como mujer de la limpieza, recepcionista o profesora en centros penitenciarios, para acabar consumida por un cáncer de pulmón, durante unos agónicos últimos años en que una bombona de oxígeno la acompañaba a todas partes como un caniche, como ella misma decía en alguno de sus cuentos.
Lo cual ya nos da varias pistas sobre el carácter y el tono
de los mismos. Escritos recurrentemente en primera persona, los relatos de
Lucia Berlin se nutren en su mayoría de sus propias experiencias. Lydia Davis escribe en el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza:
“Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria
que en Francia se denominó “autoficción”, la narración de la propia vida,
tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y
vocación artística, creo que es eso, o una versión de eso, lo que Lucia Berlin
ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo —se refiere a uno
de los hijos de Lucia Berlin, Mark
Berlin—, luego añadió: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se
han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no sé siempre
con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la
historia es lo que cuenta”.
Es decir, se trataba de mezclar realidad con ficción pero
nunca de mentir. O dicho de otro modo, lo que escribía Lucia Berlin tal vez no
fuera exactamente lo que había pasado, pero se convertía en algo cierto en el
momento en que ella lo que escribía. Esto es así hasta tal punto que Jeff Berlin, otro de los hijos de la
autora, señala que los recuerdos más vívidos de su infancia son los que
describe su madre en los relatos, o que el Chile que él evoca es el que retrata
Lucia Berlin en los cuentos que ubica en ese lugar, donde la escritora pasó
buena parte de su infancia y adolescencia, pululando como una extraña por colegios
de élite, fiestas de embajadores y cócteles en club náuticos, a los que su
padre, un ingeniero de minas destinado en Santiago era invitado con frecuencia.
Las
risas de los funerales
Ese ambiente trivial y lujoso tiene poco que ver con otros
relatos de una Lucia Berlin adulta cuyos escenarios son los centros de
desintoxicación, las tiendas de licores, las salas de urgencias; pero es que
incluso ese Chile elitista tiene también poco que ver con el que Lucia Berlin
nos muestra en sus relatos, pues ella es capaz de traspasar con su mirada la
superficie resplandeciente de las piscinas y bucear entre la ciénaga de la
condición humana, de soltar, por ejemplo,
en mitad de un relato que transcurre glamurosamente entre tintineo de
copas y sonrisas profidén, que a ella le atraen pensamientos de los que nunca
nadie habla, como que los funerales son divertidos o que es emocionante ver
arder un edificio, convirtiendo además de ese modo esos pensamientos en la
descripción perfecta de esas fiestas de sociedad.
Estos giros inesperados, esa manera de narrar eléctrica,
fluida, las metáforas certeras y evocadoras, los olores, la sinceridad
apabullante, las enumeraciones que revelan en el último de los términos algo
que quiebra y a la vez da sentido a todo lo anterior… todo ello, conforma el
estilo de la escritora. El estilo de Lucia Berlin es, en fin, la manera de
entender la literatura en la que algunos creemos o a la que aspiramos, una
literatura en la que cada párrafo contiene una recompensa para el lector, y que
además es ofrecida de manera generosa y
natural, sin resultar pedante o lastrar el ritmo de la redacción. Y así, Berlin es capaz de hablar de urracas
que caen desde el cielo como bombas, de colocar a sus personajes a hacer el
amor en una cámara frigorífica o a leer salmos religiosos de una manera
lasciva, como si acariciaran las palabras, de describirnos un lugar diciéndonos
que huele a cilantro y a pis, de escribir frases tan contundentes como “Aquí no
hay bandas ni hay racismo. Tampoco hay muchas razas, de hecho” o, refiriéndose
a un agente de policía y a sus compañeros: “El educado, llamábamos todos a
Wong. A los demás los llamábamos cerdos”…
¿Justicia
poética?
“No pudo imaginarme a nadie que no quisiera leer a Lucia Berlin”, dice Stephen Emerson en la introducción a Manual para mujeres de la limpieza. Pero lo cierto es que durante años casi nadie quiso hacerlo y que fue poco menos que una casualidad (una crítica positiva en New York Times) la que la rescató del olvido. Lydia Davis señaló premonitoriamente en el prólogo antes señalado, escrito de manera previa al boom en que acabaría convirtiéndose el libro, que quizás con este Lucia Berlin empezara a recibir la atención que se merecía. Y también, en un exceso de optimismo, que siempre había tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano acaban emergiendo, como la nata montada, y su obra siendo reconocida. Pero lo cierto es que por cada Lucia Berlin debe de haber cien autores u autoras olvidados y desconocidos y maravillosos a los que la mala fortuna, la falta de habilidades o de contactos sociales, la condición social, de género, económica, política o sexual nos ha arrebatado, todo ello mientras cada año surge un nuevo genio que ha escrito o va a escribir la novela definitiva sobre algo, el conflicto vasco, la pandemia o el corazón humano y sus abismos.