La primera edición de Panza
de burro se acabó de imprimir a finales de marzo de 2020, en pleno
confinamiento, jucujucu, y desde entonces he leído ya tres veces la historia de
estas dos niñas canarias, Isora y shit, que, como un virus, como una pandemia,
como una tos de perro persistente, jucujucuju, no puedo parar de intentar contagiar
a otros lectores.
Andrea Abreu, su autora, nació en 1995 y Panza de burro es su primera novela. Se trata del libro de la autora o autor más joven y más cercano en el tiempo que hemos recomendado desde este club de lectura (de hecho, creo que es el único libro escrito por alguien vivo que hayamos recomendado hasta el momento*), pero estoy convencido de que acabará convirtiéndose en una obra de referencia dentro de los manuales de literatura española (lo que no sé es bajo qué epígrafe: ¿literatura millennial?).
Literatura millennial canaria Así es al menos como la califica la propia editora de la obra, Sabina Urraca, en el prólogo a la misma, aunque ella añade ese otro adjetivo, canaria, que es algo más que un sello de procedencia. El éxito de Panza de burro tiene doble mérito si a la juventud de su autora sumamos que es una obra escrita desde y sobre la periferia —Canarias, en este caso— en un sistema literario que acostumbra a mirar por encima del hombro y despreciar como local —o de provincias, como se decía antes— todo cuanto no esté escrito o publicado desde o sobre o con la mirada de Madrid o Barcelona. Una novela que transcurra en Cuenca, en Abadiño (a no ser que sea una réplica de Patria), o en Pontevedra será una novela local, mientras que si la misma historia se ubica en aquellos ombligos literarios será una novela que se eleva desde lo local a lo universal.
En el caso de Panza de
burro, además,estamos hablando
de la periferia de la periferia, o mejor dicho, de la periferia de la periferia
de la periferia, puesto que el escenario de la obra son los barrios altos, que
en este caso son los barrios bajos, de Canarias, aquellos desde donde quienes
los habitan solo descienden a las islas soleadas y afortunadas para limpiar los
hoteles y los pisos turísticos, y en donde la playa y el mar son paraísos
inaccesibles a los que para llegar hay que superar varias pantallas de la “guenboi”
en las que se emboscan perros callejeros y volcanes como gigantes dormidos,
todo ello bajo un cielo que aplasta las cabezas y los corazones.
El título de la novela, Panza
de burro, se refiere precisamente a ese cielo gris y plomizo que cada día pueden
rascar con sus dedos las dos preadolescentes, Isora y shit, que protagonizan la
novela y que viven allí, en lo alto de la isla, bajo la presencia dominante del
“vulcán”, criadas por las abuelas, o por su propia cuenta, en calles asalvajadas
y empinadas como la vida misma.
Novela
de iniciación Panza de
burro es una novela de iniciación, en la que ambas protagonistas olisquean
con curiosidad la roña que deja entre las uñas de esos dedos los
descubrimientos más tempranos de la amistad, el sexo o, en última instancia, la
muerte. Las dos niñas viven una relación de dependencia, de dominación (shit,
con minúsculas, es como Isora llama en todo momento a su amiga), en ese límite,
ese agujero negro, esa transición entre la niñez y la vida adulta en donde
ellas juegan con las muñecas barbies a criticar a las vecinas o a frotarse los “pepes”
—así, pepe, es como se nombra al órgano
sexual— o se topan con fotopollas en el “mesenyer” durante las clases de
informática.
“Estregarse” el pepe, la escatología, hurgar en los agujeros prohibidos… son referencias recurrentes en la novela, que se hacen sin pudor, de manera natural, porque eso, descubrir el propio cuerpo, sus olores, sus latidos, sus cambios, es lo normal cuando se tienen once años, algo que, sin embargo, parece desterrado a menudo de las novelas protagonizadas por personajes de esa edad, sobre todo femeninos, y no digamos ya de la literatura juvenil y ultrapolíticamente correcta.
Sin pudor también se utiliza el léxico propio de Canarias. Sin pudor y sin glosario, como la editora Sabina Urraca aclara en el prólogo. Decisión que, a la postre, resulta un acierto, pues del mismo modo que cuando conversamos con alguien que maneja otro acento, otro vocabulario, no lo interrumpimos para buscar en un diccionario todo aquello que desconocemos, sino que lo asimilamos y nos acostumbramos poco a poco a su habla (o como sucede en una novela como La naranja mecánica, de Anthony Burgess, en la que acabamos haciendo propia la jerga de los “drugos” que la protagonizan), del mismo modo acabamos aprendiendo en Panza de burro un “fisquito” del habla canaria, o en realidad del habla propia de los barrios bajos-altos de las islas o en realidad del habla o idiolecto de Isora y shit.
Editora por un libro El proceso de edición de esta obra, al que Urraca alude en el susodicho prólogo, es también reseñable y determinante en el éxito de esta novela. Panza de burro se publicó en la editorial Barrett dentro del proyecto “Editor/a por un libro”, en el que los editores ceden a escritores a los que admiran (hasta ahora han sido Patricio Pron, Sara Mesa y Sabina Urraca) la facultad de elegir una obra original e inédita y de ejercer ellos mismos como editores de la misma. No es la única editorial que ha llevado a cabo una iniciativa de este tipo, Caballo de Troya ha tenido también editores invitados (Mercedes Cebrián, Elvira Navarro, Alberto Olmos, Luna Miguel, Lara Moreno…), en su caso durante todo un año, cuya misión ha sido descubrir nuevos valores literarios. Un proceso de ese tipo implica necesariamente —sobre todo en el caso de Sabina Urraca, que no tenía que dirigir un catálogo de varios autores, sino una sola novela— un mimo y una dedicación especiales con la obra elegida, una mirada diferente, que no se enturbie con las necesidades comerciales, las modas literarias o la falta de perspectiva de editores que ni en un acceso de locura transitoria publicarían historias “locales” en las que los personajes hablan raro o guardan su propia mierda en tápers. Urraca, por el contrario, pudo dejarse enloquecer libremente por Panza de burro. Lo afirma, de hecho, en esas páginas introductorias a la novela, en las que confiesa que se enamoró del manuscrito hasta el enloquecimiento y que no lograba hablar del mismo sin emocionarse; o que no podría definir esta obra sin echarse a llorar y que si tuviera que hacerlo diría que es una novela febril, que contamina, algo con lo que, jucujucu, en este club de lectura estamos totalmente de acuerdo.
*No lo es, la semana pasada comentamos «Una cuestión personal», de Kenzaburo Oé, y el autor japonés sigue felizmente vivo
Hay un pasaje de Una cuestión personal, la novela que hoy traemos a este club de
lectura, en el que Bird, el protagonista, se describe a sí mismo como alguien
con las orejas pequeñas y demasiado pegadas al cráneo, algo que resultará
chocante a los lectores que tengan por costumbre leer las solapas de los
libros, pues en la dedicada a la biografía del autor se habrán encontrado con
una fotografía del mismo en la que resulta inevitable fijarse en sus llamativas
orejas de soplillo. Más todavía cuando, en esa misma solapa, descubra que la
dramática historia que narra la novela —el nacimiento de un niño aparentemente
monstruoso, sin apenas esperanza de sobrevivir o al que aguardan unas
condiciones de vida muy limitadas— está basada en la experiencia propia de Kenzaburo Oé, padre de un bebé
hidrocéfalo.
Es como si el escritor japonés nos
estuviera advirtiendo: “¡Ojo, Bird soy
yo, pero no soy yo, esto es literatura!”; o tal vez como si estableciera a
través de esa pequeña broma de las orejas un pacto con el lector, gracias al
cual este acepta que Oé podrá expresar a través de la ficción algunos
sentimientos e impulsos —por ejemplo, el terrible debate moral sobre el que
pivota la obra: salvar al niño o dejarlo morir— que resultarían insoportables en
la realidad o en una obra confesional o abiertamente autobiográfica.
Un
final feliz A todo eso ahora lo
llaman autoficción, un recurso literario de toda la vida —ficcionar, novelar vivencias
personales— que se puso de moda hace unos años, del mismo modo que ahora se ha
puesto de moda denostar la autoficción, supongo que con la intención de desplazarla
para traer al centro del tablero literario la novela distópica o el gótico-rosa
o la novela policiaca protagonizada por chimpancés (esto pretendía ser una
broma, pero conforme lo voy escribiendo me doy cuenta de que en realidad ya lo
hizo Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue. ¡Todo
está inventado!).
Una
cuestión personal se
publicó en el año 1964, solo un año después de que Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, naciera con una serie de
discapacidades físicas y mentales, algo que determinaría no solo la vida sino también
la carrera literaria del autor japonés, quien además de en Una cuestión personal ha escrito sobre su hijo en varias novelas
más, como Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, El grito silencioso o ¡Despertad,
oh jóvenes de la nueva era!
No destriparemos aquí el desenlace de la novela, pero sí podemos contar que en el caso de Hikari Oé —es decir, en la realidad—, hay un final feliz, en el que aquel niño hidrocéfalo y autista acaba convirtiéndose en un reputado compositor musical del que su padre afirma con sorna y orgullo que vende más discos que él libros, y eso que Oé es todo un Premio Nobel; y, por cierto, uno de los pocos que no se han dormido en los laureles y que después de obtener el galardón han seguido escribiendo obras de fuste.
Los
mapas sin usar En la novela que nos
ocupa el alter ego del autor, apodado Bird (es decir, pájaro), es un profesor
de inglés atormentado por su vida mediocre, de la que solo puede evadirse
planificando un viaje a África que se verá frustrado por el nacimiento de un
bebé con una hernia cerebral, la cual le da la apariencia monstruosa de tener
dos cabezas. De hecho, así —el monstruo, la cosa, etc.— es como se refieren a
él con una frialdad y una deshumanización brutal los doctores, quienes también
son los que sugieren la posibilidad de no alimentar al niño para dejarlo morir.
Es decir, el dilema de Bird no tiene tanto que ver con la vida o la muerte que aguarda a su hijo discapacitado sino con el hecho de que la irrupción de este en su vida amputa de cuajo sus alas, enjaula sus sueños de juventud. En los días posteriores al parto asistimos a un descenso a los infiernos, un viaje al fin de la noche del protagonista, que buscará refugio en el alcohol, la violencia o el sexo, el cual comparte de una manera desapasionada, fisiológica —como quien siente deseos de defecar o escupir— con una antigua compañera de universidad en la que no obstante encuentra un alma gemela, el reflejo en un espejo que nos devuelve tras su imagen la de una sociedad como la japonesa de costumbres y moral rígidas, en la que la familia, el trabajo, la reputación, son pilares inamovibles cuyo peso insoportable ahoga a quienes quieren alzar el vuelo. Bird e Himiko, así se llama ella, son inadaptados, perros verdes, espíritus insatisfechos, que luchan por acallar sus anhelos, o mantenerlos vivos en secreto, bebiendo a escondidas en pequeños apartamentos, trazando viajes imaginarios en mapas que nunca se desplegarán en los territorios que esos mapas representan.
Hay, por ejemplo, un pasaje en el que
Bird acude con resaca a impartir su clase y acaba vomitando sobre la tarima, un
sacrilegio, un pecado imperdonable, que lo convierte a los ojos de sus alumnos
y compañeros en un monstruo, en lugar de mostrarlo más humano, más
vulnerable.
Por
puro amor No es difícil imaginar,
pues, cómo impactaría una novela como Una
cuestión personal en una cultura tan contenida y tan estricta como la
nipona. La literatura descarnada, su sinceridad radical, la exposición de las
dudas y los abismos personales más profundos… todo ello está en esta obra en la
que, más allá de la peripecia que se nos relata, sobresale —y eso y no otra
cosa, a fin de cuentas, es lo que convierte siempre un montón de páginas
numeradas y encuadernadas en una obra literaria— el estilo contundente y crudo del
autor, en el que no faltan, sin embargo, luminosas imágenes poéticas y una
carga de profundidad que lo ha llevado a ser comparado con autores como Dostoievski, Sartre, Faulkner, y por
supuesto aupado a los altares de la literatura existencialista.
Una cuestión personal es, en definitiva, una novela que nos agarra por las solapas y nos obliga a posicionarnos, a reflexionar sobre temas como las responsabilidades, la madurez de nuestros actos (la madurez es siempre un tema delicado, pues como dice otro magnífico escritor existencialista, Kutxi Romero, a veces estar maduro es el paso previo a estar podrido), la conciliación entre nuestros sueños y la realidad o nuestra contribución a ese proyecto común que es la humanidad. Una obra, por tanto, de raíz radicalmente humanista que, como el propio Kenzaburo Oé ha confesado en alguna ocasión, escribió no solo para espantar sus propios demonios, sino sobre todo para convertirse en la voz de su hijo. Es decir, por puro amor.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/2022
El
19 de marzo de 1956 Luis
Martín-Santos,
el autor de Tiempo
de silencio,
fue detenido en Pamplona por la policía política franquista, junto
con, entre otros, el también escritor Juan
Benet.
Esto, que puede parecer algo anecdótico —o una aldeanada—, tiene
sin embargo su repercusión en la novela, una de las obras
fundamentales de la literatura española del siglo XX, pues en el
descenso a los infiernos de Pedro, el joven médico e investigador
protagonista, se narra igualmente una detención (se le acusa de
practicar un aborto), un interrogatorio y una noche en el calabozo.
Es cierto que no fue la única ocasión en la que el escritor fue
detenido y que, al igual que el protagonista, pasó por la siniestra
Dirección General de Seguridad en Madrid, pero el de Pamplona sí
fue su primer encontronazo con la policía y ello (el desamparo, la
impotencia) debió sin duda de marcarle. Probablemente fue en
Pamplona donde Martín-Santos escuchó esa frase que se reproduce en
la novela: “Ustedes, los inteligentes, son siempre los más
torpes”.
Martín-Santos
pasó buena parte de su infancia en Donosti, donde también fue años
más tarde director del psiquiátrico provincial y activo miembro en
diferentes asociaciones culturales y políticas; y murió, con solo
treinta y nueve años, en un accidente de coche en Vitoria.
Hay
ciudades tan descabaladas… Contamos
esto por la parte que nos toca y también porque el reflejo de la
vida del autor en Tiempo
de silencio no
puede obviarse: el café Gijón y su fauna literaria, a la que
Martín-Santos vivisecciona en un pasaje del libro; la sensación de
castración, de fatalidad, de resignación que atraviesa toda la obra
y que tantas veces debieron de vivir en carnes propias bajo el
franquismo las almas y las cabezas inquietas, libres y creativas como
la de Martín-Santos; la frustración del joven investigador (Pedro
está estudiando la evolución del cáncer hereditario en una cepa de
ratones y lo hace en unas condiciones de abandono e indiferencia
institucional que todavía, sesenta años después, perduran)…
Pero
la importancia y la ruptura de Tiempo
de silencio
tienen que ver además, o sobre todo, con los aspectos formales.
Publicada en 1962, cuando la corriente literaria dominante era el
realismo social, Tiempo
de silencio
viene a ser como si de repente irrumpe una drag queen en una misa de
los Legionarios de Cristo. Todo en la novela es excesivo: los
neologismos, los soliloquios, los latinismos y las referencias
bíblicas, las frases interminables —es memorable la descripción
que hace de Madrid en una de ellas, que ocupa varias páginas: “Hay
ciudades tan descabaladas (y aquí un largo paréntesis) que no
tienen catedral”—, los rodeos, las retorcidas perífrasis y
pleonasmos —“soberbios alcázares de la pobreza”, llama a las
chabolas—…, todo parece ideado para romper con la sobriedad y el
aprisionamiento estético del realismo social, que, no obstante,
Martín-Santos también cultivó e incluso parece ser que intentó
llevar al extremo en una novela titulada Vientre
hinchado,
que calificó como bajorrealista (quizás una precursora del realismo
sucio, no lo sabemos, pues nunca se llegó a publicar y el manuscrito
está perdido). Es más, la propia Tiempo
de silencio
se adhiere a menudo a ese realismo social, evidentemente no por sus
aspectos formales, como hemos visto (todos esos excesos que buscan de
algún modo dinamitar la literatura en boga de la época, pero que a
la vez, son una bomba que estalla tiempo después, pues leída hoy la
novela también deja una metralla que tiene una clara intención
sarcástica o paródica) sino por algunos de los ambientes que
aparecen descritos: el poblado chabolista, los burdeles, la pensión…
La
influencia de Baroja y de Joyce Se
aprecia en ello la influencia de Baroja,
del Baroja de La
busca,
de los descampados, los cementerios, los bajos fondos de Madrid…, o
del Baroja de El
árbol de la ciencia ysu
apático protagonista, Andrés Hurtado. A Martín-Santos, por cierto
y a modo de curiosidad, le fue hurtadopor
motivos políticosun
premio literario que llevaba precisamente el nombre del escritor
vasco, Premio Pío Baroja, al que concurrió con la novela que hoy
comentamos, Tiempo
de silencio, ycon
el seudónimo Luis
Sepúlveda —el
nombre que usaba en la clandestinidad—, es decir, el mismo del
escritor chileno (aunque este comenzaría a publicar unos años
después).
Además de Baroja otra influencia innegable en Tiempo de silencio es la de James Joyce y su Ulises, que reconocemos en la vocación experimental, el uso del monólogo interior, la alternancia de técnicas y estilos, la odisea del personaje, su periplo urbano… Se cumplen precisamente este 2022 cien años de la publicación de esta obra, Ulises, que tiene fama de derrotar, en todos sus sentidos, a los lectores (al menos uno de ellos, Martín-Santos, parece evidente que llegó a leerla entera), y que está considerada una de las cumbres de la literatura universal. En Dublín, la ciudad en la que transcurre, se conmemora todos los años con el Bloomsday, una jornada en la que algunos dublineses y visitantes se visten como los protagonistas de la obra, recorren los mismos lugares que estos, etc. Tiempo de silencio, por su parte, celebra este año sesenta años desde su publicación, es un decir –lo de celebra—, porque, a diferencia del Ulises, no se tiene constancia de soplidos de velas.
El
tiempo de la anestesia Pese
a lo cual, la novela nunca ha hecho honor a su nombre y a lo largo de
los años ha sido repetidamente reivindicada. Vicente
Aranda,
por ejemplo, llevó al cine la adaptación de Tiempo
de silencio
en 1986, con reparto de lujo: Paco
Rabal, Victoria Abril, Charo López
y los hermanos Alcántara, es decir, Juan
Echanove
e Imanol
Arias,
este en el papel protagonista. En 2018 fue adaptada al teatro por La
Abadía;
y La
oreja de Van Ghog
cita el libro en la letra de una de sus canciones, Rosas:
“Desde
el momento en que te conocí/resumiendo con prisas
Tiempo de silencio”,
en donde no es difícil adivinar una alusión a la novela como
lectura obligatoria en la educación secundaria de los ochenta y
noventa (o sea, el BUP) y a las dificultades que un adolescente podía
encontrar ante una novela tan compleja como esta, cuyas novedades
formales quizás han perdido vigencia y exigen una contextualización,
pero cuyo fondo se mantiene de rabiosa actualidad, como vemos en este
párrafo que es además el que explica el título de la obra y que
perfectamente podríamos aplicarnos: “Estamos en el tiempo de la
anestesia, estamos en el tiempo en que las cosas hacen poco ruido. La
mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. La bomba no mata con
el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o
con los rayos de deutones, o con los rayos gamma o con los rayos
cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo (…)
Es un tiempo de silencio”.
No lo puedo evitar. Cada cierto tiempo
tengo un arrebato de nostalgia y —como me sucedió recientemente con Los
enanos de Concha Alós— compro un
libro Reno, una de aquellas novelas que se publicaban en los años sesenta,
setenta u ochenta y que venían a ser la versión celtibérica de la literatura pulp,
es decir, libros baratos, cuyas páginas amarilleaban pronto, al tiempo que
las cubiertas (magníficas, por otra parte: parecían carteles de cine) se
arrugaban y hacían jirones. Pulp alude, de hecho, a la pulpa de celulosa
con que se editaban, que solía ser de muy baja calidad. Los libros Reno, sin
embargo, no eran propiamente lo que conocemos como literatura de quiosco
(novelas de género, policiacas, del oeste, románticas, escritas como churros y
firmadas por autores como Marcial Lafuente
Estefanía, Corín Tellado o Silver
Kane); no, los libros Reno pretendían “difundir por medio de ediciones
económicas los éxitos más señalados de la literatura contemporánea y la obra de
los autores más famosos. El precio de venta de cada una de estas colecciones
las convierte en las más asequibles de cuantas se publican en idioma
castellano; y si se considera la extensión media resulta evidente que son
igualmente baratas, sin que lo barato sea, en este caso, sinónimo de inferior
calidad”.
Y tanto, porque en la colección de libros
Reno uno podía encontrarse con títulos como Trampa 22 de Joseph Heller, Hambre de Knut Hamsun, El enamorado de la osa
mayor de Sergiusz Piasecki… o Los
enanos de Concha Alós.
¡Escándalo! El recorrido literario y
vital de esta escritora valenciana, su auge y caída y auge de nuevo, podría
asemejarse al devenir de un libro Reno, a esas páginas que tras gozar de gran
popularidad acaban otoñándose en librerías de segunda mano, sepultadas por la
esplendorosa irrupción cada año de miríadas de obras maestras y autores que, si
hacemos caso a las fajas promocionales de sus novelas, subirán en cohete al
Olimpo literario.
La hasta hace bien poco olvidada Concha Alós ganó el Premio Planeta en dos ocasiones, una en 1962, con el libro que hoy comentamos —galardón del que, no obstante, fue despojada, pues al parecer había comprometido los derechos del libro anteriormente con una editorial rival— y otra dos años más tarde, con Las hogueras. Se le auguraba, pues, una carrera prometedora, finalmente truncada, que acabó conduciéndola a una injusta desmemoria como consecuencia de un cúmulo de circunstancias. Por una parte, su propia peripecia vital. Tras casarse con Eliseo Feijoó, director del diario mallorquín Baleares, se enamoró de un por entonces joven tipógrafo —once años más joven que ella, ¡escándalo!— con el que acabaría dejando la isla para establecerse en Barcelona, donde él se convertiría en un laureado escritor, en buena medida gracias a Concha Alós, que sacrificó * su propia carrera para ejercer de agente de Baltasar Porcel, ese era el nombre del tipógrafo. Por otra parte, los temas que abordaba Alós en sus novelas no eran nada complacientes con la moral de la época: prostitución, aborto, homosexualidad… Y mucho menos si quien se ocupaba de ellos era una mujer. La fama de Concha Alós se desvanecería así poco a poco. Incluso ella se olvidó de sí misma. Murió enferma de alzhéimer, y a su funeral, cuenta la necrológica de El País, titulada Concha Alós, escritora del lado oscuro de la sociedad, los únicos nombres de la cultura que acudieron fueron la cantante María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany.
Una novela enorme Sin embargo, del mismo modo que los libros Reno no han resultado en realidad de una calidad tan ínfima (de hecho, todavía sesenta años después, aunque con la camisa desgarrada y la ictericia en la piel de sus páginas, se conservan en relativo buen estado), Los enanos resucita en una reciente reedición de La navaja suiza que vuelve a poner de actualidad y reivindica la importancia de la autora en la literatura española.
Los enanos es, efectivamente, una novela enorme. En
ella se retratan, en una serie de estampas que pueden adscribirse al realismo
social, las vidas de varios huéspedes de una humilde pensión barcelonesa: una
antigua artista de variedades, la prostituta Sabina, Mohatá, el boxeador marroquí
que pierde todos los combates… Novela coral, las historias de todos ellos se
entrecruzan en un destino común patético y desesperanzado, del mismo modo que
en las pensiones las conversaciones, los gemidos de los colchones, las toses y
ventosidades, atraviesan las paredes. En la pensión Eloísa todos saben todo de
todos y se comparten, además del retrete, las mezquindades y los pequeños
sueños (como por ejemplo tener piso propio, incluso cuarto propio).
Las páginas de Los enanos huelen a
puchero y orinal y se acercan a veces al tremendismo (en ellas nos vamos a
encontrar, por ejemplo, con un niño al que dan de beber vino, con ratas que
trepan por las paredes del patio o con una patrona que enseña un cuarto a
posibles nuevos clientes durante el velatorio del anterior huésped). Pero a la
vez, junto a toda la sordidez que rezuman esas páginas, se trufan otras
escritas por una de las inquilinas de la pensión con un tono más luminoso, más
poético, y en las que la autora desliza algunas experiencias autobiográficas,
como la antes referida: su fuga por amor, por un amor proscrito para la
mentalidad de la época, desde Mallorca a Barcelona. Estos capítulos
alternativos de la novela dan a la misma cierto hilo argumental que en las
escenas referidas a la vida cotidiana de la pensión es deslavazado, casi
costumbrista, y se compone de fotogramas robados a la vida de puertas adentro
en la España de mediados del siglo XX, la España de los sabañones, la botella
de anís escondida en la alacena o el hueso de jamón zambullido en la sopa.
La
literatura de las cosas pequeñas y feas En Los enanos,
además de todo eso, también es posible encontrarnos con frases tan desasosegantes
y hermosas como esta: “Junto a la carne fofa sintió un rítmico latido, como si
estuviera apretada contra un buey muerto que se hubiera tragado un reloj”; o
con pequeños mecanismos literarios a los que se da cuerda de una manera casi
imperceptible en un capítulo y se ponen en marcha en otro, muchas páginas más
adelante, cuando ya nos habíamos olvidado de ellos (el niño al que emborrachan
con vino, por ejemplo, empuja y olvida un pequeño taburete por toda la casa, y
es con ese taburete con el que más adelante tropieza y se descalabra el huésped
del cuál ofrecen la habitación estando todavía este de cuerpo presente).
Concha Alós narra con maestría, pero su
principal virtud es la de conseguir hacer literatura de las cosas pequeñas y
feas, de los personajes insignificantes, los desheredados y los torpes, los
vapuleados por la vida, como Mohatá, el boxeador marroquí, flaco y desnutrido,
que pierde todos los combates, y que funciona como metáfora de los perdedores,
de esos enanos a los que hace alusión el título. “Somos enanos rodeados de enanos, y los
gigantes se esconden para reírse”, encabeza la novela la autora (antes, al
menos —apostillamos nosotros— los
gigantes tenían cierta vergüenza, ahora se ríen de nosotros sin disimulo, de
manera ostentosa).
Toda la novela tiene, en definitiva, una luz tenue, triste, de bombilla desnuda y titilante, pero también entra de vez en cuando el sol por las ventanas del patio, espantando a las ratas, y Concha Alós no arrebata por completo a sus personajes la oportunidad de levantarse de la lona, de modo que al final el boxeador Mohatá, o Sabina, la prostituta, también podrán huir de la pensión Eloísa, burlar al destino, del mismo modo que lo hacen, sesenta años después, la propia autora y su novela, Los enanos, una novela enorme que ha pasado demasiado tiempo malviviendo olvidada en una pensión de mala muerte.
*Sobre esto, al contrario de lo que señalan otros artículos y necrológicas, el periodista y escritor Sergio Vila-San Juán, autor de la biografía de Baltasar Porcel El joven Porcel nos matiza que si bien Concha Alós tradujo algunas obras del escritor ni fue su agente ni sacrificó su carrera por él. Al contrario, dice, le ayudó a ganar el Planeta en dos ocasiones.
Publicado en magazine ON (diarios de Grupo Noticias), 03/09/21
La imagen que
todos tenemos de Frankenstein, es decir, la de ese monstruo un poco lerdo,
inocentón, de color verde, y con dos tornillos en el cuello, tiene en realidad
poco que ver con la que la escritora Mary W. Shelley dibuja en su famosa
novela. Para empezar, Frankenstein no es en realidad el monstruo, sino el
nombre de su creador, el doctor Victor Frankenstein. Pero es que además el
monstruo de Frankenstein es un ser de inteligencia despierta, capaz de
expresarse en un lenguaje culto, que ha aprendido de manera autodidacta leyendo
libros como El paraíso perdido, de Milton, el Wherter de Goethe
o Vidas paralelas de Plutarco, lo cual ya es el triple
de lecturas que la de muchos de esos tertulianos de la tele que saben de todo.
El año sin
verano
Frankenstein, que lleva por subtítulo El moderno
Prometeo (es decir, aquel titán de la mitología griega que robó el fuego a
los dioses y lo entregó a los humanos) tampoco se escribió, como se asegura a
menudo, durante aquel verano sin sol que Mary Shelley pasó acompañada de su
esposo, Percy Bysshe
Shelley, y
de John Polidori, el médico de Lord Byron, en la villa que este
último tenía en Suiza. Frankenstein, de hecho, no es una novela que se lea en
una sentada, ni en dos, con lo cual tampoco es factible que su escritura se
llevara a cabo en unos pocos días. Sí es cierto, en todo caso, que la chispa
que prendió el fuego creador se produjo durante aquel retiro, después de que
Byron retara a sus invitados a imaginar un relato de terror con el que
entretener el encierro, pues fuera de la mansión llovía a mares y las
tormentas, los rayos y centellas, se sucedían sin tregua, creando el ambiente
idóneo para contar alrededor de la chimenea historias de fantasmas, aparecidos
o vampiros.
Todo ello sucedió en 1816, el llamado año sin verano, en el que debido a la erupción del volcán Tambora, en Indonesia y otros fenómenos metereológicos, el cielo se oscureció durante semanas, sumiendo al hemisferio norte en una estación anormalmente fría. Por entonces Shelley era una joven de solo 19 años, que ignoraba todavía el éxito que alcanzaría la novela que inspirada en aquellas veladas escribiría durante los meses siguientes y que podríamos decir que fue pionera en el género de la ciencia ficción, si no fuera porque desde mucho tiempo antes ya estaba escrita la Biblia. El encierro de aquellos jóvenes románticos y letraheridos, en todo caso, fue realmente fructífero, pues además de Frankenstein, en él se gestó El vampiro, de Polidori, que fue probablemente el primer relato de vampiros, anticipándose casi 80 años al Drácula de Bram Stoker.
El origen del
mal
En lo que
concierne a Frankenstein, la novela es mucho más que una novela de terror o de
ciencia ficción, en ella se reflexiona sobre temas como la culpa (el monstruo
de Mary Shelley, a diferencia de otros, tiene remordimientos), el determinismo,
la rebelión ante el destino, la crueldad humana, el rechazo, el origen del
mal…
Estructurada en
forma de caja china, es decir, un relato que alguien cuenta a alguien que
alguien cuenta a alguien, etc., utiliza
recursos como cartas o confesiones en primera persona (buena parte del libro,
por ejemplo, es la narración del propio monstruo a su creador, cuando vuelven a
encontrarse, después de que el doctor lo abandone, aterrorizado por la
insoportable idea de haber creado a un ser abominable). Y quizás sea esa,
precisamente, la parte más atractiva de la novela: el monstruo —sabemos a
través de su propio testimonio— es originalmente un ser bondadoso, que busca el
amor de los humanos, pero solo obtiene de ellos rechazo, como consecuencia de
su aspecto horrible y desmesurado (el doctor Frankenstein revela en el libro
que fabricó a su vástago en tamaño XL porque le resultaba más sencillo de
montar), lo cual poco a poco va generando en la criatura un sentimiento de odio
y de venganza hacia su creador, al que culpa de su soledad en un mundo, el de
los humanos, poco piadoso con el extraño, el diferente, el difícil de ver….
Son lo demás quienes lo convierten, pues, en un monstruo, no es su propia
naturaleza.
Refugiado en una
cabaña, desde la que puede espiar sin ser visto los movimientos de una familia
y escuchar sus conversaciones, el monstruo de Frankenstein aprenderá por su
propia cuenta primero a hablar y después a leer (a leer a Plutarco,
recordemos), nada de lo cual, sin embargo, le servirá para acercarse a ningún
ser humano sin despertar en él recelo o temor. Atormentado por ello, busca al
doctor Frankenstein y le exige que cree para él una compañera, con la que atemperar
su dolor, de lo contrario, lo amenaza, destruirá todo lo que el doctor ama. Victor
Frankenstein accede en un primer momento, pero finalmente desecha la idea de
dar vida a una monstrua, la monstrua de Frankestein, aterrorizado por la idea
de que los dos engendren monstruitos, es decir, creen una nueva raza que
destruya a la humanidad. Como consecuencia de esa negativa, el monstruo,
despechado, decide llevar a cabo su horrible venganza.
Y hasta ahí
puedo leer.
Como vemos, el monstruo de Frankenstein no tenía el cerebro sujeto por tiritas, sino pegado a su ser con toda la hondura de las contradicciones, los temores, las necesidades afectivas de cualquier ser humano. Se podría decir, incluso, que se convierte en monstruo por una sobredosis de humanidad.
Frankenstein en el cine
La imagen icónica, el monstruo tontorrón de cabeza cuadrada y atornillada, zapatos como barcas y al que el traje le tira de la sisa, comenzó a pergeñarse en la adaptación cinematográfica de 1931 El doctor Frankenstein, dirigida por James Whale,en la que el gran Boris Karloff interpreta al desdichado ser. Desde entonces (y antes, en realidad) han sido muchas las interpretaciones que se han hecho de Frankenstein. Por ejemplo, otro de los grandes actores del cine de terror, Christoper Lee, dio vida a un Frankenstein más humano, aunque con más cicatrices (tal vez por eso mismo; aunque quizás el cambio de imagen solo se debiera a que el maquillaje de Karloff era una marca registrada y no se podía imitar). Más recientemente, será otro monstruo (este de la interpretación), Robert de Niro, quien encarne a la terrible criatura en Frankenstein de Mary Shelley, de Kenneth Branagh. Y también hay películas en las que el monstruo ni siquiera aparece, como Mary Shelley, de Haifaa al-Mansour, que se centra en la figura de la escritora y narra lo acontecido aquel año sin verano en la mansión de Lord Byron y las vicisitudes que la autora hubo de pasar para demostrar que ella, y no su marido, era la autora de la magistral novela.
No nos podemos olvidar de otra adaptación algo más carpetovetónica, como la que José Carabias hacía en El monstruo de Sancheznstein, el programa-concurso infantil de RTVEcon guión de Guillermo Summers, en el que el menudo actor (la elección de Carabias, que medía un metro y medio, fue sin duda arriesgada) hacía el papel de un remedo de Franskenstein llamado Luis Ricardo, cantidubi dubi dubi cantadubi dubi da (esta era la pegadiza tonadilla que acompañaba sus apariciones).
Aunque sin duda el Frankestein más entrañable es Herman Munster, el padre de aquella estrambótica familia de monstruos buenos y felices en cuyo hogar lo sobrenatural, lo extravagante, lo terrible era normal; aquella familia, los Monster, que simbolizaba todo lo que al pobre Frankenstein de Mary Shelley le fue negado por nosotros, los monstruosos humanos con nuestros temores incontrolados y aborrecibles prejuicios.